conocido que no me ha preguntado qué coche tengo.
—Pues tú eres la única persona de la fiesta que de verdad quiere que esté yo aquí.
—Lo dudo.
—Eso es porque eres nuevo. —Diego tenía cara de ser sincero, pero me costaba creer que hubiera venido a la fiesta para verme cuando yo era prácticamente invisible para el resto del mundo—. ¿Qué tal te trata Calypso?
—¿La verdad? Es raro. A veces hay demasiada gente y lo único que quiero es meterme en un armario a leer. Otras veces quiero rodearme de cuanta más gente mejor. Pero me encanta la playa. Voy tan a menudo que mi hermana bromea con comprarme una tienda de campaña para que pueda dormir allí.
—Ciérrala bien o te despertarás con un vagabundo haciendo la cucharita contigo.
—Mientras me deje ser la cucharita pequeña, todo bien.
La risa de Diego me hizo sonreír, aunque no era mi intención. Quizás me había equivocado al tenerle miedo a la fiesta. Llevaba allí una hora y no solo no había ocurrido ningún desastre, sino que encima me lo estaba pasando bien.
—Eso ya tendréis que hablarlo entre vosotros. —Me acabé la cerveza y dejé el vaso en uno de los estantes.
Nos quedamos en ese punto incómodo de una conversación en la que no había un tema lógico con el que seguir, pero el silencio todavía no se había hecho incómodo.
—Si supieras que el mundo se va a acabar y pudieras pulsar un botón para evitarlo, ¿lo harías?
Diego levantó una ceja:
—¿Hay algo que deba saber?
—Es una pregunta hipotética.
—Entonces, hipotéticamente, sí.
—¿Por qué?
—Porque no me interesa morirme.
Las chicas del billar chillaron de júbilo y se burlaron de los perdedores. Intenté ignorarlas.
—Pero vas a morir igualmente.
—Claro, cuando sea viejo.
—Podrías morir en cualquier momento. Te podría caer un rayo y freírte en el sitio, o podrías ahogarte en un tsunami de melaza.
Era difícil descifrar la expresión de Diego. Parecía que se estaba tomando mi pregunta en serio, y yo esperaba que no me estuviera siguiendo el rollo mientras planeaba una forma de huir.
—Si no pulso el botón, me muero seguro. Al menos, si lo pulso, tengo la oportunidad de tener una larga vida. Me gusta tener opciones.
Tener opciones es el problema. Todo sería más fácil si alguien me dijera qué hacer: pulsar el botón, dejar de ver a Marcus, superar lo de Jesse. El problema es que las opciones por las que me inclino suelen ser las malas.
Diego alzó la mano y me apartó de la frente un mechón de pelo.
—Perdona, me estaba poniendo muy nervioso.
—Vaya, ahora todos descubrirán mi identidad secreta.
—¿La de Chico Cósmico? —preguntó Diego sonriendo—. Ya la saben.
Mi sonrisa desapareció y mis defensas se activaron de nuevo. Me alejé de Diego sin decir ni una palabra. Sus disculpas rebotaban contra mi espalda porque llevaba una armadura a prueba de balas. Necesitaba irme, escapar de la casa y de la fiesta y de toda esa gente artificial, pero la entrada estaba atestada, así que trastabillé hasta llegar al jardín, donde no había tanto ruido y podía respirar.
—¡Chico Cósmico!
Marcus y un grupo variado de personas, algunas de las cuales me sonaban, estaban sentados alrededor de una mesa de jardín, cerca del jacuzzi. Natalie Carter estaba sentada sobre su regazo. En el momento en que dijo mi mote, me volví visible. De repente, gente que antes no se había percatado de mí me miraba como si estuviera cubierto de llagas supurantes. Repitieron «Chico Cósmico» como loros e inventaron variaciones semicreativas. Nada dolió tanto como cuando Diego lo dijo.
