las denuncian, el historiador del vestido que las valora a medida que ocupan sucesivamente la escena durante los breves años o meses de su vigencia, todos ellos concuerdan en que su propósito último, y a menudo su propósito abierto y consciente,2 es aumentar el atractivo sexual de los que las llevan y estimular el interés sexual de los admiradores del sexo opuesto y la envidia de los rivales del mismo sexo.
Pero aunque la naturaleza general del motivo sexual subyacente ha sido reconocida universalmente, sólo en los últimos años se ha advertido con claridad el hecho de que la ropa no sólo sirve para despertar el interés sexual, sino que también puede simbolizar en sí misma los órganos sexuales. También aquí el psicoanálisis ha contribuido considerablemente a enriquecer nuestro conocimiento, y ha mostrado que, en cuanto al vestido, el simbolismo fálico es casi tan importante como, por ejemplo, en la religión. En realidad, todavía ignoramos el alcance total de este simbolismo en el caso del vestido y la naturaleza exacta del papel que éste desempeña en la historia del individuo y de la especie.3 Sabemos, sin embargo, que un gran número de artículos de vestir como, por ejemplo, los zapatos, la corbata, el sombrero, el cuello y la indumentaria más grande y voluminosa, como el abrigo, los pantalones y la capa, pueden ser símbolos fálicos, mientras que los zapatos, el cinturón y las ligas, así como la mayoría de las joyas, pueden ser los correspondientes símbolos femeninos.4
Como una afirmación de esta naturaleza puede suscitar la incredulidad algo hostil con que se reciben muchas de las afirmaciones psicoanalíticas concernientes al simbolismo, haremos referencia a otros dos conjuntos de hechos, pues pueden contribuir a que el simbolismo en cuestión sea más fácil de aceptar. En primer lugar, si comparamos observaciones provenientes de distintas fuentes y de diferentes tiempos, podemos establecer la existencia de una transición continua que va desde una ostentosa exhibición de los genitales hasta su completa simbolización inconsciente mediante el uso de vestimentas que se les parecen, aunque sea ligeramente.
Así, tenemos en un extremo la perversión bastante familiar de un exhibicionismo fálico localizado, en el cual se obtiene una satisfacción sexual obsesiva mostrando el pene desnudo, usualmente en estado de erección. Psicológicamente no existe sino una ligera modificación de esto (que implica, sin embargo, el importante paso del «desplazamiento del afecto» del cuerpo a la ropa) en el hecho
—ocurrido durante cerca de cincuenta años con nuestros antepasados de la época de los Tudor— de llevar la vestimenta inferior masculina tan estrecha que obligaba a situar los genitales en una parte abultada de las calzas (la coquilla o bragueta de armar) hacia la que a veces se atraía gratuitamente la atención por medio de un color vívido o en contraste, y que además a veces se embellecía rellenándola para simular una erección perpetua. Podemos escoger nuestro próximo ejemplo en un período anterior, cuando el sustituto fálico se encontraba no próximo a la región genital, sino en una parte remota del cuerpo: en los pies. Por algún tiempo, durante la Edad Media, existió una moda de zapatos largos, conocidos con el nombre de poulaine, de forma fálica, cuyo uso gozó de larga popularidad a pesar de la tormenta de indignación que despertó.5 En una etapa posterior hacia el enmascaramiento, la larga punta de los zapatos perdió su forma fálica y fue sustituida por un pico o una garra de pájaro. En la etapa siguiente6 sólo el excesivo y ridículo largo del zapato nos recuerda su simbolismo subyacente, pero el hecho de que este simbolismo aún se registraba lo demuestra la desaprobación moral y la acusación de impudicia que suscitaba. Como etapa final, podemos considerar el zapato moderno, en el que aún se manifiesta la tendencia a una agudeza mayor que la que justifica la forma del pie, y en el que las objeciones a su forma no natural son casi enteramente racionalizaciones presentadas como argumentos de higiene.
El otro conjunto de hechos al que podemos referirnos es el relativo al fetichismo, es decir, una perversión en la que el deseo sexual elige como objeto exclusivo y suficiente alguna parte inapropiada del cuerpo (por ejemplo, los pies, el cabello) o algún artículo de vestir (por ejemplo, los zapatos, las medias, el corsé, el pañuelo). La investigación psicoanalítica reciente7 ha mostrado que también el fetiche es a menudo (tal vez siempre) un símbolo fálico, aunque de una naturaleza especial, en la medida en que representa el pene imaginario de la madre, cuya ausencia observada ha tenido mucho que ver con el desarrollo del «complejo de castración» del cual hablaremos más tarde.
