Carlos Cortés

Cruz de olvido


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más flaco, tal vez enjuto, sin barba, con el pelo corto e hilvanado de canas, con unas profundas entradas que me alargaban el rostro. Los ojos, me lo habían dicho mis mujeres de Managua, se me habían apagado y el verde tierno con el que habían ingresado a la redacción de Barricada, nueve años atrás, era ahora de una tonalidad parda sin mayor definición.

      Pero mi mayor cambio era el color de la piel: me había vuelto cetrino, de un modestísimo color quemado y, francamente, un poco enfermizo, un tanto verdoso, después de una hepatitis que me tumbó en los primeros años de la Revolución y de la que no me recuperé jamás. Sabía muy bien que me había vuelto un tanto depresivo e irritable.

      Ni siquiera Dante adivinó lo de Jaime. Realmente ahora me daba cuenta que el hijo de mi exmujer era también mi hijo, aunque formara parte del último cajón de mis recuerdos. Y ni Dante ni casi nadie podía saberlo, pero menos aún en Managua, donde me había sentido a la vez ligero y pesado, atormentado . por la guerra y el proceso de la Revolución. Mi vida personal se había borrado de cualquier tipo de atadura.

      Entré a la librería, atestada como siempre, y contemplé al Dante rodeado de libros, facturas y revistas. Dejó de hablar por teléfono y al mirarme supo que se me había cambiado la vida. Entre un año y otro pasaron mil años: el muro de Berlín, el fin de la guerra, el final de la Revolución, la invasión a Panamá, las últimas purgas en la guerrilla salvadoreña, perder el poder, la nostalgia por el poder.

      A muchos compas también se les había cambiado la vida. Para siempre. A mí también, pero por otras razones.

      Claro que yo no estaba al margen de los avatares de mi generación y de todo lo que habíamos sufrido. Sentíamos que no nos quedaba nada. Pero no era por eso que mi vida brincaba.

      Nos abrazamos rápidamente y fui al grano. No quería pensar demasiado. Por nada del mundo deseaba compasión ni demostrar debilidad. Dante lo entendió bien porque podía ser de una ternura descomunal y a la vez pragmático, demoledoramente desafecto. Así que le espeté casi al borde del silencio:

      —Necesito un lugar donde caer muerto... unos días... o una noche, todo depende.

      El Dante extrajo de no sé dónde la llave de su apartamento en Barrio Amón y me la dio.

      —Martincito –me dijo, con una voz confiada que despejó mis dudas–: ¡Estate tranquilo! ¿Nos vemos en la noche?

      —No sé –le dije con un parpadeo de angustia–. No sé... –susurré dejando ese instante trunco.

      —Bueno, cuando podás, querido...

      En esos días nos vimos poquísimo. Me instalé como pude, pero no tenía tiempo ni ganas para casi nada. Ahora, repensándolo años después, siglos después, pienso que fue como volver un segundo a Managua, al menos la primera impresión. El apartamento estaba en Amón, en el barrio más viejo de principios de siglo, pero el edificio era moderno y un poco ruinoso. El ascensor no funcionaba. La puerta del garaje del sótano se atoraba y la pintura se descascaraba en lagunas de humedad. Pero cuando entré en la zona Polimeni, territorio liberado, me sorprendió aquel diminuto museo del barroco latinoamericano que el Dante había ido acumulando, poco a poco, a lo largo de larguísimos y barbudos años de exilio.

      No quedaba prácticamente nada de Argentina ni de sus días como profesor de literatura en el Cuyo y en Santa Fe. Era santafesino, pero con el tiempo había adquirido, para mi sorpresa, una colorida cultura mesoamericana y caribeña, en la que predominaban los tejidos, las mixturas, los colores bastardos y una particular aversión a la pureza. Ya en La Habana, cuando en alguna feria del libro compartimos una habitación de hotel, me había enterado que el horror vacui dominaba su inmanente sentido de la decoración.

      Los pisos, las paredes y los recintos estaban plenamente colmados: Dante odiaba los huecos, los vacíos en la vida práctica, la atestada Macondo era la mejor demostración, aunque ideológicamente privilegiara la confrontación y el intercambio. Pero no en la vida práctica, que tenía que estar bien apretada. Para él la existencia, la realidad, la revolución, la evolución, eran un continuo y permanente non terminato en danza no hacia su consecución sino hacia su subsiguiente transmutación. Era un dialéctica hijo de puta. Nada más que eso.

