Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas


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de color negro obsidiana.

      Noté un hormigueo en los brazos y las piernas, y así fue como me di cuenta de que podía moverme de nuevo. Me sacudí para deshacerme de aquella sensación desagradable, pero no podía librarme de la impotencia que campaba a sus anchas dentro de mí; me recordaba que los alienígenas podían desollarme vivo, diseccionar mis músculos para ver cómo funcionaban, y que yo no podía hacer absolutamente nada para detenerlos. Como seres humanos, nacemos creyendo que somos la cumbre de la creación, que somos invencibles, que no existe ningún problema que no podamos resolver. Pero, inevitablemente, morimos con todas nuestras creencias hechas pedazos.

      Tenía la garganta seca. Incluso a las ratas enjauladas les dan agua y comida.

      —Si estáis poniendo a prueba mi paciencia, debo advertiros que una vez me pasé tres semanas con mi familia en una caravana infestada de cucarachas. El viaje fue infernal. Veintiún días de mi padre perdiéndose, de mi madre saltando por todo y de mi hermano encontrando cualquier excusa para darme puñetazos, y todo ello acompañado de la maravillosa melodía que provenía del tabique nasal desviado de mi abuela.

      Nada. Ninguna reacción. El limaco que tenía al lado agitó sus tallos oculares y sus canicas vidriosas lo observaron todo a 360 grados. Eran como esas cámaras de seguridad que se esconden bajo una cúpula oscura; era imposible saber qué estaban mirando exactamente.

      —De verdad, fue el peor viaje de mi vida. Cada noche teníamos que quedarnos quietos y fingir que no oíamos a Charlie sacudírsela en la cama de arriba. Estoy bastante seguro de que batió el récord mundial de veces que un chico se ha masturbado mientras comparte espacio con sus padres, su hermano y su abuela.

      Un haz de luz pasó sobre mi hombro y proyectó en el aire una imagen tridimensional de la Tierra a poca distancia de mí. Me volví para ver el origen, pero el limaco generó un apéndice y me dio una colleja.

      —Espero que eso fuera un brazo —dije restregándome la roncha que me había dejado.

      La imagen del planeta estaba meticulosamente detallada. Unas nubes esponjosas surcaban la superficie mientras la imagen rotaba lentamente. Grupos apretados de luces desafiantes relucían en todas las ciudades, tan brillantes como cualquier estrella. Al cabo de unos instantes, un pilar liso de más o menos un metro emergió del suelo al lado de la imagen de la Tierra. Sobre él había un botón rojo.

      —¿Quieres que lo pulse?

      Nunca tuve la impresión de que los alienígenas entendieran lo que yo decía o hacía, pero supuse que no me habrían puesto ahí un botonazo brillante si no quisieran que lo pulsara.

      En cuanto me puse en pie, una corriente eléctrica viajó desde mis pies hasta todo el cuerpo. Me desplomé en el suelo con espasmos. Un chillido ahogado se me escapó de la garganta. El limaco no se ofreció a ayudarme, a pesar de que podía generar brazos a voluntad, y esperé a que las convulsiones se pasaran antes de sentarme de nuevo en la silla.

      —Vale, no tocaré el botón.

      La proyección de la Tierra explotó y me bañó de destellos y luces. Alcé los brazos para protegerme la cara, pero no sentí ningún dolor. Cuando abrí los ojos, la imagen volvía a estar entera.

      —Vamos, que de verdad no queréis que pulse el botón.

      Bajo la atenta mirada de mi amo alienígena, vi cómo el planeta explotaba siete veces más, pero me negué a moverme del asiento. A la octava explosión, los limacos me electrocutaron otra vez. Perdí el control de la vejiga y me caí en un charco de mi propia orina. Tenía la mandíbula dolorida de tanto apretarla, y no sabía cuánto más podría aguantar.

      —¿Sabes? Si simplemente me dijeras qué quieres que haga, podríamos saltarnos la parte del dolor insoportable de este experimento.

