Shaun David Hutchinson

Somos las hormigas


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calor como para ir andando. Audrey metió primera y nos fuimos. Al menos no me había interrogado sobre por qué iba.

      —¿Estás listo para el examen de química? —preguntó.

      Nunca había ido en coche con ella conduciendo y fue una experiencia extraña. Tenía ambas manos en el volante, comprobaba religiosamente los retrovisores y siempre usaba los intermitentes. Incluso tenía el volumen de la música tan bajo que casi ni se oía.

      —No.

      —Me dijeron que es fácil sacar buenas notas con Faraci.

      —No te creas. A lo mejor se empana, mezcla fosfuro de sodio con agua y nos mata a todos con gas fosfina.

      Audrey soltó una risita, pero sonó forzada, casi como un hipo.

      —Te he echado de menos, Henry.

      No supe qué responder. Audrey me estaba haciendo un favor llevándome a la fiesta de Marcus, pero solo la había llamado por desesperación. A veces me preguntaba si estaba siendo demasiado duro con ella. Ambos habíamos perdido a Jesse, y casi siempre pensaba que ambos teníamos la culpa de su suicidio. Pero era más fácil seguir enfadado con ella, y tampoco es que no se lo mereciera. Me saqué un billete de diez dólares del bolsillo y lo dejé en el portavasos.

      —Por la gasolina.

      Pasamos en silencio el resto del trayecto.

      Marcus vive en una mansión. No en una de esas mansiones falsas, construidas en masa con materiales baratos, en las que parece que todo el mundo vive hoy en día. Él vive en una mansión de verdad con dos garajes, doce dormitorios, un comedor formal y una cocina del tamaño de una cancha de tenis, lo cual me parece absurdo, porque hasta donde yo sé, ni el señor ni la señora McCoy cocinan nunca.

      Audrey atravesó la reja de seguridad y aparcó a un lado de la carreterita de entrada. Hileras desordenadas de coches caros relucían bajo las luces decorativas que colgaban de las palmeras que presidían el jardín.

      Yo era un fraude: no pertenecía a ese lugar. Nadie me había invitado, y nadie me echaría de menos si huía.

      —Si te estás arrepintiendo, podemos ir a comer algo al Sweeney’s. —Audrey estaba dentro de mi cabeza y deseaba poder echarla—. Hace un montón que no voy.

      —Ni yo.

      De hecho, no había estado en Sweeney’s desde la última vez que fuimos juntos Audrey, Jesse y yo. Compartimos una torre de aritos de cebolla y celebramos que a Jesse le habían dado el papel de Seymour en la obra de La tienda de los horrores que se representaría en el instituto. Jesse siempre estaba cantando. Estaba cantando la noche que me di cuenta de que lo quería. No me sorprendería si hubiera estado cantando cuando murió.

      —¿Henry?

      Aparté a Jesse de mis pensamientos:

      —Si supieras que el mundo se va a acabar y solo tú pudieras evitarlo, ¿lo harías?

      —Claro.

      —¿Por qué?

      —¿Qué quieres decir?

      Una camioneta negra y brillante aparcó al lado del coche de Audrey y de ella bajaron cuatro chicas de nuestra clase, charlando y sonriendo, seguramente compartiendo la quimera de que aquella iba a ser la mejor noche de sus vidas.

      —Dame un motivo por el que creas que la humanidad merece vivir —dije.

      Reconocí la cara que me estaba poniendo. Era la de «pobrecito Henry», que me daba ganas de arrancarle los ojos con un cuchillo de plástico.

      —Si esto es por lo de Jesse…

      —Olvídalo.

      —¿Qué?

      —¿De verdad crees que algo de esto es importante? ¿Que, dentro de cien años, uno de tus tatara-lo-que-sea escribirá sobre cómo fuiste a una fiesta, te emborrachaste e intentaste evitar que todos los tíos con manos te sobaran? Nada de esto importa, Audrey. Estamos todos jodidos.

