Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas


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mantenerla firme.

      —Cuando pasaste de mí, decidí montar una fiestecita.

      —Oh. —Marcus me pellizcó el pezón y yo le aparté la mano de un guantazo—. ¡Imbécil!

      —En realidad no es ni siquiera una fiesta. Es más bien una reunión de amigos muy amigos.

      —Bueno, pues a la próxima.

      Me pellizqué la pierna a través de los vaqueros y me centré en el dolor. No tenía derecho a que aquello me sentara mal; yo le había dicho primero que no. Y tampoco esperaba que se quedara el fin de semana sentado en su casa añorándome, pero ¿se habría muerto de mostrarse al menos un poco decepcionado?

      —Sí. —Marcus comprobó la hora en su móvil—. Venga, Chico Cósmico, que pronto sonará el timbre y no te he pedido que vengas para hablar.

       encabezado

       11 de septiembre de 2015

      El viernes, Marcus apenas advirtió mi existencia. No me gusta admitir que quería que me empujara a un baño para enrollarse conmigo, ni que quería que me enviara un mensaje rogándome que fuera a su fiesta. Cualquier cosa que demostrara que le importaba algo. Para mantener la mente ocupada y evitar perder el control, intenté encontrar una explicación al hecho de que los limacos me eligieran para salvar el planeta.

      Creo que la mayoría de gente habría pulsado el botón en el momento en que se hubieran dado cuenta de lo que estaba en juego. A la mayoría de gente le motivan sus propios intereses, y pulsar el botón garantizaría su supervivencia. Pero yo no soy como la mayoría de gente. Quizás por eso los limacos me eligieron: no estaban seguros de lo que haría.

      En apariencia, uno diría que hay millones de razones para pulsar el botón: pelis buenísimas, libros, sexo, pizza con todo, beicon, besos… Pero ninguna de esas cosas significa nada. El universo tiene más de trece mil millones de años. ¿Cuál es el valor de un único beso comparado con eso? ¿Cuál es el valor del mundo entero?

      Todo es demasiado complejo como para entenderlo, lo que me lleva a preguntarme de nuevo por qué me eligieron. Hay gente más lista que podría tomar una decisión mucho más informada, y gente más tonta que se decidiría antes.

      Pero los limacos no los abdujeron a ellos. Me abdujeron a mí, y lo único que puedo hacer es ser honesto.

      Entré en casa derrotado cuando llegué del instituto; lo único que quería era hacerme un sándwich, acostarme y dormir todo el fin de semana. Pero mi madre y la abuela estaban sentadas en la mesa de la cocina, mirando una caja de zapatos llena de papeles y sobres como si fueran serpientes venenosas. Mi madre tenía las mejillas encendidas y fumaba un cigarrillo (puf-puf-ceniza, puf-puf-ceniza). Pensé en dejar correr lo del sándwich e irme a mi cuarto, pero soy incapaz de dormir con el estómago vacío.

      Me arrepentí de inmediato de mi decisión.

      —Henry, dile a tu madre que no me va a meter en una residencia.

      Mi madre puso los ojos en blanco, sabiendo la rabia que eso le daba a la abuela, y soltó una nube de humo:

      —Madre, necesitas a alguien que te cuide.

      —Yo me cuido sola.

      —Antes de que te vinieras a vivir con nosotros, comías carne rancia y llevabas tres meses sin pagar la factura del agua.

      La abuela se cruzó de brazos por encima de sus pechos caídos (maldita gravedad):

      —Tenía agua.

      —¡Porque pasaste por la ventana de la cocina una manguera de casa del señor Flannigan!

      —No soy ninguna inválida, Eleanor. —Habló con una ira silenciosa, su enfado reducido a una costra tan dura que necesitarías un martillo para quebrarla.

      Mi madre se rio en su cara:

      —¿Cuánto hace que no te duchas? ¿Que no te lavas los dientes?

      —Eso es irrelevante.

      —Ya tengo dos críos, madre, no necesito otro.

      —Prefiero morirme a vivir en un sitio de esos.

      Se miraron fijamente la una a la otra desde lados opuestos de la mesa. El aire que las rodeaba era una nube tóxica de humo de tabaco y resentimiento. Estaba seguro de que se habían olvidado de que yo estaba allí, y lo inteligente hubiera sido escabullirme, pero yo pensaba más con el estómago vacío que con el cerebro:

      —La abuela no debería estar en una residencia, mamá.

      —Tú no te metas, Henry.

      La abuela se levantó y se fue hacia la nevera:

      —Vete a tu cuarto y espera a que llegue tu padre. —Se quedó delante de la puerta abierta, mirando los estantes de comida.

      —Papá no está —dijo mi madre dejando de lado su acritud—. Lleva muerto mucho tiempo.

      —No digas cosas tan horribles —balbució la abuela—. Creo que le gustaría un estofado para cenar.

      Al principio, los olvidos de la abuela eran divertidos: se equivocaba con los nombres, se confundía con los cumpleaños, nos enviaba postales navideñas en pleno verano… Pero ya no es así. A veces me mira y lo único que veo es un abismo profundo donde antes estaba mi abuela. Se está convirtiendo en una desconocida para mí, y a menudo yo no soy nadie para ella. Luego, al cabo de diez minutos, viene y me dice que soy su nieto favorito. Los médicos de la abuela creen que su memoria seguirá deteriorándose. Ahora mismo, hay más días buenos que malos, pero al final solo habrá días malos.

      —Vendré directo a casa después del instituto —prometí—. No la metas en una residencia.

      La abuela puso en la mesa mantequilla, tomates y un paquete de muslos de pollo. Fuera lo que fuera que iba a preparar, no era estofado.

      Mi madre agarró con torpeza el paquete de tabaco y se encendió otro cigarrillo:

      —Da igual. Tampoco es que podamos pagar una residencia, sobre todo con lo que coméis tu hermano y tú. —Echó un vistazo a la caja de zapatos, llena de facturas sin pagar—. No me voy a hacer rica de camarera.

      —Pues busca otro trabajo —dije—. Estudiaste cocina en Francia. Deberías llevar tu propio restaurante.

      —Henry…

      —Venga, mamá, sabes que tengo razón. Seguro que hay un montón de restaurantes que te contratarían. Si solo intentaras…

      —Henry —me cortó—, cállate.

      Charlie y su novia, Zooey Hawthorne, irrumpieron en la cocina cargando con bolsas de la compra, totalmente ajenos a la tensión que se pegaba a las paredes cual manchas de grasa. Nunca pensé que me alegraría de ver a Charlie.

      —¿Quién tiene hambre? —preguntó mi hermano dejando las bolsas sobre la mesa y apartando la creciente colección de ingredientes inconexos de la abuela—. Zooey va a hacer pasta carbonara, y se me ha ocurrido que la abuela podría hacer una tarta de manzana.

      Zooey le dio un beso en la mejilla a la abuela y la apartó de la nevera:

      —Tienes que darme la receta, ¡está buenísima!

      Zooey es más alta y más delgada que Charlie, tiene la piel de color castaño y unos ojos marrones que parece que siempre estén en las nubes. Es demasiado buena para el capullo de mi hermano.

      Yo seguía esperando a que mi madre retomara la discusión donde la habíamos dejado mientras Charlie y Zooey sacaban la compra como si fuéramos una familia feliz. Como si esto fuera normal.

      —Yo esta noche paso de la intoxicación alimentaria —dije.

      Charlie me agarró