Carlos Cortés

Cruz de olvido


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se volvió completamente, desafiándola, y la contempló de cuerpo entero de una sola mirada: el rojo se repetía sin cesar. En los labios, en las uñas, en el encendido carmín de las mejillas, en el vestido corto, del que surgían unas piernas enfundadas en medias bermellón, en los zapatos puntiagudos, de tacones altos que le daban un aire de invencible inaccesibilidad. De su aliento, además, se despedía un inconfundible aroma a whisky. Ricardo, entonces, la terminó de fijar con la mirada y con el borde de la mano le sacudió la cara con una bofetada que la lanzó al piso.

      El mármol blanco del mosaico empezó a teñirse de rojo. Empezó a discurrir un hilillo de sangre y ella estalló a llorar. Y luego a llorar a gritos. Parecía un animal abatido, con las piernas dobladas y la cara hinchada y descompuesta.

      Ricardo le dijo con tranquilidad y a la vez firmeza:

      —No quiero que vayás hoy, puta de mierda.

      En ese instante bipeó sincronizadamente el teléfono celular y él se retiró mecánicamente al estudio y dispuso la llamada, pensando que era el telenoticiero. Cada hora le informaban de las novedades del crimen de La Cruz. Sánchez, el jefe de redacción, se hizo cargo esa noche de todo y después de la última edición, a las 11, se acercaría al Club Unión. Pero no. No era la televisora.

      Era La Chola. Y eran casi las siete de la noche.

      Una hora después o quizá un poco más tarde Ricardo entró en el Club Unión, escoltado por una cadena de mariachis que lo saludaron con un corrido, y las luces de los flashes que brillaron a su alrededor fueron suficientes para iluminar la noche.

      —La luz –anunció por altoparlante el cantante de la orquesta y desde el estrado brilló un seguidor que lo persiguió durante su recorrido por el vestíbulo, mientras iba apareciendo y desapareciendo en zigzag por entre las columnas y los cortinajes rojos del Club Unión.

      Ricardo Blanco devolvió con desgano el saludo alzando la mano con un gesto casi imperceptible y se concentró totalmente en el abrazo que debía de dar casi de inmediato: la recepción entera lo rodeó a él y al Procónsul, quienes se fundieron y se confundieron en medio del círculo poroso de luz.

      La concurrencia, formada por políticos y periodistas, prorrumpió en sonoros aplausos y Blanco, Ricardito Blanco, el hombre de la noche, alzó los brazos en señal de victoria y bajó rítmicamente la cabeza en gesto de agradecer. Los aplausos continuaron hasta ralear y hacerse esporádicos.

      —¿Qué pasó, Ricardito? –le dijo el Procónsul–. De aquí al Pulitzer no hay más que un brinquito y del Pulitzer a la eternidad un ascensor, mae.

      Blanco le devolvió el saludo con un golpecito en el hígado, como acostumbraban hacer ambos, entre camaradas.

      —¡Ese ya me lo gané! Lo difícil no es ganarse el Pulitzer, mae, sino alzar la cabeza en este mierdero de envidiosos y bajapisos–, replicó remontando la ola de su orgullo.

      Unos cuantos más se fueron acercando al círculo íntimo, alrededor de Ricardo Blanco y se callaron mientras el flamante premio nacional de periodismo relataba todo lo que sabía de la masacre. Había sido sucesero y aún la noticia roja lo desvelaba y reverberaba en la tinta noticiosa de su sangre. Esa misma mañana había intentado hablar con su “cuñadito”, Jorge “El Pelón” Echeverría, el Fiscal General, sin éxito, y esperaba encontrárselo esa noche en el Unión. Ambos habían conversado el primer día, luego del descubrimiento de los cuerpos y Echeverría le causó un disgusto solicitándole más tiempo. Tiempo y prudencia.

      “¿Qué se cree este carajete?”, fue todo lo que suspiró Blanco al oír las advertencias del Fiscal General de la República. Eso ocurrió dos días atrás. Desde entonces no hablaron más, a pesar de los intentos sistemáticos de Blanco.

      Ricardito lo llamó a la casa, al teléfono celular particular y al del automóvil, al de la oficina, a la Corte Suprema de Justicia, y a la Dirección de Investigaciones Criminales (DIC), sin éxito. Eso lo tenía furioso.