      Volvieron a restaurar la imagen del planeta, pero, cuando intenté sentarme, me dieron otro chispazo y explotó otra vez. La siguiente vez que la imagen estuvo completa, me arrastré hasta el botón y lo pulsé con fuerza. Se me recompensó con una intensa explosión de euforia que empezó por los pies, me subió por las piernas y se extendió hasta los dedos y las orejas. Era puro júbilo, como si hubiera eyaculado un coro de angelitos bebé por cada poro de mi cuerpo.

      —Eso no ha estado mal.

      Perdí la cuenta de las veces que pulsé el botón. A veces me electrocutaban, a veces me inundaban de éxtasis, pero nunca sabía qué esperar. Al menos, hasta que noté un patrón. Eran tan sencillo que me sentí superimbécil por no haberme dado cuenta antes. Que me electrocutaran hasta mearme probablemente no había mejorado mis habilidades de resolución de problemas.

      La electricidad y la euforia no eran castigos y recompensas, ni tampoco sucedían de forma aleatoria. Simplemente, eran una forma de hacerme ver que había una relación causal entre si pulsaba el botón y si el planeta explotaba. Los limacos estaban intentando comunicarse conmigo. Habría sido un momento mucho más emocionante de la historia de la humanidad si mi ropa interior no hubiera estado empapada.

      Decidí poner a prueba mi teoría.

      —¿Vais a destruir el planeta?

      ELECTRICIDAD.

      —¿Voy a destruirlo yo?

      ELECTRICIDAD.

      Al final me rendí y me quedé en el suelo.

      —¿Algo va a destruir la Tierra?

      EUFORIA.

      —¿Podéis evitarlo?

      ¡ALELUYA!

      Puse los ojos en blanco cuando un escalofrío de placer me recorrió el cuerpo.

      —¿Cómo lo evitamos?

      Miré al limaco en busca de una pista, pero no se había movido desde la colleja. Lo que sabía era lo siguiente: si pulsaba el botón, la Tierra no explotaba. Cuando no lo pulsaba, sí que explotaba. Pero no podía ser tan sencillo.

      —¿Pulsar el botón evitará la destrucción del planeta?

      JÚBILO ABSOLUTO.

      —¿Y entonces? ¿Todas esas veces que lo he pulsado han sido de práctica?

      ANGELITOS BEBÉ POR TODAS PARTES.

      —Muy bien. ¿Y cuándo sucederá este apocalipsis?

      Yo no sabía cómo los alienígenas iban a responder a una pregunta abierta, ya que nunca antes me habían contestado, pero eran seres capaces de viajar por el espacio; darme una fecha debería estar chupado para ellos. En pocos instantes, la proyección del planeta se transformó en un reality que se llama El búnker y la voz sobreactuada del presentador me llegó de todas las direcciones a la vez:

      —Este grupo de quince desconocidos lleva seis meses encerrado en un búnker. Ahora que solo quedan ciento cuarenta y cuatro días, no querrás perderte ni un solo minuto. Sé testigo de cómo compiten por la comida, el agua, el papel higiénico y por los corazones de unos y otros.

      —Vaya mierda de canales os llegan aquí arriba, chavales. —La imagen del programa se desvaneció y la Tierra volvió a aparecer—. ¿Así que quedan ciento cuarenta y cuatro días? —Hacer el cálculo mental me llevó más tiempo de lo que pienso admitir—. ¿Eso significa que el mundo se acabará el 29 de enero de 2016?

      EUFORIA MÁXIMA.

      Nunca me canso de tener razón.

      Cuando se me aclaró la cabeza, llegué a la conclusión de que los limacos me estaban tomando el pelo. Era la única explicación lógica. Me negaba a creer que tuvieran el poder para evitar el fin del mundo, pero que hubieran elegido que la decisión la tomara un don nadie de dieciséis años.

      Pero si no era una broma, si la decisión era mía, tenía el destino del mundo en la palma de mi sudorosa mano. A los alienígenas seguramente les daba igual una cosa que otra.

      —Solo