Carlos Cortés

Cruz de olvido


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perdida. Y añadió:

      —¡A ver si se curan esos cabrones y se hacen hombres!.

      “Hombres”. La palabra quedó vibrando en el aire. Lo repitió enfáticamente mientras sostenía en la mano derecha una subametralladora de cañón recortado.

      Seguí oyendo los gritos de los travestis y vi como luego los desnudaban frente a nuestras luces.

      —¡Aquí viene lo mejor! –gritó alguien.

      Les arrancaron los vestidos, la ropa interior de mujer, las pelucas y los zapatos de tacón alto y los dejaron desnudos e indefensos a la intemperie.

      —La próxima vez lo voy a grabar en video –me gritó al oído el Procónsul.

      Yo dejé de escuchar y de sentir y me hundí en el whisky. En algún momento pensé que podía empezar a disfrutar aquella sensación de absoluta animalidad, pero estaba tan borracho que lo único que realmente dominaba mi cerebro y mi cuerpo era la mínima atención que prestaba a mis funciones vitales. Tenía ganas de orinar.

      El chofer, los guardaespaldas y el propio Procónsul se bajaron del vehículo rápidamente y volvieron con unos chuzos ensangrentados. Me imaginé lo que había ocurrido. Uno de los escoltas me miró con ironía.

      —¿No es que les gusta que se los metan por ahí?

      El Procónsul se sentó junto a mí, se relajó y dejó caer la cabeza contra el respaldar del asiento.

      —¡Jaleas! –dijo, y nos fuimos a toda prisa. Luego me acarició tranquilamente la espalda cuando se dio cuenta de que ya no controlaba mi cuerpo y que temblaba como fuera de mí.

      —Vomitá, vomitá –me dijo, en un lugar situado entre la ironía y el paternalismo. Pensé que me iba a morir en ese mismo instante y que ya era demasiado tarde para saber toda la verdad, la asquerosa y podrida verdad.

      Aún recuerdo la voz casi gozosa, a un tiempo soberbia, hiriente y conmiserativa del Procónsul mientras me decía:

      —¡Vomite!, papito, ¡vomite!

      V

       Cruz de olvido

      No sé cómo pero volví al hotel Bellavista aquella madrugada. Un vehículo oficial había consentido en tirarme cerca del Parque Nacional. Bajé por Cuesta de Moras y la avenida Central todavía con la boca nauseabunda y añeja y la sensación de haber vomitado hasta mi vida. Habían transcurrido dos días desde la pretendida muerte de Jaime.

      Fui hasta Chelles por un café, que me bebí de un sorbo, y temblando me fui lo más rápidamente que pude sin detenerme siquiera en las primeras luces del amanecer. Llamé varias veces al hotel y nadie respondió. Me senté en el caño un rato, donde terminé de vomitar mi ansia, mientras la luz iba apareciendo poco a poco y regresé a llamar a la puerta. Un negro malhumorado me dejó pasar y entre dientes balbució algunas palabras ininteligibles. Entendí que el recepcionista no tardaría en llegar. Esperé de pie un instante y yo mismo tomé las llaves y me precipité a la habitación con el cansancio del mundo sobre mis espaldas. Entré en el cuarto y descubrí que no estaban mis cosas.

      —¡Mierda!

      Cerré despaciosamente la habitación con todos los cerrojos y picaportes posibles, puse un par de sillas contra la puerta y me metí en la cama. Eran tal vez las 5 de la mañana, pero no tenía modo de saber la hora exacta. El Procónsul tenía mi reloj. En medio de la borrachera me lo quitó. O antes de desvanecerme, cuando tuve aquel ataque de miedo y estuve a punto de agarrarlo a golpes. Era uno de esos relojes muy rusos, del ejército, toscos y rudimentarios, con letras en cirílico, que se habían puesto de moda después de la caída del muro de Berlín, como todo lo soviético. Maldiciendo mi suerte pasé una rápida revista a todo lo que había traído de vuelta de Managua, a mi vida a lo largo de aquellos diez años de trabajos de amor perdido, y creo que terminé durmiéndome.

      Una goma de mierda me echó de la cama a media mañana y el recepcionista, que ahora sí estaba, me insultó y me dijo que estaba loco.