      —Hijueputa, este Jorge ya se está creyendo quién sabe qué. Aquí el que no contesta llamadas soy yo–, le había dicho a su jefe de redacción, Julio Sánchez, y a Mora y a Zúñiga, los dos reporteros de sucesos encargados.

      Durante 48 horas RTN se había concentrado en el caso con una obsesión de perseguidor: un par de oficiales de la DIC le suministraron el informe preliminar, pero no la autopsia. El noticiero transmitió en directo los funerales, entrevistó a los familiares, a los testigos y a los vecinos de Alajuelita, reconstruyó en una serie de reportajes los hechos del crimen, realizó un panel de expertos sobre matanzas similares, abrió un teléfono para denuncias y consultas del público. Ricardo Blanco, en persona, dejó la comodidad del set para trasladarse a la zona y el primer día transmitió cuatro horas sin interrupción. Uno de los asistentes de la redacción fue contratado especialmente y se infiltró en la DIC como investigador, con la autorización de los oficiales y sin que el jefe de Homicidios, el Fiscal General o el presidente de la Corte tuvieran la menor idea. Se contrató a un fotógrafo que hizo diez rollos de imágenes fijas del cerro y los alrededores y que desde el segundo día montaba guardia en la Dirección de Homicidios de la DIC, presenciando los interrogatorios. Se contrató a un alemán experto en municiones para que recreara hasta las teorías más inverosímiles y a un sicólogo para que imaginara un retrato lo más fiel posible del asesino, si es que había alguno.

      Se tocaron todos los ángulos posibles, pero Ricardo Blanco quería oírlo todo por boca de su “cuñadito de mierda”, “El Pelón” Echeverría.

      —Pero este hijueputa qué es lo que se está creyendo, mae–, le reclamaba continuamente a Sánchez.

      —Jenny, volvete a llamar a la Corte, quiero hablar con el Fiscal –resoplaba Blanco continuamente por el intercomunicador. Eso fue el segundo día. El tercer día le envió mensajes, pero los intentos de comunicación cesaron abruptamente la tarde de su definitiva coronación como rey de la prensa costarrisible.

      —Que se joda, ese hijueputa. Cuando quiera hablar conmigo ya va a ver –sentenció Blanco, a lo que Sánchez, oficioso como era, respondió con una risita nerviosa, moviendo su bigote de ratón, y empezó a confeccionar el guión de la edición “relámpago” de las 5 de la tarde.

      Con Edgar Jiménez, en cambio, el ministro del Interior, Blanco se había comunicado constantemente desde que ocurrió todo, e incluso había hablado un par de veces con el Procónsul. Pero a Edgar, quien manejaba todo el aparato de seguridad del Estado, no le importaba contarle su bronca:

      —Jorge y yo tenemos un problema. Morales Santos también y Cabezas, el presidente de la Corte. Es decir, todos tenemos un hijueputa problema. Y es que El Pelón, con su mierda de que la Constitución y no sé qué, y como cree que él es el único abogado del país, pues me está jodiendo. Me está jodiendo. Por eso tenemos un problema. Por eso no quiere hablar con vos.

      —¿Cuál es el problema? –prosiguió Blanco, entre atento y celoso por la explosiva confesión. ¿Por qué él, Ricardo Blanco, tenía que oírlo todo por boca de Siete Puñales? ¿Por qué, si él tenía sus contactos directos con la DIC y con la Corte?

      Los tres eran suficientemente amigos como para resolver cualquier problema personal lo más pronto posible, pero aquí se jugaba algo más grande. Blanco entendía y comprendía perfectamente lo que estaba pasando: el Procónsul había alimentado, para intereses propios, una competencia entre el ministerio del Interior y el Poder Judicial. Ahora, con la masacre, cada quien jalaba para su lado y Jiménez, que era dueño de un inmenso e incompetente aparato de seguridad, enorme a la par del insignificante de la Corte Suprema de Justicia, quería asumir el control de la investigación: no era un problema de competencias sino de protagonismo. Para el Procónsul, Alajuelita era solo el nombre de una elevación de mierda en el sur de San José, ni siquiera una piedrecilla en el zapato de su popularidad; para Edgar Jiménez, era la oportunidad de su vida: ganar su pequeño pulso con la Corte y adueñarse del único trofeo que le interesaba: la DIC.

      Todo el país lo sabía: él mismo, Jiménez, mejor conocido como Siete Puñales entre la barra de sus amigos de Rohrmoser