Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas


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en las piernas, partirnos la nariz… Esas cosas sí que iban con nosotros.

      —Cena familiar, hermanito.

      Mi madre sacudió la cabeza. Tenía los hombros caídos y la espalda encorvada; daba la impresión de que tenía una joroba.

      —Charlie, no creo que hoy sea…

      —Estamos embarazados.

      Zooey y Charlie se colocaron muy juntos, se dieron la mano y compartieron una sonrisa boba. Ella se acarició el vientre, todavía plano, y dijo:

      —De diez semanas. Al principio no estaba segura, aunque había hecho muchos tests en casa, así que al final fue a la gine y me lo confirmó... ¡Estamos embarazados!

      —Yo ya le dije a mamá que te castrara —comenté, y Charlie me dio un guantazo en toda la oreja.

      —Ten más respeto, niño.

      —¿Niño?

      Mi hermano es un niño. Sí, puede beber alcohol, fumar y matar en tiempos de guerra, pero sigue siendo un niño estúpido. Mea con la tapa del váter bajada y no sabe usar la lavadora. Hace solo dos meses, se metió un M&M por la nariz tan al fondo que tuvimos que llevarlo a urgencias para que se lo sacaran. Charlie es incapaz de tener un bebé porque él mismo es un bebé.

      Pero allí estaban Charlie y Zooey, en medio de la cocina, sonriendo y sonriendo, esperando a que alguien les felicitara o les dijera que estaban echando a perder sus vidas. Cuanto más esperaban, más forzadas eran sus sonrisas, cuyos bordes empezaban a ceder. Quizás se habrían quedado esperando para siempre si la abuela no hubiera roto el silencio.

      —Jovencito, ¿saben tus padres que vas a tener un bebé con una chica de color?

      —¡Abuela! —exclamé muerto de vergüenza, pero riéndome como te reirías si un niño pequeño grita «¡cojones!» en medio de un centro comercial abarrotado.

      Charlie y Zooey se aferraron al racismo anacrónico de la abuela y forzaron unas risitas que acabaron convirtiéndose en un torrente de carcajadas. Estábamos tan avergonzados de lo que había dicho la abuela y tan incómodos con nuestra respuesta que no nos dimos cuenta de que mi madre estaba llorando hasta que dijo:

      —Oh, Charlie…

      La pasta carbonara olía deliciosamente, pero no esperaba poder probarla siquiera por los gritos, la bronca y los estallidos de histeria ocasionales de Charlie. Una vez que se le pasó la impresión, mi madre se centró en enumerar las diversas formas en las que Zooey y Charlie estaban destrozando sus vidas, y la única defensa de Charlie consistía en gritar lo bastante fuerte como para no oírla.

      Podría haber puesto fin a la discusión informándoles de que no iba a pulsar el botón. Si el mundo necesitaba a alguien tan patético como yo para salvarlo, todos estaríamos mejor muertos. La abuela no iría a una residencia, y Charlie y Zooey no estarían subordinados a un pequeño parásito que ninguno de los dos estaba listo para cuidar. Les estaría haciendo un favor. Lo único es que todavía no estaba seguro de lo que haría.

      Encontré una bolsa de patatas fritas rancias debajo de mi cama y picoteé los trozos que quedaban. Estaba demasiado alterado como para dormir, pero no lo bastante aburrido, así que me pasé una hora en internet. Así fue como acabé en la página de HacedmeCasito de Marcus. Estaba llena de comentarios sobre la fiesta, y parecía que no iban a asistir solo unos pocos amigos; por lo que leí, supuse que había invitado al instituto entero. Bueno, a casi todo el instituto.

      Seguramente, Marcus no había esperado ni una hora en organizar la fiesta después de que lo rechazara.

      A la mierda.

      Apagué el ordenador y me recosté a lo ancho sobre la cama, de modo que la cabeza me colgaba por el borde y la sangre se me acumulaba en el cerebro. La presión aumentaba y conté el bum-bum-bum cada vez más rápido de mis latidos. Me pregunté cuánto tiempo tendría que estar así antes de desmayarme. Cuánto tiempo tendría que pasar hasta que me muriera. Me pregunté en qué había pensado Jesse después de dejarse caer del escritorio y quedarse colgando al final de la cuerda. Charlie tiene un colega en el cuerpo de bomberos, y dijo que los nudos que había hecho Jesse eran los mejores que había visto. Un nudo corredizo perfecto en una punta y un ballestrinque de libro en la otra. Después de dar el paso, Jesse no podría haber cambiado de opinión aunque hubiera querido.

