John Carl Flügel

Psicología del vestido


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del vestido, y sostiene que sus funciones de preservación de la temperatura corporal y del pudor, aunque posteriormente hayan adquirido una enorme importancia, sólo fueron descubiertas después de que el uso de la ropa se hiciera habitual por otras razones. No necesitamos entrar aquí en consideraciones más detalladas sobre esta discusión especulativa y algo árida. Es un problema que concierne al etnólogo más que al psicólogo, y existen otros asuntos más importantes que reclaman nuestra atención.

      Sin embargo, descontando la prioridad realmente manifiesta del motivo del adorno en el individuo o la especie, existen más razones a priori de naturaleza psicológica que hacen improbable que el pudor pueda ser el motivo primario para vestirse. El pudor, por su propia naturaleza, parece ser algo secundario; se trata de una reacción contra una tendencia más primitiva a la autoexhibición y, en consecuencia, parece implicar su existencia previa, sin la cual pierde su razón de ser. Además, las manifestaciones del pudor son de una naturaleza cambiante. No sólo varían enormemente de un lugar a otro, de una edad a otra, de un sector de la sociedad a otro, sino que, aun dentro de un círculo de personas íntimas, lo que se considera absolutamente permisible en una ocasión puede juzgarse como verdaderamente indecente pocas horas más tarde. En realidad, las manifestaciones prácticas del pudor parecen ser enteramente una cuestión de hábito y convención. En sí mismo esto no demuestra que el impulso del pudor en general no sea innato; por el contrario, casi con seguridad lo es. No obstante, el estímulo del pudor en conexión con cualquier parte del cuerpo o con el cuerpo desnudo en su conjunto sólo puede ser una cuestión de una visión tradicional y no una tendencia primitiva fundamental comparable a la autoexhibición que, aunque maleable también en sus manifestaciones, parece determinada mucho más rígidamente en sus principales formas. Sea como fuere, ha sido muy difícil para muchos autores suponer que el hábito general de usar ropa pueda deberse a una tendencia tan variable y tan fácilmente remplazable como el pudor donde sea que se manifieste. Sin embargo, como ya hemos dicho, por fortuna no es necesario entrar en una consideración minuciosa del problema de la prioridad. Se acepta que cada uno de los tres motivos —adorno, pudor y protección— es suficientemente importante a su modo, y que así se deja planteado el asunto, guardando la piadosa esperanza de que la observación más exacta de pueblos primitivos y de niños pequeños, en condiciones favorables, pronto permitirá evaluar con mayor precisión el significado genético de cada motivo.

      La circunstancia de que el vestido pueda cumplir eficazmente esta doble y en el fondo contradictoria función se relaciona con el hecho —al que ya hemos aludido— de que las tendencias de exhibición y de vergüenza se vinculan en su origen no con el cuerpo vestido sino con el cuerpo desnudo. La vestimenta sirve para cubrir el cuerpo y gratificar así el impulso de pudor. Pero al mismo tiempo puede realzar su belleza, y ésta fue probablemente su función más primitiva. Cuando la tendencia exhibicionista pasa del cuerpo desnudo al cuerpo vestido, puede satisfacerse con una oposición mucho menor por parte de las tendencias al pudor que cuando éstas se enfrentan con el cuerpo en estado de naturaleza. Sucede como si las dos tendencias fueran satisfechas mediante este nuevo proceso, y el compromiso resultante se transforma, en consecuencia, en algo relativamente estable. Veremos después cómo los distintos cambios manifestados en sucesivas modas representan otras tantas alteraciones menores y reajustes del equilibro que se había establecido, unos cambios en la relativa preponderancia del pudor y el exhibicionismo, su orientación hacia distintas partes del cuerpo y en el grado de su desplazamiento del cuerpo en sí hacia la ropa que lo cubre. De hecho, toda la psicología de