Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas


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O., dos de los amigotes de Marcus, se rieron por lo bajo. Pero esa risa iba por mí, no por él.

      —Yo no tengo hombrecillos verdes que me hagan los deberes —dijo Marcus, llamando todavía más la atención.

      —¿Qué tiene tanta gracia? —nos dijo la señora Faraci a Marcus y a mí con el ceño fruncido. Ella se tomaba muy en serio la existencia de pares de electrones compartidos.

      —Nada —murmuré.

      —Nada, señora Faraci —dijo Marcus, aunque apenas pudo acabar la frase sin que se le escapara la risa.

      La persona que me dejó en evidencia delante de todo el instituto fue Charlie. Él estaba en el último año cuando yo entré, y consideraba su mayor logro haberle contado a todo el mundo que me habían abducido unos extraterrestres. Así me convirtió en un paria. No sé a quién se le ocurrió el apodo de Chico Cósmico, pero caló. La mayoría de compañeros de clase ni siquiera saben cómo me llamo, pero seguro que saben quién es el Chico Cósmico.

      Cuando por fin sonó el timbre de la hora de comer, la señora Faraci me detuvo en la puerta y me llevó a un lado. Yo me quedé mirándome los zapatos cuando Marcus pasó, y Adrian susurró al salir:

      —El Chico Cósmico come pollas de extraterrestres.

      Hasta donde yo sé, los limacos no tienen polla, lo cual probablemente les complica las cosas para masturbarse. La gente tiene muchas teorías sobre por qué los chicos empiezan a ir peor en los estudios cuando llegan a la adolescencia, y yo lo que digo es que seguramente me lo curraría mucho más si no tuviera polla.

      La señora Faraci se sentó en el borde de su escritorio y me preguntó:

      —¿Has tenido un día duro?

      —No más que otros.

      Su preocupación me incomodaba. Una cosa era que los compañeros de clase se burlaran de mí, y otra darle lástima a una profesora.

      —Eres un chico listo, Henry, y la ciencia se te da muy bien. Algún día pondrás a esos chavales en su sitio.

      Quizás fuera verdad, pero los tópicos trillados pocas veces ayudan.

      —¿Sería posible que el mundo se acabara de repente?

      La señora Faraci echó la cabeza a un lado:

      —Pues sí. Hay varios casos que podrían llevar a la extinción de la vida en la Tierra.

      —¿Como qué?

      —El impacto de un asteroide, la radiación gamma de una supernova cercana, un holocausto nuclear… —Fue contando los casos con los dedos antes de detenerse y entrecerrar los ojos—. Sé que la vida en el instituto puede ser difícil, Henry, pero destruir el planeta nunca es la respuesta.

      —Está claro que se ha olvidado de cómo es el instituto desde un pupitre.

      Marcus me empujó hacia el interior de uno de los cubículos del baño. Los tabiques endebles temblaron, los tornillos repiquetearon y él invadió mi espacio personal. El borde del dispensador de papel higiénico se me clavó en los muslos a través de los vaqueros. Él me empujó con la palma de la mano en el pecho y apoyó todo su peso sobre mí. Su colonia me llenó la nariz del olor a césped recién cortado. Marcus McCoy siempre olía a verano.

      Pensaba que había oído la puerta e intenté echar un vistazo, pero Marcus me agarró la mandíbula y me silenció. Clavó un pulgar en mi mejilla y eliminó el espacio que quedaba entre nuestros cuerpos con un beso tosco e impaciente. Su barba incipiente me rascó los labios, y sus manos me recorrieron la espalda, me acariciaron las nalgas y luego se dirigieron hacia la parte delantera de mis pantalones tan rápidamente que apenas pude reaccionar:

      —¡Manos frías! ¡Manos frías!

      Conseguí escabullirme del abrazo constrictor de Marcus y eché una ojeada por encima de la puerta del cubículo para asegurarme de que estábamos solos. Me ajusté el tema y me abroché los pantalones. Cuando me volví, Marcus estaba meando en el váter. Me sonrió por encima del hombro, como si fuera un honor verle mear.

      —Mis padres están en Tokio este fin de semana.

      —¿Otra vez?

      —Mola, ¿eh?

      Se subió la cremallera y me agarró de la nuca para besarme otra vez, pero casi parecía que estuviera intentando excavarme la cara con la lengua. De todas formas, yo estaba paranoico por si alguien nos pillaba, así que me aparté y salí del cubículo.

      —¿Adónde vas, Chico Cósmico?

      —Quedamos en que dejarías de llamarme así.

      —Es mono. Tú eres mono, Chico Cósmico.

      Nos quedamos frente a los lavabos y ambos admiramos el reflejo de Marcus en el espejo: era de piel morena y suave, su nariz aguileña combinaba con sus hoyuelos y tenía unos músculos que lo hacían insoportablemente guapo. Lo peor de todo es que él lo sabía. Y luego estaba yo: mejillas redondas, labios gruesos y un grano horrible al lado de la nariz que se resistía a cualquier intento de erradicación. No podía entender por qué Marcus quería enrollarse conmigo, aunque fuera solo en secreto.

      Marcus sacó una pastilla alargada de su bolsillo y se la tragó sin más.

      —¿Qué me dices?

      —¿De qué?

      —De quedarte en mi casa este finde.

      —No sé. Mi madre quiere que cuide a mi abuela y…

      —Tú te lo pierdes, Chico Cósmico —dijo, y me dio tal palmada en el culo que casi pude notar cómo me empezaba a salir un moratón.

      Me aparté el pelo ondulado de los ojos y de la frente. Odio mi pelo, pero me lo dejo larguillo porque odio todavía más mis orejas.

      —Podrías pasarte por mi casa. Estará mi abuela, pero le diremos que eres el chico de la piscina.

      Marcus arrugó la nariz como si hubiera entrado por accidente en un todo a cien y estuviera rodeado de pobres.

      —Pero si no tenéis piscina.

      Me pregunto cómo reaccionaría él al fin del mundo, al descubrir que su maravillosa vida estaba a punto de acabar. Desde que se terminaron las vacaciones de verano, me había estado manoseando a la menor oportunidad, pero solo quedábamos en su casa cuando sus padres no estaban. Imagino que su reticencia a que lo viesen conmigo en público tenía menos que ver con que sus amigos descubriesen que estaba liado con un tío y más con que descubriesen que estaba liado con el Chico Cósmico.

      Me estaba engañando a mí mismo. Nunca tendríamos nada más que esto… fuera lo que fuera esto.

      —Si supieras que el mundo se va a acabar, pero pudieras evitarlo, ¿lo harías?

      Marcus estaba ocupado mirando su reflejo:

      —¿Qué? —Probablemente se clonaría y se follaría si existiera esa tecnología.

      —Que si…

      La puerta del baño se abrió y entró un chaval fornido con el pelo rapado. Nos saludó con la cabeza y se acercó a un urinario.

      Marcus me empujó contra el secamanos, y yo solté un quejido cuando se me clavó en el hombro el borde de metal. Él simplemente salió por la puerta diciendo:

      —Nos vemos, Chico Cósmico.

      El chico del urinario se rio:

      —Qué mariconazo.

       encabezado2

       El meteorito

      El día empieza con entusiasmo.