Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas


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gruesa rodaja de pastel de carne descansaba entre dos rebanadas de pan, una de ellas untada de mayonesa y la otra, de kétchup. Una mezcla de pipas de girasol y pasas se acumulaba al fondo de la bolsa. Diego habló con la boca llena de macarrones:

      —Mi madre hacía un pastel de carne buenísimo. Era mi favorito.

      Dejé el sándwich a un lado y comenté:

      —Nosotros comimos pastel de carne la semana pasada, y ya entonces estaba asqueroso. —Diego frunció el ceño, así que añadí—: A veces mi abuela me prepara la bolsa de la comida y está un poco senil, así que casi debería alegrarme de que no quedara salsa.

      —Podría ser peor. —Diego me pasó su bolsa de patatas; yo tenía demasiada hambre como para rechazar el regalo—. ¿Has hecho algo interesante este finde?

      —Me lo he pasado escondido en mi cuarto para evitar a mi madre y a mi hermano. Este último ha dejado preñada a su novia y ha mandado a tomar por saco los estudios, y mi madre no lo lleva bien. —Probablemente, Diego no querría oírme hablar de mi mierda de familia, pero no se me ocurría ningún otro tema de conversación.

      —¿Y tu padre?

      —No está. —Iba a dejarlo ahí, pero Diego me miraba de una forma que me motivaba a seguir hablando, como si me diera miedo que se hiciera el silencio entre nosotros—. Mis padres se divorciaron cuando yo era pequeño y mi padre desapareció. Hace años que no sé nada de él.

      —Oh.

      —Sí.

      Diego se había comido casi todo, pero aún le quedaba algo de empanada, y la miraba como intentando decidir si comérsela o no.

      —¿Te quedaste en la fiesta después de que metiera la pata hasta el fondo? Intenté buscarte, pero esa casa es enorme. Me quedé una hora perdido dentro de un armario. Fue divertido.

      —Casi tanto como una hemorroide activa.

      —En serio, dime cómo te sientes.

      Lo último que quería recordar era la fiesta de Marcus:

      —No me gustan las fiestas.

      —A mí tampoco me van mucho.

      —¿Y a ti qué te va, entonces?

      —Pintar.

      —Es verdad. Eres artista.

      —Dicho así, parece un insulto —dijo él.

      —Es que los artistas siempre parecen muy egocéntricos. Todo tiene que ver con su arte. —Me reí para que supiera que le estaba chinchando—. A ver, dime si no por qué hay tantos autorretratos.

      Diego se quedó callado un momento, pero el espacio vacío lo rellenó el ruido caótico que llegaba de las otras mesas. Esperaba no haberlo ofendido.

      —Los artistas tienen que aprender a pintar lo que ven en el espejo, aunque sea un puto desastre. —Al final se rindió y tomó el último trozo de empanada—. Si no puedes retratarte con sinceridad, el resto de cosas que pintes también serán una mentira.

      —No sabía que los artistas fueran tan conscientes de sí mismos.

      —Bueno, solo significa que sabemos que somos gilipollas. —Diego se encogió de hombros y apartó su bandeja—. Al menos, eso es lo que solía decirme mi exnovia.

      —¿Tu ex… exnovia? —Intenté no tartamudear, pero no pude evitarlo y se me acabó cayendo la baba—. Mierda.

      Forcé una risa y me limpié la boca con una servilleta. Diego fingió no darse cuenta, pero lo pillé sonriendo:

      —Se llamaba Leigh. Ella te diría que soy el tío más capullo de todo el país. Probablemente del mundo.

      Habiéndome recuperado de mi repentina incapacidad de mantener la saliva dentro de la boca, dije:

      —¿Lo dejasteis porque te mudaste aquí?

      —Nah, rompimos mucho antes.

      —Lo siento.

      —Yo no. Ella solo me quería por mi gran pollón. ¿No te lo había comentado?

      Solté una carcajada; los alumnos que había al otro lado de la mesa se quedaron mirándome, pero eso solo hizo que fuera más difícil parar.

      —Sé lo que se siente.

      —¿También tienes un…?

      —La verdad es que no —dije—. Quizás. No lo sé. Más bien, lo que tengo es un gran follón. —Pensé en contarle a Diego lo que tenía con Marcus, pero apenas lo conocía, y no era de estos secretos que se pudieran contar; Marcus acabaría en la mierda si la gente se enterara de que estaba enrollado con el Chico Cósmico—. ¿Por qué te mudaste a Calypso?

      En vez de contestar, Diego miró a la mesa, a las paredes y por encima de mi hombro; miró a todas partes menos a mí, así que dije:

      —Bueno, parece que no quieres hablar de ello. Solo quería charlar.

      —Es complicado. —Pensé que Diego me lo iba a contar, pero en vez de eso, dijo—: ¿Qué hace uno por aquí para divertirse?

      Que Diego evitara hablar de por qué se había mudado desde Colorado a un pueblucho de mierda en la polla flácida de la nación solo hacía que tuviera más curiosidad. Quizás sus padres lo habían enviado aquí como castigo por atracar licorerías o por copiar en los exámenes de Historia. O a lo mejor era un agente secreto del gobierno cuya misión era hacerse amigo mío y descubrir qué sabía de los limacos. Realmente, eso tenía más sentido que cualquier otra cosa. De todas formas, yo odiaba los secretos. Jesse había tenido secretos. Quizás, si no los hubiera tenido, seguiría vivo. Pero Diego no era Jesse. Diego no era nadie para mí, y no quería que se cabreara conmigo por entrometerme, así que dije:

      —Ya has estado en la fiesta más grande del año, ¿qué más quieres?

      Diego se inclinó en su silla:

      —Algo emocionante.

      —¿Qué hacías en Colorado?

      —Cosas.

      —¿Cosas?

      —Sí. Salir con los colegas, evitar a mis padres. Cosas. Todo era muy emocionante, lo echo de menos.

      Sus ojos se perdieron en la distancia, como si hubiera viajado allí en el silencio que había entre nuestras palabras. Ese es el problema de los recuerdos: puedes visitarlos, pero no puedes vivir en ellos.

      —Entonces, ¿por qué no vuelves? —Me arrepentí de la pregunta en cuanto salió de mi boca. La cara de Diego se ensombreció y todos sus músculos se tensaron. Los hombros, los puños, las mejillas. Me aclaré la garganta y dije—: Lo único que tenemos aquí son las playas, pero ya las conoces.

      —Pues vamos.

      —¿Adónde?

      Diego agarró su bandeja, ya medio de pie:

      —A la playa. Nos saltamos las clases y me haces de guía por Calypso. Tengo coche. Pillamos unos sándwiches y salimos por ahí.

      Jesse y yo nos saltamos las clases una vez durante el curso anterior. Fue justo la semana que se había sacado el carnet de conducir. El subdirector Marten casi nos pilla escabulléndonos del campus, pero el coche de Jesse era más veloz que el carrito de golf de Marten. Bebimos cerveza en la playa y estuvimos el uno en los brazos del otro hasta que el sol no fue más que un recuerdo luminoso. Me dijo: «¿Sabes? Creo que te quiero, Henry Denton», y yo le creí. Me creí todas las mentiras de Jesse.

      —No puedo.

      Diego se dejó caer en su asiento:

      —No pasa nada.

      —Quizás otro día.

      En