Carlos Cortés

Cruz de olvido


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traje no se notaba prestado, pero tenía, eso sí, el infalible brillo de la tela que está a punto de pasar a mejor vida. Me hice la barba y la mano me temblaba tanto que me corté cuantas veces pude y mientras lo hacía me encontré con el espejo más implacable de toda mi vida: el espejo de Dante dejaba ver un poco más allá del espejo. Permitía ver a un hombre cansado, con el que me costaba trabajo identificarme o al menos sentirme integrado, a un idiota conciente de sí mismo, dicho esto en mi descargo, desilusionado, abatido y envejecido, por un lado; y por el otro, ansioso, inestable y frágil, avocado a cerrar lo más pronto posible una etapa de su vida y, si la vida daba para tanto, abrir la siguiente. Retrato del artista gravemente jodido.

      Así que no me vi tan mal como para no enfrentarme conmigo mismo, asumir la emputecida culpa, la culpabilidad extrema que todo esto me causaba. Sí, sí, la culpa que me ha perseguido durante toda mi vida, desde que nací, y que me hace sentirme traidor a la Comandante, a la Revolución y a la Contrarrevolución. Todo en el mismo saco. Así que hay un momento en que me digo: bueno, ¿y qué más da? De por si. Así que cogí el teléfono y llamé. Pero no, Marcela Gómez, no me diste ninguna oportunidad de expiar mi culpa, de aparentar o de creer realmente que se había muerto una parte de mí. No me diste otra opción que tomar el directorio telefónico y comenzar a llamar a todas las funerarias hasta averiguar los datos del entierro de mi hijo. Pero entre la segunda y la tercera llamada vos llamaste. Quise que fueras vos, pero pensé que era el Dante, pero no, eras vos, Marcela Gómez. Y qué difícil hablar después de tantos años. ¿Le había dejado el número a tu hermano? Seguro.

      —Pero, ¿cómo es posible que querás ir? –dijo y algo se rompió. Demasiados años. ¿Estabas linda todavía? ¿Cómo podía pensar en algo así en aquel momento? Se oyó un sollozo. Así fue por un rato: solo lloraste sin apenas hablar.

      —No te quiero ver. Todo esto es culpa tuya.

      La voz cambió y alguien añadió con un tono artificial, pero tranquilo:

      —Mire, es el esposo de Marcela el que habla. ¿Me oye?

      —¿Qué quiere que le diga? –le contesté yo intentando que la voz fuera un vehículo neutro, inexpresivo.

      —Si usted quiere ir vaya. Es cosa suya. En los periódicos está todo, pero aténgase a las consecuencias. Marcela no quiere que vayás... mejor ni se arrime por aquí.

      —Okey –repliqué. Aunque mi voz hubiera sonado fingida, pude haberle dicho muchas cosas, como “no tenés por qué echarme a mí la culpa” o “a mí me duele tanto como a ustedes”, pero no dije nada. Me quedé callado. Siempre me pasa lo mismo y después de la discusión me paso horas repitiéndome lo que pude haber dicho, lo que pudo ser y no fue.

      —Nosotros somos una familia. Una familia. Pero vos no entendés eso. Mejor no se meta en lo que no le importa.

      Dejó caer el teléfono con la misma tranquilidad con la que había hablado.

      Marqué de nuevo donde el hermano de Marcela Gómez, pero se mantuvo ocupado un largo rato. Durante ese lapso me quedé atendiendo el sonido absurdo de un teléfono ocupado. Seguí probando en varias funerarias hasta que obtuve el dato y supe que el funeral sería esa misma tarde: el cuerpo estaba en la capilla A. ¿Qué me llevó entonces hasta Las Animas? ¿El amor filial por Jaime, acaso, o la responsabilidad o la culpa? Tal vez la tentación de perder por fin mi inmunidad ante la vida y de confrontarme a mi destino. En realidad había sido un cobarde toda mi vida. La asesinato de mi padre era mi pecado original. Desde ahí sentía que no tenía más remedio que quitar la cara y salir huyendo.

      Finalmente yo no había decidido nada. Otros lo habían hecho por mí. ¿Qué me llevaba hasta Las Animas? ¿La culpa de haber abandonado a Jaime y de abandonarlo al final? ¿O la culpa de no ser digno de mi sufrimiento? ¿Qué era más fuerte, la culpa o ese temor a no cumplir con mi deber? Mi deber, mi sufrimiento.

      Fui a Las Animas, la iglesia frente al Cementerio General, posiblemente el templo más luctuoso del Valle Central. Abajo, en los cimientos, se anegaba uno de los cementerios de la guerra nacional de 1856. Encima, en aquellas naves grises de líneas rectas, había pasado desde los años cincuenta toda la clase media, media-media, media-alta y alta para ser enterrada. Una moribunda e interminable procesión de honestas gentes había pasado por aquí.

