Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas


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      —¿Qué?

      —Alguien ha soltado el rumor de que haces mamadas detrás del gimnasio por cinco centavos.

      —Qué tontería —dije, mirando las monedas que había en el suelo.

      —A ellos les parece graciosísimo.

      —Si yo soy una puta barata y ellos me echan monedas, ¿no implica que…?

      Audrey agitó las manos, exasperada:

      —Pasa de ellos.

      —Ya.

      Audrey resopló, como si se muriera de ganas de darme más consejos que no le había pedido, pero al final soltó un «da igual», cogió sus libros y se fue.

      Audrey no había intentado hablar conmigo desde la fiesta, y yo le agradecía ese silencio. Lo último que quería es que Audrey me dijera lo mucho que lo sentía o que hiciera algún intento lamentable de reparar nuestra amistad. Me parece bien que el mundo se acabe con nuestra amistad tan muerta como Jesse.

      —Henry, ¿puedo hablar contigo un momento? —La señora Faraci estaba sentada en su escritorio y me pilló cuando intentaba escabullirme.

      —Pues justo iba a comer y…

      Ella cogió una hoja de respuestas y la puso al borde de su escritorio. Incluso desde lejos, se veían un montón de líneas rojas.

      —Has suspendido el examen, Henry. No es propio de ti.

      Me arrastré para ver la nota. No había suspendido el examen: había hecho el ridículo. Ese examen lo hicimos el lunes que siguió a la fiesta de Marcus y, cuando entregué las respuestas, ya sabía que bien no me había ido.

      —Es solo un examen.

      —Si alguien te está molestando, puedo hablar con esa persona.

      —Por favor, no.

      La señora Faraci se tragó lo que fuera que pensaba decirme:

      —Sé que el instituto puede ser duro.

      —¿Ahora viene lo de que todo mejora y que, si soy fuerte y aguanto estos dos años, mi vida será genial? —Me recoloqué la mochila sobre el hombro—. ¿Puedo irme?

      —Me gustaría darte la oportunidad de compensar esta nota.

      —Paso.

      —Un trabajo de ciencias del tema que quieras.

      —No tengo tiempo.

      —A lo mejor podrías pedirle a Audrey Dorn que te ayude. Os he visto hablando y ella tiene una de las medias más altas de la clase.

      —No, seguro, pero gracias igualmente.

      —Escucha, se te dan muy bien las ciencias y no me gustaría verte suspender. Piénsalo, ¿vale? —La voz de la señora Faraci era sincera, y yo no quería que lo fuese. Quería que fuera como el resto de profesores: aburrida, hastiada y contando los segundos hasta su jubilación.

      —Vale. Lo haré.

      Me marché antes de que pudiera retenerme más tiempo. Aunque no tenía ningún sitio adonde ir, no quería pasarme la hora de la comida con una profesora.

      Mi taquilla estaba en el edificio de arte, que era céntrico y silencioso. Cuando llegué, puse la combinación y cogí mi comida. Oí que se abría la puerta al final del pasillo; me volví y vi entrar a Diego Vega. Esperaba que no me hubiera visto.

      —¡Henry Denton!

      Mierda. El tío me saludaba como si fuéramos los mejores amigos del mundo. Hacía un calor del copón fuera, pero él llevaba un jersey verde sobre una camisa informal con corbata. Parecía que se hubiera perdido de camino a un partido de polo, si no fuera porque llevaba la corbata torcida y el cuello de la camisa subido. Seguramente ese estilo era tan forzado como todo él.

      Diego se acercó hasta mí mientras yo cerraba de golpe mi taquilla y dijo:

      —Me has estado evitando.

      —Culpable.

      —Si es por lo que dije en la fiesta…

      —Da igual. Estoy acostumbrado. —Quería marcharme por la salida oeste, pero la norte estaba más cerca, así que me fui para allá.

      —La cafetería está al otro lado.

      Yo seguí caminando.

      —No como en la cafetería.

      Diego trotó hasta llegar junto a mí; no se iba a dar por vencido.

      —Por favor, dime que no comes sentado encima del váter. Eso sería demasiado trágico.

      —Hay bancos cerca de la biblioteca.

      Diego arrugó la nariz:

      —Peor me lo pones. —Intentó agarrarme del brazo, pero me aparté—. Anda, ven, no tengo a nadie que se siente conmigo. Me estarías haciendo un favor.

      —Créeme, no te estaría haciendo ningún favor.

      Los dos habíamos dejado de caminar y, por algún motivo, mis pies parecían no querer moverse. La sinceridad de Diego, la misma con la que me había engañado en la fiesta, estaba totalmente activada de nuevo. El caso es que quería creerle. Por un momento, pensé que quizás no sabía lo que estaba haciendo cuando me llamó Chico Cósmico. Tal vez él era exactamente lo que parecía.

      —No importa. Mi reputación no es mucho mejor —dijo.

      —Lo dudo.

      —Te lo digo en serio. Cualquier día de estos, me pondrán un mote a mí también.

      Me encogí de hombros; era más fácil seguirle el rollo que continuar discutiéndole:

      —Vale, pero si vuelves a llamarme Chico Cósmico, olvídame.

      Diego pasó un brazo sobre mis hombros y dijo:

      —Trato hecho.

       stars

      No había comido en la cafetería desde mediados del curso pasado. Jesse, Audrey y yo siempre nos sentábamos juntos. Éramos una unidad. Después de lo de Jesse, dejé de comer allí.

      La cafetería no había cambiado mucho. Era bulliciosa y me hacía sentir pequeño. La mayoría de alumnos se sentaban en los mismos grupos, con la misma gente que con la que llevaban toda la vida en el instituto. Nosotros no nos definimos únicamente por quiénes somos, sino por quiénes son nuestros amigos. Tiene gracia que le demos tanta trascendencia a algo que no importará una mierda cuando nos graduemos.

      —¿Tienes hambre? —preguntó Diego—. Yo mucha. Mi hermana casi no para por casa y no cocina, así que sobrevivo a base de pizza y palomitas. —Se puso a la cola, agarró una bandeja y cogió una bolsa de patatas, macarrones con queso, un pudin y algo que el tío que servía aseguraba que era empanada de pollo—. La comida aquí es mucho mejor que la que servían en mi otro instituto. Nos alegrábamos si lo único que pillábamos era Escherichia coli.

      Hice una mueca mirando la comida de Diego:

      —No estoy seguro de que eso se considere comida.

      Diego fue hacia la caja y sacó dinero del bolsillo:

      —A veces, uno tiene que ajustar sus expectativas para sobrevivir.

      —¿Tan horrible era tu otro instituto?

      —Era prácticamente una cárcel.

      Diego agarró su bandeja y vadeó el mar de mesas y sillas. Yo lo seguí hasta una mesa con asientos libres y lo observé devorar su comida mientras