Carlos Cortés

Cruz de olvido


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amigos, que eran los mismos.

      Para aquel momento supremo de su carrera, también había adquirido una pluma Pelikan de $1000, y solo la había liberado de su estuche para escribir en una de aquellas libretas de resortes, marca Oxford, también adquiridas en Estados Unidos, en donde, según él mismo, “solo escribían los reporteros del New York Times”, y que eran las únicas que toleraba usar –"porque escriben solas, mae", repetía–. En una de ellas, entonces, había escrito muchos años antes las primeras líneas de su discurso de aceptación del premio nacional de periodismo: “Lo acepto con mucho gusto porque me lo merezco. Muchas gracias. Sé que va en contra de la quintaesencia de la idiosincrasia nacional admitir los méritos que uno mismo tiene. Pero no tengo más remedio. Durante estos años de intenso ejercicio profesional hemos revolucionado el pusilánime e intrascendente reporterismo nacional hasta llegar a un ejercicio profesional, responsable y conciente, de interpretación de la opinión pública nacional e internacional. No hemos hecho ciencia, hemos hecho arte y nuestras palabras, que quizá ya amarillean las páginas del periodismo centroamericano desde hace más de 20 años, no quedarán en el olvido. Todo lo contrario. Serán la simiente de las futuras generaciones de intérpretes de la realidad nacional, de periodistas y de lectores, de intelectuales y de políticos, de hombres públicos y de ciudadanos atentos al desenvolvimiento espiritual de la sociedad civil en dialéctico pugilato, en abierta tensión con la Escila y Caribdis del mundo contemporáneo: el Estado y el individuo, el totalitarismo y el nihilismo. Resistamos, entonces, compañeros, hermanos, amigos. Resistamos, pues, a estas dos tentaciones...”

      Durante docenas de veces Ricardito Blanco había repasado aquellas líneas abigarradas de su discurso imaginario con su tono de voz sobrecargado y pretencioso, que precipitaba sin mesura las palabras, haciéndolas tropezar entre ellas como en una corriente de naderías sin efecto. Hasta llegó a grabarlo en un dictáfono de bolsillo. Nada podría salir mal aquella noche, aquella maldita noche de los mil demonios.

      “Qué desperdicio”, soñaba Babyface. “Si hubiera nacido en un país de verdad me hubiera perdido de vista, pero aquí, aquí, en este caquero, en el que todos somos igualiticos ni siquiera me dan el premio nacional de periodismo...”, deliraba Ricardito Blanco.

      Tardó largo tiempo en escoger su esmoquin: al principio seleccionó un tuxido blanco, como el que utilizaba para acompañar al Procónsul en su yate en sus largos recorridos por el Golfo de Nicoya. Pero lo abandonó: se imponía un esmoquin negro, clásico y elegante, impecable como un crimen.

      Se imponía tan solo vestir la formalidad, encarnarse en aquello que había perseguido toda su vida: el ideal clásico. La naturaleza no lo había dotado de una gran inteligencia, pero la inteligencia es posible de suplir con la memoria y en ese campo Babyface era fotográficamente prodigioso. La memoria, de acuerdo, pero también era dueño de una asombrosa capacidad de retención, que no es lo mismo. La retentiva, para el hijo menor de una familia numerosa de Desamparados –el purgatorio de la clase media–, parecía ser la única forma de sobrevivir en el mundo. ¿La retentiva? ¡Qué demonios! Ricardo iba mucho más allá de una simple memorización de casi todo –números telefónicos, direcciones, fechas, claves, rostros, citas textuales y también escándalos, amoríos clandestinos, asuntos turbios, expedientes peligrosos–, sino que era una verdadera mente ordenadora. Y más que ordenar su tarea era relacionar e interrelacionar. Para muchos ese logaritmo viviente era una inteligencia prodigiosa, pero Blanco era el hombre más desconfiado del mundo: no, su retentiva era capaz de ordenar, pero no de cambiar el orden. ¿Y para qué meterse entre las patas de los caballos, como le había dicho el Maestro, para salir todo magullado? No había ningún rasgo de creatividad ni de imaginación en su compulsión por memorizarlo todo, solo sentido de la oportunidad.

      No se pensaba, entonces, un genio, pero se decía con orgullo que no había un periodista más brillante en todo Centroamérica y el Caribe, con excepción, quizá, del Maestro, de “su” maestro. Pero todo buen discípulo, como era él, supera al maestro.