Esto puede bastar por el momento con respecto al elemento sexual en el adorno. En lo que sigue tendremos amplias oportunidades para advertir su importancia y (puede esperarse) para despejar la impresión de simplicidad o dogmatismo que esta exposición algo sumaria y condensada pueda haber suscitado en la mente del lector.
Analizaremos ahora factores de recurrencia menos universal y de alcance más restringido que, sin embargo, individual o colectivamente desempeñan —o han desempeñado— un papel de cierta importancia en el desarrollo del vestido. Pero antes de exponerlos haremos bien en tener en cuenta que, aun aquí, debe distinguirse a menudo un cierto elemento sexual en las satisfacciones que ofrecen, elemento que es a veces tan obvio y claro que no necesita señalarse pero que, en otros casos, requiere una explicación para que se advierta plenamente su fuerza y naturaleza.
trofeos
Algunos autores (especialmente Herbert Spencer)8 han sugerido con sólidos fundamentos que muchos de los rasgos decorativos de nuestra vestimenta estaban relacionados originalmente con la práctica de portar trofeos. Cuando un cazador mataba un animal, a menudo llevaba a su casa alguna parte que le pareciera útil o decorativa, o que sirviera como recuerdo permanente de su proeza. Particularmente los cuernos y las astas se adaptaban a sus propósitos decorativos y, de una forma u otra, los cuernos se han usado muy a menudo como ornamento, sobre todo en el tocado. Las pieles de animales, especialmente las cubiertas de pelaje, eran tanto decorativas como útiles, y servían también como signo del éxito de un cazador. Pero tales símbolos del éxito no sólo eran codiciados por los cazadores. El guerrero que salía a combatir a un enemigo humano deseaba también una señal de la victoria y alguna parte del enemigo muerto era guardada frecuentemente con este propósito. El cuero cabelludo que los indios norteamericanos arrancaban a sus víctimas era una forma de este adorno y tal práctica de ninguna manera se ha limitado a América del Norte.9 En otros lugares se llevaban collares confeccionados con los dientes de los enemigos muertos y, en otros, los huesos de los adversarios eran llevados como ornamento. Así, en algunas partes el hueso del maxilar se llevaba alrededor del brazo como un brazalete. Incluso la mano y el falo de un enemigo caído a menudo eran seccionados y se consideraban como un importante y valioso trofeo.
Este último ejemplo nos recordará que el simbolismo fálico tiene un importante papel (aunque más o menos inconsciente) en la popularidad de los trofeos. Muchas veces se emplean como signo del poder (en última instancia, del poder fálico) del que los lleva o del que los posee; es como si el trofeo proveyera a su propietario de un nuevo y mejor falo. Por otro lado, despojar del trofeo a la víctima es con frecuencia un proceso simbólico de castración, lo que proporciona más datos sobre el modo en que el complejo de castración puede influir en la ropa.10 Sin duda, los efectos del complejo en este sentido son probablemente mucho más amplios y más vastos de lo que podría suponerse a primera vista. Tomar los trofeos de los enemigos muertos es psicológicamente afín al despojo de las armas de los enemigos capturados (cf. la entrega ceremonial de las espadas por parte de los oficiales como símbolo de sumisión). Esto se relaciona con la costumbre, difundida entre muchos pueblos primitivos, de desvestirse o quitarse alguna vestidura en señal de respeto, costumbre que persiste todavía entre nosotros, por ejemplo, quitarse el sombrero, y a la que tendremos ocasión de referirnos nuevamente cuando hablemos de las diferencias entre los sexos.
aterrorizar
Los adornos consistentes en despojos de enemigos derrotados se transforman fácilmente en horrendos o temibles. Y esto nos lleva a otra de las funciones del adorno, aunque se trate de una función que tiene sólo un significado ocasional: el deseo de infundir terror en los corazones de los enemigos o de otras personas a las cuales se desea impresionar o alarmar. Otros ejemplos de este tipo de adorno pueden encontrarse en la práctica de la «pintura de guerra» —acompañamiento natural de las danzas guerreras y de otras formas de ceremonias militares— y en el empleo de máscaras grotescas o feroces. Éstas se utilizan más a menudo