José HVV Sáez

Cinco puertas al infierno


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      Indice de Episodios

       Aviso legal

       Episodio 1. Un casorio muy movido

       Episodio 2. Los fastos esponsales

       Episodio 3. Las turbaciones de Pedro Segundo

       Episodio 4. De cómo Julita salvó Viña Sol

       Episodio 5. Volcánica luna de miel

       Episodio 6. Una embarazosa pedida

       Episodio 7. Vacaciones horribles

       Episodio 8. El polluelo saltó del nido

       Episodio 9. Vendimia de sangre

       Episodio 10. Muerte y resurrección

       Episodio 11. La quinta puerta de Julia

       Episodio 12. La confesión

       Episodio 13. El grumete

       Episodio 14. El nombre del padre

       Personae y breve diccionario de términos y expresiones locales

      Quedan reservados todos los derechos de difusión, también a través de película, radio, televisión, reproducción fotomecánica, soporte de sonido, soporte de datos electrónicos y reproducción sintetizada.

      © 2017 editorial novum publishing

      ISBN Libro impreso: 978-84-9072-514-6

      ISBN e-book: 978-84-9072-515-3

      Lectorado: Cristina Andrés

      Foto forro: Martin Von Veschler Cox

      Diseño de portada, layout & composición: editorial novum publishing

       www.novumpublishing.es

      El minutero y el calor eran las dos únicas cosas que ocupaban la atención de las doscientas y tantas personas congregadas aquel 28 de febrero en el interior de la catedral de Talcuri, al sur del país. La aguja avanzó al minuto dieciocho con exasperante lentitud, brillando bajo el sol de acero que bañaba el reloj del campanario. En el interior del templo el ambiente era asfixiante; cuando la aguja alcanzó el minuto cuarenta y tres, una ahogada exclamación recorrió toda la nave principal, desde el presbiterio hasta el coro:

      —¡Ya llega!

      Falsa alarma. Eran algunos convidados provenientes de la Capital que llegaban con casi una hora de retraso a la ceremonia. Con rapidez se unieron a los demás conspicuos personajes, invitados expresamente para asistir al casamiento de don Pedro con no se sabía muy bien quién. Fueron los últimos en engrosar el gentío que sobrepasaba la capacidad del amplio templo dieciochesco, por más que se colocaran cincuenta sillas extras en el atrio y otras tantas, en las capillas del crucero. Un casorio de semejante categoría no se había visto nunca en la ciudad.

      Afuera, la explanada delante del Pórtico de la Gloria estaba abarrotada de vecinos, conocidos y bastantes curiosos, dispuestos a no perderse ningún detalle de la llegada de la novia, pese al calor y la hora.

      Dentro, todos estaban muy atentos también, porque las habladurías que se habían esparcido con rapidez por media ciudad, en cuanto se supo que don Pedro, al fin, había decidido entregarse nuevamente al matrimonio, crecían día a día. En el momento en el que se empezó a rumorear la edad de la novia, la expectación alcanzó un grado tal, que dio lugar a un jugoso cruce de apuestas, incluyendo a muchos convidados.

      —¿De dónde pudo haber salido una suertuda igual!? —exclamaban muchos de los conocidos de don Pedro, sabiendo que este, tras haber enviudado, siempre mantuvo una escasa relación amistosa con las numerosas candidatas solteras de su edad, de la alta burguesía local que, hasta hoy, no cesaban de adularle.

      Los zureos de los asistentes se volvieron murmullos de alivio en cuanto se corrió la voz de que la novia acababa de salir de la casa del doctor Rivas.

      —¡Ya viene! ¿Pero quién diablos es la novia?

      —No se sabe quién es —informaron unos cuantos—. Viene con el rostro completamente cubierto.

      El último gran calor veraniego, elevándose muy despacio hacia las altas bóvedas del interior del templo, estaba haciendo que los perfumes y los afeites, recalentados por la espera se empezaran a mezclar con el incienso y el humo de los velones, por causa del incesante batir de abanicos y sombreros.

      En los bancos delanteros de la nave central, reservados a los familiares directos de los contrayentes y a las altas autoridades y personalidades venidas expresamente desde la Capital, el nerviosismo y el sofoco eran inaguantables; inmediatamente detrás se sentaban las fuerzas cívicas locales primordiales, de cuyas dignas bocas brotaban las más jugosas murmuraciones, expertas en decir barbaridades sin apenas mover los labios, con admiración algunos, y con indisimulada y cruel morbosidad, casi todos los demás.

      —¡Caracoles, qué muchedumbre! —dijo el secretario del cabildo municipal al secretario primero de la Intendencia, pasándose el pañuelo por el cuello, quien se estaba dejando la musculatura del cuello en el intento por avisar a su superior del momento exacto de la entrada de la novia.

      —Yo no había visto nada parecido desde el funeral de la viuda Jiménez Sánchez —afirmó una elegante dama.

      —Que Dios la tenga en su santo reino –musitó otra al oído de la esposa del alcalde —. Una santa, que te lo digo yo.

      —Pues no eran muy santos los tres maridos que le dio tiempo de echarse encima a su santidad, la viudita —intervino el alcalde, volviendo la cabeza para guiñar el ojo derecho a la escandalizada mujer—, que de maridos entendía poco, salvo perseguir infructuosamente a candidatos de mucha

       categoría.

      —Es de todos sabido que la impuntualidad calculada es la norma a seguir en estos casos—decía una, muy empingorotada, pero sentada cuatro filas por detrás.

      —Cierto, porque veamos, ¿qué es eso de correr hacia el altar, como si una fuese una fresca, denotando frente a todo el mundo el ansia por fertilizar cuanto antes el tálamo? Una novia que se precie de su blanco jamás caería en un descuido así —

       así remataba otra profesora, pero también de insuficiente apellido y posición.

      Mucho peores eran los apagados cuchicheos que se deslizaban de ahí para atrás hasta llegar a las últimas filas, donde el tonillo del pelambre era, en cambio, cruel y grosero. Especialmente graves eran las críticas de aquellos ofendidos por haber sido participados de la boda apenas cuatro días antes.

      —¡Vas a ver el escándalo que va saltar aquí, si ni siquiera me mandaron invitación escrita!

      Ocho minutos más transcurrieron, uno tras otro, hasta que el campanario soltó la única campanada de la tarde y, entonces, con germánica puntualidad en materia de retrasos, llegó la prometida; la principal dama de honor anunció su llegada, batiendo alocadamente una pequeña campanilla.

      —¡Ya se está bajando del auto!

      Cientos de cogotes se retorcieron al instante, mientras otros tantos pares de anhelantes ojos, heridos profundamente por el brillante contraluz del pórtico, se quedaron por un segundo