Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas


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      EUFORIA.

      —¿Y si elijo no pulsarlo?

      La imagen de la Tierra explotó, la proyección desapareció y las luces se apagaron.

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       8 de septiembre de 2015

      Crucé corriendo el césped bañado en rocío de delante de mi casa, sudando como un cerdo por el calor húmedo de Florida y cubriéndome mis partes con la tapa de un cubo de basura que había robado de una casa dos calles más allá. Esperaba que el señor Nabu, que estaba sentado en su porche leyendo el periódico como cada mañana, estuviera demasiado ocupado buscando los nombres de sus amigos y enemigos en las necrológicas como para darse cuenta del paso de mi culo pálido.

      Después de mi segunda abducción, empecé a dejar escondida una bolsa de deporte con ropa de recambio detrás del aparato de aire acondicionado que había debajo de la ventana de mi dormitorio. Los limacos no siempre me devolvían totalmente desnudo, pero supongo que lo hacían porque les divertía verme corretear de una punta a otra de Calypso, escondiéndome para que no me detuvieran por exhibicionismo.

      Mientras me vestía, intenté comprender la posibilidad de que el mundo fuera a acabarse, y también lo absurdo que era que los alienígenas me hubieran escogido a mí para decidir si el apocalipsis ocurriría como estaba previsto o si se retrasaría. Simplemente, yo no era una persona lo bastante importante como para tomar una decisión tan crucial. Tendrían que haber abducido al presidente, al papa o a Neil deGrasse Tyson.[1]

      No sé por qué no pulsé el botón en serio cuando tuve la oportunidad; quizás porque dudaba que los alienígenas me hubieran dado tanto margen de tiempo si no quisieran que meditase bien mi elección. Seguramente, la mayoría de gente cree que habría pulsado el botón en mi situación (porque nadie quiere que el mundo se acabe, ¿verdad?), pero lo cierto es que nada es tan simple como parece. Pon las noticias o léete algunos blogs. El mundo es un pozo de mierda, así que tengo que considerar si quizás es mejor borrarlo todo y dar la oportunidad de hacer las cosas bien a la civilización que evolucione de las cenizas de nuestros huesos.

      Usé la llave de repuesto que había debajo de la begonia muerta junto a la puerta y entré en casa en silencio. Me saludó el olor a humo de tabaco y a huevos fritos, y entré lentamente en la cocina como si acabara de salir de mi cuarto todavía medio dormido. Mi madre levantó la mirada de lo que fuera que estuviera leyendo en su móvil; sostenía un cigarrillo con la punta de los dedos y llevaba sus rizos decolorados recogidos en una coleta despeinada.

      —Ya era hora. Te estaba llamando, Henry, ¿no me oías?

      Mi madre tiene forma de berenjena y suele tener ojeras bajo los ojos del mismo color.

      Me apoyé en la puerta, pero no pensaba quedarme mucho rato allí. Las abducciones alienígenas siempre me hacen sentir como si necesitara una ducha de lejía hirviendo.

      —Perdona.

      La abuela me sonrió desde los fogones. Dejó sobre la mesa un plato de huevos fritos con pimienta por encima y colocó la mayonesa al lado.

      —Come, que estás muy flaco.

      La abuela es brusca y dura; luce sus arrugas y sus manchas de la piel como cicatrices de una guerra en la que jamás dejará de luchar. Es como un trozo de ternilla entre los dientes del tiempo, y la quiero por ello.

      Mi madre dio una calada a su cigarrillo y expulsó el humo en mi dirección:

      —Te he llamado cien veces.

      Antes de que pudiera contestar, Charlie entró en la cocina dando zancadas y me robó el plato. Se comió un huevo con la mano mientras se dejaba caer en una silla, y luego se puso a engullir el resto de mi desayuno. A veces es difícil creer que Charlie y yo tengamos los mismos padres: yo soy alto, él es bajo; yo soy delgaducho, él era musculoso, aunque casi todo se había convertido en grasa después del instituto; yo puedo contar hasta cinco sin usar los dedos… Charlie tiene dedos.

      —Henry no te ha oído porque no estaba en casa. —Charlie me dedicó una sonrisa burlona mientras agarraba un puñado de beicon de un plato que había en medio de la mesa, y después le hizo una mueca a mi madre—. ¿Tienes que fumar mientras estoy comiendo?

      Ella lo ignoró:

      —¿Dónde estabas, Henry?

      —Aquí.

      —Mentiroso —dijo Charlie—. Tu cama estaba vacía cuando llegué a casa anoche, después de ver a Zooey.

      —¿Y qué coño hacías tú en mi cuarto?

      Mi madre le dio otra calada a su cigarrillo y lo apagó en el cenicero. Tenía la boca fruncida y apretada, como si fuera un esfínter rosa brillante, y su silencio hablaba más alto que cualquier portazo. Lo único que se oía en la cocina eran los huevos que se estaban friendo y a la abuela, que silbaba la canción de El búnker.

      —No podía dormir, así que salí a dar un paseo. ¿Qué problema hay? —insistí.

      Charlie soltó un «y una mierda» por lo bajo, y yo le contesté con una peineta.

      —No estarás… caminando sonámbulo… otra vez, ¿verdad?

      —Estaba caminando, mamá, pero despierto.

      Charlie me tiró un trozo de tostada que me dio justo debajo del ojo:

      —¡Dos puntos!

      —¿Has intentado dejarme tuerto con una tostada? ¿Pero a ti qué coño te pasa?

      Cogí el trozo de tostada del suelo para tirarlo, pero Charlie me tendió la mano y dijo:

      —No lo malgastes, hermanito.

      Mi madre se encendió otro cigarrillo y dijo:

      —Nadie me culparía si os asfixiara a los dos mientras dormís.

      Creo que mi madre fue guapa alguna vez, pero los años devoraron su juventud, su belleza y su entusiasmo por cualquier cosa que no tenga como mínimo un 12% de alcohol.

      La abuela me dio una bolsa de papel manchada de grasa:

      —No te olvides la comida, Charlie.

      Eché un vistazo dentro de la bolsa; la abuela había metido dos huevos fritos, tres tiras de beicon y unas tortitas de patata en el fondo.

      —Soy Henry, abuela.

      En cuanto se dio la vuelta, tiré la bolsa de la comida a la basura.

      —¿Quieres que te acerque al instituto, Henry? —preguntó mi madre.

      Ojeé el reloj del microondas. Si me daba prisa, tendría tiempo de darme una ducha y de ir andando al instituto.

      —Es tentador. Leí que empezar el día haciendo algo absolutamente aterrador es bueno para la salud, pero creo que voy a decir que no.

      —Listillo.

      —¿Podrías llevarme a mí a lo de Zooey? —Charlie rebañó lo que quedaba de mis huevos con la tostada-proyectil y se la metió en su enorme boca.

      —¿No tienes clase esta mañana? —pregunté, aunque sabía perfectamente que Charlie había abandonado el centro de enseñanza superior, pero aún no se lo había dicho a nuestra madre.

      —Puedo acercarte a clase de camino al trabajo —dijo ella.

      —Guay. Gracias. —Charlie fingió una sonrisa con los dientes apretados, aunque sabía que estaba imaginando cien maneras de causarme un dolor horrendo, la mayoría de las cuales seguramente tendrían sus puños y mi cara como protagonistas.