      Alguna vez me había saludado diciendo que él ya no era “un marxista de la tendencia Groucho”, ni siquiera un psicoanalista frustrado que había buscado durante la mitad de la vida aquella “pasajera de cooperación” entre el psicoanálisis y el marxismo. Yo lo veía como un “Capitán Nemo de la epistemología” detrás del pasaje subterráneo, submarino y “subtodo” entre el Ártico y el Antártico.

      —Sartre nunca llegó porque era presbítico, el pobre, y no ves que para eso hay que tener muy buen ojo, Martín –me dijo el Dante.

      Tampoco era un “montonero ilustrado” ni un buen guerrillero, aunque quizá lo habrá sido de la gastronomía, no sé si de las ideas. No fue un cristiano primitivo –le faltaba la fe–, eso sí que no, aunque más de una vez se definió simple y llanamente como un “poshegeliano de postizquierda, Martincito”.

      —Lo real es irracional y lo irracional es real, querido.

      Mi poshegeliano en calzoncillos mantenía una inmensa reproducción de Piero della Francesca en el vestíbulo del apartamento. Lo demás era Latinoamérica. Desde santicos peruanos y guatemaltecos hasta cerámica colombiana, pero sobre todo el color del centro del centro de América: una máscara colonial nica para jugar al güegüense –la sagacidad india para engañar al conquistador español–, una santa cena en artesanía salvadoreña, con los apóstoles vestidos de guerrilleros, Judas disfrazado de coronel de la Guardia Nacional y con un micrófono en la mano; pero también pinturas naive de Haití; afiches y fotografías de Cuba; y objetos rituales del culto macumba y pocomí del Atlántico de Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Todo esto “tallado” y rodeado de miles de libros, revistas, catálogos, discos, casetes y una infinidad de pequeños objetos que la vida le había regalado.

      —Fijate lo que he ido juntando, sin apenas darme cuenta, en estos años posguerra. Guerras frías, calientes, tibias, en baño maría, al vapor, en el horno de microondas, como querás, querido –me dijo una vez.

      Me instalé entonces en su cuartel de invierno. El periódico ofrecía tres o cuatro páginas de información sobre la matanza, un croquis de todo el área del crimen y un mapa de la zona montañosa de Alajuelita y estribaciones. Un reportaje central mencionaba las indagaciones más o menos sistemáticas de la Dirección de Investigaciones Criminales (DIC) entre todos los grupos organizados que habían intervenido en la peregrinación del 19 de marzo y un pequeño cuadro de situación: las hipótesis que se barajaban, las posibles pruebas en uno u otro sentido, los pasos siguientes de la exploración.

      En otra página se ofrecían testimonios y una última nota sobre “el laberinto de la balística”: el Ministerio de Seguridad desmentía el uso de armas pesadas en la matanza. La primera página mostraba al Procónsul en el sótano de la Cruz Roja y brindaba pequeñas imágenes de otros sepelios, ceremonias religiosas y actos privados de repudio “a la abominación criminal” de Alajuelita.

      Jaime tenía su lugar en la lista de víctimas... pero, ¿por qué usaba el apellido de su padrastro?... La información ofrecía los mismos datos que ya conozco, que he conocido siempre, que he tratado de olvidar y que he recobrado después de años de olvidos, de anticipados olvidos. Después de todo, solo tengo la memoria. La memoria y la culpa. Pero uno aprende a vivir con la memoria y con la culpa.

      —¡Venís casi 20 años después reclamando derechos, hijueputa! –dijo tirándome el teléfono el hermano de Marcela Gómez, la madre de Jaime. ¿Mi exmujer, acaso? Marcela Gómez. ¿Cómo me enamoré de ella en sexto? ¿Cuándo? ¿Por qué?

      Unos minutos antes de telefonear había estado buscando una tienda de ropa usada “americana”, USA Importaciones, en Barrio Amón, de donde salí con el único traje entero gris que tendría en mi vida. Había comprado una corbata negra, porque Dante no guardaba corbatas entre sus múltiples chucherías y clasificaciones entomológicas de cosas rarísimas. De gris y corbata negra me parecería al