      —¡Aquí no somos unos ladrones, señor –repitió mientras tomaba el teléfono y discaba histriónico el número de la Guardia Civil. Pero yo no quería más problemas. Colgué yo mismo el teléfono y le pedí que buscara en los otros cuartos.

      —Aquí to’mundo es honrao. Aquí nadie se roba un cinco, mista –volvió a decirme sin oír lo que yo decía.

      —¡Quiero que busquen, que busquen bien! ¿Me entiende?

      Y debí haber agregado: “negro de mierda”, pero no dije una palabra.

      Días después ocurrió lo mismo con el automóvil. Había desaparecido del estacionamiento. El responsable se limitó a decirme que ellos no se hacían responsables por “carros abandonados” y me entregó un papelito con el número telefónico de una de las principales pandillas de robacarros de San José.

      —Idiay, ¿quién quita un quite? De pronto se lo consiguen y se lo tiran por menos de 2000 dólares –me dijo un hombre joven, sonriente y jovial. ¿Se burlaba de mí o realmente pretendía ser amable? Luego se disculpó por no poder hacer más. Pero otro agregó con tono severo:

      —Llame hoy, don. Mañana ese jeepcillo está en Panamá con placa nueva.

      Se trataba de una red internacional. Cuando por fin lo conocí, Mi Socio me contó hasta los últimos detalles del negocio.

      El jeep no me importaba mayor cosa. Haría lo posible por encontrar mis chunches y por deshacerme de un millón de dólares. Esa cantidad de ceros y Jaime eran lo único que me importaba. ¿Había sido un malentendido o, más bien, un bienentendido, como bromeaba De Fleur, nuestro contacto en la Embajada Americana en Panamá. Me había jurado no volver a usar esa cuenta. Era plata que venía de muy lejos y que estaba ahí nada más para ayudar a La Violeta en su campaña política. Una platilla, como quien dice. Yo sólo había sido un eslabón en la cadena de dólares entre los gringos y la oposición nicaragüense, pero no por dinero. No por dinero.

      En la cafetería pedí una birra para sacarme la goma, pero no pude con ella. Sorbí lentamente un café y nada más. Un café hirviendo y una tostada fría, que sudaba más margarina de la cuenta. Luego me largué a Macondo.

      Dante Polimeni, dueño de Macondo, la librería universitaria, era la única persona en la que podía confiar. También fue el único que me reconoció de primera entrada, desafiando la condición de invisibilidad que yo le había rogado a la Virgen de los Ángeles y con la que me creía en perfecta seguridad. Pero Dante me esperaba. De profeta no solo tenía la barba sino también la intuición.

      El Dante leía y me comentaba cada semana mi columna en Barricada Internacional. Durante casi una década nos habíamos frecuentado en Managua y en La Habana y hace tres años la amistad se selló con un favor. A pesar del veto oficial de la izquierda, Dante había aceptado distribuir casi clandestinamente, por amor al arte y a la amistad, un libro mío, El corto verano de la contrarrevolución. No estaba de acuerdo con su contenido, por supuesto, pero era un incondicional. Desde entonces quedamos como hermanos que no se hacían demasiadas preguntas. Aunque publicado por Vanguardia, la editorial del Frente, el panfleto no tuvo ni siquiera primavera: fue atacado por todos lados y la edición, sin que yo pudiera evitarlo, se “agotó”. Es decir, desapareció del mercado. Sin embargo, pude recuperar 200 ejemplares que el Dante aceptó sin chistar, solidariamente, enojado con los compas que no aceptaban ni la discrepancia ni la autocrítica.

      Dante me vio ingresar a Macondo y supo que era yo. Teníamos años de no vernos y yo había cambiado, pero aún así me esperaba. Mis amistades revolucionarias estaban “pegadas” a mi look subversivo: barba abundante, pelo largo, anteojos y una impenitente jacket de mezclilla, La Mili. Yo era el olor de La Mili de lo acostumbrada que estaba a estar pegada a mi cuerpo. La Mili olía a mí, exudaba mi delirio y mi ansiedad de aquellos años. Hace uno o dos años, cuando todo cambió, se la regalé a un chavalito que había intervenido en la toma de Rivas en el 89. No se me olvida porque se llamaba Juan Santamaría. Se enamoró