Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas


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el dedo por los números. Sabía que era tarde, pero no cuánto. Habían sido las once o las doce cuando estuve sentado al lado de la piscina (los chupitos habían afectado a mi percepción del paso del tiempo), pero los limacos podrían haberme retenido durante una hora o cinco. Despertar a mi madre estaba absolutamente descartado y a Charlie no lo despertaría ni el fin del mundo, así que sabía que no respondería al teléfono. No sabía el número de mi padre; no sabía siquiera si todavía vivía en Florida, y Audrey era la última persona del mundo a la que quería ver. Solo había otro número que me sabía.

      La primera humillación fue tener que hacer la llamada a cobro revertido. Los teléfonos públicos deberían ser gratuitos. Si estás lo bastante desesperado como para necesitar uno, es probable que sea una emergencia y que no tengas monedas. Digamos que no hacen bóxeres con bolsillos. Yo ni siquiera sabía que se podían hacer llamadas a cobro revertido hasta que Jesse me lo explicó una mañana después de que los limacos me dejaran cerca de su casa. La información me pareció tan útil como el latín hasta la primera vez que necesité usarla.

      Pulsé el cero y seguí las instrucciones: primero marqué el número de Marcus, luego dije mi nombre y, al final, esperé.

      La segunda humillación fue oír a Marcus preguntar tres veces quién era y luego esperar, como si de verdad estuviera considerando si aceptar o no el cobro de la llamada, hasta que balbució un cansado «sí». Su voz sonaba soñolienta y malhumorada:

      —¿Henry?

      —¿Estabas durmiendo?

      —Obviamente. Son como las tres de la mañana.

      Forcé una risa:

      —Pensaba que estarías bebiendo hasta el amanecer.

      Marcus se quedó en silencio un segundo.

      —¿Bebiendo? ¿Qué coño dices, Henry? Mañana tengo clase. Y tú también.

      ¿Clase? ¿En serio? O sea, que los limacos me habían tenido en su nave por lo menos dos días enteros. Qué rabia me da cuando hacen eso.

      La tercera humillación fue oír a Marcus hablarme con ese tono condescendiente, sabiendo que no podía enviarlo a tomar por culo porque necesitaba que viniera a buscarme, y tener que fingir que era domingo cuando mi cerebro me decía que aún era viernes.

      —No te habría llamado si no fuera importante.

      —¿No podías haber llamado a otra persona?

      —No.

      El silencio que llegaba desde el lado de la línea de Marcus me hizo pensar que me había colgado, pero tosió y ese ruido flemático fue un alivio.

      —A ver, ¿cuál es la emergencia?

      —Estoy en el colegio Ben Franklin y necesito que vengas a buscarme.

      —Qué gracioso.

      —No es coña.

      —Tío, eso está por donde Beeline. ¿Qué haces tan lejos?

      La cuarta humillación era que Marcus ya sabía la respuesta, pero quería oírme decirlo.

      —¿Puedes venir a recogerme o no?

      Parte de mí quería que se negara. Que me colgara el teléfono, se echara a dormir y se despertara a la mañana siguiente creyendo que la llamada había sido un sueño loco causado por comida china. Pero dijo:

      —Dame unos minutos para vestirme.

      Ya nadie memoriza números de teléfono. Llaman a «Mamá» o a «Papá» o a «Caraculo». Los contactos de sus móviles están totalmente divorciados de los números que hacen posible las llamadas.

      Intenté llevarme un par de veces el móvil a la nave: dormía con el teléfono agarrado en las manos, me lo guardaba en la ropa interior… Incluso una vez me lo pegué al muslo con cinta adhesiva. Los limacos se deshicieron del móvil, pero dejaron la cinta adhesiva, y no me avergüenza admitir que grité cuando me la arranqué al día siguiente. Pensaba que, si lograba llevarme el móvil a bordo, quizás podría tomar algunas fotos granulosas, grabar algo en vídeo u obtener las coordenadas para demostrar que no mentía. Además, podría llamar y pedir ayuda si los limacos me dejaban lejos de casa.

      Al final me rendí y memoricé los números de las personas a las que sabía que merecía la pena llamar. La lista era corta.

      Marcus entró en el aparcamiento con un Tesla negro brillante. Su lamentable gusto musical me llegó antes que él: el coche vibraba con el volumen y Marcus cantaba en voz alta.

      Cuando aparcó en una zona de carga y descarga, vi mi reflejo en las ventanas tintadas del coche antes de que Marcus abriera la puerta. Tenía el pelo enredado y tieso del agua seca, manchas de barro en el pecho y llevaba los bóxeres de ballenas besándose que Jesse me había regalado por nuestro primer San Valentín. Estoy bastante seguro de que las ballenas en realidad no se besan.

      —Qué bien te veo, Chico Cósmico.

      Marcus, obviamente, lucía un aspecto impecable. Su tupé tenía la cantidad perfecta de ondulaciones, y vestía unos pantalones cortos caqui y una camiseta con cuello de pico. No parecía en absoluto alguien que acabara de salir de la cama.

      —¿Puedes dejar de llamarme así?

      Empecé a subirme al coche cuando Marcus gritó:

      —¡Eh, eh! ¡Espera!

      Se giró hacia el asiento trasero y cogió una toalla para que me sentara en ella y una de sus camisetas de atletismo para que me la pusiera. Estaba algo tiesa y apestaba a sudor salado, pero a pesar de eso olía mejor que yo.

      —Gracias.

      Apenas habíamos salido del aparcamiento cuando Marcus empezó con el interrogatorio:

      —¿Esto tiene algo que ver con tu rollo de Chico Cósmico?

      Apoyé la cabeza contra la ventana y vi cómo el colegio Ben Franklin desaparecía mientras intentaba ignorar a Marcus. Para él, la fiesta fue hace dos días (historia antigua), pero las cosas que había dicho, la manera en la que me había tratado, aún eran heridas abiertas para mí. Que estuviera desesperado y necesitara que me llevara en coche no significaba que estuviera dispuesto a perdonarlo.

      Marcus me dio un golpe en el brazo:

      —¿Los aliens te han hecho una lobotomía o algo?

      —No quiero hablar de ello.

      —Pero te han abducido, ¿a que sí? —Marcus soltó una risotada aguda que me hizo fantasear con darle tal puñetazo en las pelotas que el trauma viajaría atrás en el tiempo, dejaría estériles a sus antepasados y así borraría a Marcus McCoy de la historia—. ¿Qué te han hecho? ¿Te han metido una sonda rectal? Es eso, ¿verdad?

      —Claro —murmuré—. ¿Por qué quieres saberlo?

      —Tengo curiosidad.

      —Y una mierda. Tú solo quieres detalles escabrosos para poder contarles a los gilipollas de tus amigos que los alienígenas le han dado por culo al Chico Cósmico.

      Marcus abrió mucho los ojos:

      —¿Te han dado de verdad?

      —¡No!

      Aunque íbamos en el único coche que había en la carretera, pillamos todos los semáforos en rojo. Cuando Marcus se paró, pasó la mano por encima de la consola central y la dejó sobre mi muslo, acercándola poco a poco a mi entrepierna como si creyera que no me daría cuenta:

      —Estaba soñando contigo cuando me has llamado.

      —Qué curioso, yo también estaba soñando contigo.

      —Ah, ¿sí?

      —Era genial. Yo iba a tu fiesta y tú no me humillabas públicamente. Claro, por eso supe que era un sueño. —Le aparté la mano de mi pierna.

      —No