—¿Quién coño te ha dejado entrar? —La voz de Marcus era jarabe para la tos, pero sus palabras eran ácido.
—La puerta estaba abierta.
Noté en medio del pecho un dolor agudo que se extendió hasta las extremidades. Marcus me estaba tratando como si no fuera nadie. Menos que nadie. Me preguntaba cómo reaccionarían sus amigos del jacuzzi si supieran lo que habíamos hecho en el lugar donde ahora se relajaban.
Marcus le dio un codazo a Adrian Morse.
—Tenemos que empezar a cobrar entrada. Para mantener fuera la escoria.
Estoy seguro de que, cuando la madre de Adrian mira a su hijo por las mañanas o le aparta el pelo sudoroso de la frente cuando tiene fiebre, cree que es un buen chico. Pero cuando yo lo miro, lo único que veo es un bruto loco con complejo de inferioridad y sin apenas un pensamiento propio en su cabeza hueca.
—Me puedo deshacer de él.
—Ojalá deshacerte de tu herpes fuera tan fácil —dije.
Adrian se levantó, pero Marcus lo retuvo. Marcus tenía un brillo peligroso en los ojos, un destello que me asustaba:
—A la mierda. Me siento caritativo. Que se quede el Chico Cósmico. Quizás pueda llamar y pedirles a los aliens que se unan a la fiesta. Si lo haces, diles que traigan hielo. Nos queda poco.
No tenía intención de quedarme en la fiesta. Lo único en lo que podía pensar era en lo equivocado que había estado. No debería haber ido. Cuando Marcus acabó de torturarme, planeé marcharme y no volver a dirigirle la palabra, ni a él ni a nadie más.
—Pero antes —dijo Marcus—, tómate un chupito.
Desde donde estaban los amigos de Marcus, de pie o sentados en el jardín, bebiendo y fumando y juzgando, sentí su desprecio. Me quemaba por la piel, derretía la grasa de mi cuerpo, devoraba mis músculos hasta que yo no era más que un esqueleto. Huesos blanquecinos unidos con cinta adhesiva y los jirones que quedaban de mi orgullo.
Jay O. me tiró una chapa de botella, que me rebotó contra el pecho y cayó sobre la mesa.
—¿Qué podrían querer unos aliens con un anormal como este? ¿Es que no hay gente mejor que abducir?
—Gente más guapa, seguro —dijo Marcus, lo que hizo que se ganara un beso de Natalie. No dejó de mirarme mientras ella le comía la boca.
Y yo me quedé allí y aguanté porque era un objeto. Todos somos objetos para Marcus McCoy.
Marcus empezó a corear «¡chupito, chupito, chupito!» y la horda borracha que me rodeaba lo imitó. Adrian preparó una ronda de chupitos vertiendo un líquido marrón oscuro en los vasitos y derramando parte de él. Marcus me observaba con una sonrisa sudorosa y enloquecida. Adrian terminó de servir y puso los ojos en blanco:
—El Chico Cósmico es un mariquita, seguro que no…
Cogí el vaso de chupito que tenía más cerca y me lo bebí de un trago. El licor sabía a crema de regaliz y sangre. Me estremecí cuando llegó a mi estómago vacío. Cuando terminé, me metí un segundo chupito.
—Gracias por la bebida.
Tiré el vasito a la mesa y me largué. Sus risas me perseguían, pero me negué a mirar atrás. El mundo iba a acabar y nada de aquello importaba. Intenté convencerme de que yo estaba bien.
Pero estaba muy lejos de estar bien.
Estaba demasiado borracho como para volver a casa y no logré encontrar ninguna habitación vacía en la que refugiarme, así que acabé sentado al borde de una larga piscina rectangular, a la sombra de rocas falsas y palmeras. La piscina estaba bastante lejos de la casa, así que no me preocupaba que me encontraran, pero estaba lo bastante cerca como para que pudiera oír sus risas. No podía