      Me pregunto si pensó en mí en sus últimos segundos. O en su madre y su padre, o en su perro, Capitán Jack, que tuvieron que sacrificar pocos meses antes. Quizás pensamientos al azar invadieron su cerebro, como pasa a menudo antes de quedarte dormido. Pensamientos sobre cómo no volvería a probar el chocolate o sobre los deberes que no había acabado. Dudo que pensara en mí en absoluto.

      Si muero antes de decidir si pulsar el botón, ¿los limacos abducirán a otra persona y la obligarán a elegir? ¿O dejarán que el mundo se acabe? Debería preguntárselo.

      No… A la mierda.

      Estoy siendo gilipollas. Si Marcus no quiere que lo vean conmigo, ¿por qué me besa? Recuerdo la primera vez que pasó. Me había quedado después de la clase de la señora Faraci para preguntarle algo sobre un trabajo. Después, fui al baño y me choqué con Marcus, que salía. Pensaba que me iba a reventar la cara, pero me besó. Fue la primera vez que sentí algo desde la muerte de Jesse. Incluso entonces, sabía que Marcus nunca iba a ser mi novio ni me iba a escribir cartas de amor ñoñas. Nunca tendré con él lo que tuve con Jesse (dudo que vuelva a tenerlo con nadie), pero quiero ser algo más que el consolador de Marcus. Para él, soy unas gafas de sol baratas que te compras de vacaciones porque sabes que te dará igual si las rompes o las pierdes.

      A la mierda.

      Nada importa. Si no pulso el botón, el mundo acabará dentro de ciento cuarenta días. La fiesta de Marcus, el bebé de Charlie, el trabajo de mi madre, la memoria de la abuela. Nada de eso importa. Los limacos no me habían dado una opción: me habían dado la libertad.

      ¿Y qué si Marcus no me había invitado? Tampoco me había no invitado. Daba igual lo que pasara: siempre podía dejar que el mundo acabara y que el universo olvidara. Se olvidaría de la fiesta y de Calypso y de la Tierra. Se olvidaría de Charlie y de Zooey y de Marcus y de mi madre y de la abuela. Ya se había olvidado de Jesse y, si le dejaba, también se olvidaría de mí.

      Podía escribir mi nombre en el cielo, y sería como escribir con tinta invisible.

      Me duché y me vestí; me decidí por unos vaqueros y una camisa a cuadros de manga corta que Jesse me prestó una vez y que nunca llegué a devolverle. A él le quedaba mejor, pero eso se podía aplicar a todo. Mi pelo no tenía remedio, así que hice lo que pude para que pareciera despeinado a propósito.

      El estómago se me retorcía con una mezcla de incertidumbre, apatía y coraje. Dudaba que a Marcus le hiciera ilusión que apareciera por su fiesta, y no estaba seguro de si iba porque no me importaba o porque esperaba probar que a Marcus sí.

      Mi madre, Charlie y Zooey seguían en la cocina; al menos parecía que habían acordado un alto el fuego temporal, seguramente gracias a Zooey, que es más racional que mi madre y mi hermano. La abuela estaba leyendo un libro en el sofá y viendo El búnker. La saludé al salir, pero no se dio cuenta.

      Audrey Dorn me estaba esperando en el BMW azul cobalto que le regalaron sus padres cuando cumplió dieciséis años. Me sonrió cuando subí al coche y se inclinó hacia mí como si fuera a darme un abrazo, pero dudó y se echó para atrás cuando vio la cara que yo tenía.

      —Gracias por llevarme.

      —Me sorprendió que me llamaras. —Incluso con la camisa de Jesse, sentía que mi vestimenta no estaba a la altura de la de Audrey. Ella también llevaba vaqueros, pero los suyos seguramente costaban más de lo que mi madre ganaba en un mes, y su top plateado resplandecía como el sol sobre un océano en calma—. Antes odiabas las fiestas.

      —Y las sigo odiando.

      —¿Te ha invitado Marcus?

      —No.