      Abrí la puerta del coche, pero no salí. El labio inferior de Audrey temblaba y las lágrimas se acumulaban en sus ojos. Era un truco sucio y ella lo sabía:

      —Yo también echo de menos a Jesse, pero te mereces algo mejor que Marcus McCoy. Por favor, dime que lo entiendes.

      —Si de verdad me merezco algo mejor, a lo mejor Jesse no tendría que haberse suicidado.

      Yo ya me estaba dirigiendo hacia la casa antes de que Audrey pudiera apagar el motor y seguirme. Llamarla había sido un error, y juré volver a casa andando antes que pedirle que me llevara otra vez.

      Las altísimas puertas principales de la casa de Marcus estaban abiertas de par en par, como dando la bienvenida. Parejas y grupos entraban y salían, ya con el puntillo y las mejillas sonrojadas, tropezándose o colocados o simplemente riéndose de algún chiste que yo nunca oiría. Al entrar, me preocupaba que sintieran vergüenza ajena al verme y se preguntaran quién había dejado entrar al Chico Cósmico, pero nadie reparó en mí. Me agencié un vaso de cerveza de la cocina y me di una vuelta por la casa. Me conocía las habitaciones, y las habitaciones me conocían. Marcus y yo nos habíamos enrollado en ese sofá de cuero, se la había comido debajo de ese piano de un cuarto de cola, él me había perseguido por la biblioteca y me había pillado en las escaleras. Habíamos follado en esa encimera y en ese suelo y en esa bañera. Después de todo lo que habíamos hecho, sigo siendo su sucio secreto.

      Marcus se folla a Henry. En la gramática de nuestra relación, yo soy el objeto.

      Me bebí la cerveza a grandes tragos y me serví otra.

      —¿Henry Denton?

      Diego Vega estaba apoyado contra una pared y con una botella de agua en la mano. Dijo algo a las chicas que tenía a su alrededor y se acercó hasta el barril de cerveza donde yo estaba. Llevaba unos vaqueros desteñidos y una sudadera fina naranja que le hacían parecer una bombilla fundida en una guirnalda de luces navideñas. Cuando llegó a mi lado, me estrechó en un abrazo varonil de colega, con un solo brazo.

      —Solo llevas una semana en el instituto y ya estás en la fiesta más guay de Calypso. Estoy impresionado.

      Diego rebosaba energía, como si los confines físicos de su cuerpo no pudieran contenerlo:

      —Nunca había estado en una casa tan grande.

      Di un sorbo a mi cerveza e intenté pensar en algo ingenioso que decir. No esperaba ver a Diego, pero me alegraba de que estuviera allí.

      —Tienen dos piscinas.

      —¿Qué? —Diego se puso la mano en la oreja. En la habitación de al lado, alguien tenía puesto power pop mierdoso a todo volumen y ahogaba nuestras voces.

      —¡Ven!

      Tiré de Diego para salir de la cocina e ir a la sala de estar. Esperaba que estuviera vacía, pero había un grupo jugando al billar. Eran chicos contra chicas y las chicas estaban arrasando. Al menos la música no se oía tan fuerte y suspiré:

      —Aquí se está mejor.

      Diego observó la habitación. Tres de las paredes tenían estantes llenos de libros, y un televisor dominaba la cuarta.

      —Este tío tiene pasta, ¿verdad?

      —¿Marcus? —Me encogí de hombros—. Los McCoy son superricos. Su padre es banquero de inversiones o algo así.

      —¿Quién?

      —Marcus McCoy. ¿El tío que vive aquí?

      Diego me dio un golpe en el pecho:

      —¡Conque así se llama! Va a mi clase de Económicas. Me estaba volviendo loco. —Tenía unos hoyuelos como arenas movedizas y sus ojos de color marrón me recordaban a la piel de los limacos—. Da igual, esperaba encontrarme contigo.

      —Estás de coña.

      —No,