      Pero el Maestro, a quien Ricardito había empezado a despreciar, al igual que al Procónsul y además por idénticas razones, se había vuelto un alcohólico empedernido. El, en cambio, Babyface, no consentía en emborracharse jamás. Ricardo era absolutamente impoluto y era esa la imagen, como la de un maniquí de mimbre vestido con su inmaculado esmoquin blanquísimo, que había decidido adquirir cuando fue director del Diario de Costa Rica. Y era la imagen que iba a lucir aquella noche de los manteles largos y de los cuchillos cortos.

      De lo único de lo que no estaba contento Babyface era con su tamaño: medía 1,62 y calzaba 36. Era un hombre pequeño, pero él corregía inmediatamente aquella afirmación altanera e imprecisa:

      —Pequeño no, huevón, de estatura mediana.

      Esa noche no aceptó compartir el cuarto de baño con su esposa Milena. Era la gran noche de su vida, a pesar de que solo tenía 40 años. Era la gran noche de su vida. Siempre había sabido, desde niño, que no viviría mucho tiempo. Por eso había vivido intensa y precozmente, adelantándose a los acontecimientos y sin esperar que nadie le otorgara permiso para vivir. Para vivir ni para nada.

      Tal vez no llegaría ni siquiera a los 50. Lo había intuido muchas veces a lo largo de los años. Una vez en Panamá, una de las 33 clarividentes del General Noriega le había leído la mano y se lo había revelado. Su madre, que era mulata –aunque ese era su secreto mejor guardado– se lo había insinuado a los 15 años y, después de muerta, también, en sueños.

      A los 22 años, como redactor de sucesos, cubrió el secuestro de un avión con 60 pasajeros por parte del entonces desconocido Frente Sandinista de Liberación Nacional. Su tarea era no despegarse del ministro de Seguridad y no lo hizo. Cuando el avión fue liberado y todo terminó, una ráfaga de ametralladora le crispó el vello de su brazo desnudo: un oficial encubierto se puso nervioso y accionó por descuido el armamento. No hubiera sido el primero ni el último en morir como consecuencia de la inexperiencia de la Policía Nacional de Costa Rica. Años después ingresó en una licorera y mientras el dependiente le despachaba unas botellas de whisky, para una fiesta, se produjo el asalto esperado. Detrás de él solo sintió el accionar de las armas y delante vio como el cuerpo del empleado se desvanecía y se cubría de sangre. Nunca se explicó como esas balas pasaron por en medio de su cuerpo sin herirlo. Se volvió, entonces, listo a cumplir la profecía cuando los asaltantes salieron corriendo, asustados por el resultado de sus disparos. En ese instante se lanzó por encima de la barra del mostrador y contempló el cuerpo ensangrentado del hombre: estaba muerto.

      Tendría que morir joven. No había salida. Eso ocurrió al menos tres veces más, lo que hizo, entonces, que Ricardito Blanco le perdiera absolutamente el miedo a la muerte. Y a la vida. Había perdido el miedo. Como la mayoría de los periodistas tenía algo que ocultar, pero él daba la impresión de vivir entre la inocencia y el cinismo total y de no saber diferenciar una cosa de la otra.

      Así que tardó quizá varias horas en vestirse. Se afeitó muy escrupulosamente y se pasó la mano repetidas veces por la faz nítida de su rostro hasta detectar el más mínimo vello y volver entonces sobre la operación de frotarse con espuma mentolada, luego la navajilla y finalmente el agua caliente, hasta que se dijo que estaba como nunca para la mejor noche de sus primeros 40 años. “La primera noche del resto de tu vida, hijueputa”.

      Ninguno de sus cinco hijos estaba en la casa porque pasarían la noche en la hacienda de su suegros. El baño cubierto de vapor, los espejos empañados que lo rodeaban por completo dejaron percibir su figura de cuerpo entero: era un hombre pequeño. Tal vez medía 1,62 m y no calzaba más de 36, a veces 36 y medio, pero siempre compraba 38 y 40, en los zapatos de horma europea, que eran más pequeños, y que le servían perfectamente con una plantilla acolchonada, porque un hombre como él no podía permitirse calzar menos de 40, como cualquier hombre normal. Pero se vio completamente satisfecho al espejo. Había esperado quizá 10 o 15 años hasta ese momento y no estaba dispuesto, evidentemente que no, a desperdiciarlo de ninguna manera.

      La puerta se abrió y su esposa Milena se escurrió con la misma evanescencia del vapor que inundaba el cuarto, casi sin hacerse sentir, y en el espejo, junto al rostro de Babyface, pudo divisarse el de ella surgir por encima de uno de los hombros cuidadosamente