      Llegué a Las Animas, entonces, y esperé. No tuve que aguardar demasiado, no tuve que volverme para escuchar a mis espaldas el ruido de los rodines del carrito de la funeraria que portaba un féretro. La nave central que se llenaba de susurros. El ataúd sellado. El sacerdote extendiendo los brazos. El tiempo que se detenía. Todo correspondía al dispositivo ritual que nadie había escrito pero que se seguía puntualmente. La ceremonia lineal, interrumpida, a veces, por aislados lloriqueos. No volví a ver, pero vi, a pesar de eso, los rostros compungidos, los ojos vaciados, los cuerpos exhaustos por la tensión, por el dolor.

      Había asistido a suficientes entierros en mi vida como para saber que todos son iguales, incluso el muerto. Sí, incluso el muerto. Hay un solo muerto en el mundo y uno lo tiene. Es siempre el mismo muerto que se muere. La diferencia fundamental es uno mismo. He ido a suficientes entierros en mi vida como para saber que todos terminan igual y como para desear una de dos cosas: irme, salir corriendo, actuar como si nada hubiera ocurrido; o que, mientras el cura está verificando una vez más su penoso papel, aparezca en el umbral de la puerta de la iglesia el maldito muerto. Claro, pero no muerto, sino vivo. No habrá asombros ni gritos en la concurrencia, simplemente vendrá a decir: ese, ese de la cajita, ese que ustedes están despidiendo con tanta emoción, ese no soy yo. Y luego se largue definitivamente al otro mundo.

      Como todos salí de la iglesia después del cortejo. No volví a ver, a mis espaldas, pero supe que los deudos se abrazaban unos a otros: la pena se comparte, se divide, se reparte, pero en realidad uno está solo en mitad de la tierra doliéndose solo, llagándose solo, muriéndose solo. Una irregular fila vestida de luto fue siguiendo la carroza fúnebre cubierta de flores hasta rodear el cementerio y hallar un camino por donde ingresar directamente al patio de tumbas. Yo seguí detrás, a una ingrata distancia, demasiada distancia, y supe entonces que seguía siendo invisible. Me dio tristeza saberme inmune, aislado, distanciado de aquella ceremonia terrible. Había pasado demasiado tiempo y mis sentimientos eran confusos.

      Entonces vi que nos seguía, a los que íbamos de pie, una pequeña caravana de vehículos de último modelo: ¿la DIC? ¿Seguridad Pública? ¿Interior? Había también unos pocos fotógrafos. Tal vez era la hermandad universitaria de la que formaba parte Jaime, los Legionarios de la Libertad, unos ilusos, como yo mismo, que habían comenzado en la ultraizquierda y terminaron en la ultraderecha, que es la evolución natural. Más de 20 años después Jaime repetía mis pasos pero en sentido contrario.

      En ese momento pude haber aullado de dolor, pero me contuve. Siempre me refreno. Un túnel de contención me protege, pero me aleja, por cobardía o por comedimiento. En realidad es la cobardía de no poder enfrentarme conmigo mismo, de no querer confrontar lo único desconocido que hay en mí. ¿Es realmente Jaime el de la caja y si lo es que representa para mí? ¿Y si lo es?

      La nostalgia me impide desbordarme. Llegamos a la calle principal del cementerio y de la comitiva de vehículos bajan algunos muchachos que cargan el ataúd hasta el túmulo. Luego habla uno de ellos. No volví a ver, no me detuve en ello, no alcé la vista, pero supe que la madre de Jaime no estaba entre los asistentes, pero sí creí ver a sus hermanastros, a su esposo actual, quien no me reconoce o prefiere no hacerlo. No le sostuve la mirada, pero sé que el esposo de Marcela Gómez permanece intrigado, viéndome un rato largo. Pero debió de pensar que se trataba de un profesor distraído y mal pagado. O quizá me reconoció y logré amargarle el momento. En aquel instante yo no tenía mayor pretensión que la de sobrevivir a aquel entierro.

      A pesar de mi inmunidad no pude evitar sentirme inquieto por el muchacho que habló: ¿cómo no iba a reconocerlo? Era el hermano menor del Procónsul. Con razón el Presidente de la República estaba especialmente perturbado por el asunto: la matanza no solo había traumatizado a la opinión pública sino que probablemente había afectado personalmente a su familia. Serían amigos, quizá íntimos, o, siendo más cínico de la cuenta, pensé en ese entonces, el