José HVV Sáez

Cinco puertas al infierno


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de la región. Antes de volver la cabeza a su sitio, los mirones atisbaron una alta y desdibujada figura envuelta en vaporosas y blancas sedas y tules, con la cabeza cubierta por un largo e impenetrable velo, sujeto por una diadema de flores plateadas.

      La divina entrada de la prometida, del brazo de un elegante señor, que más bien parecía su hermano, fue el detonante de la primera y explosiva novedad.

      —¡Es huérfana, ya te lo dije, vieja! ¡Seguro que es un cuco! —apostilló una de más allá. Las ahogadas exclamaciones de admiración y de envidia marcaron el pausado y solemne arranque del Ave Maria, de Bach-Gounod. El organista, el cellista y el coro de los ángeles coparon la catedral de gráciles notas que se paseaban por las altas vidrieras, meciéndose sobre las gruesas traviesas de ulmo.

      «A-ve Ma-ri-a, gra-ti-a ple-na, Do-mi-nus te-cum…»

      A su compás, la joven y hermética novia comenzó a recorrer el largo pasadizo que la conduciría hasta el altar, un camino jalonado de vasijas metálicas que contenían calas blancas y rosadas alternándose con frescas flores silvestres. Ella iba deslizándose por la alfombra roja con contenida parsimonia, arrastrando una larga cola de seda salvaje con palomas bordadas sostenida en la punta por dos chicuelos vestidos de pajecillos.

      Bajo el tupido velo se escondía una dulce y juvenil carita que nadie pudo apreciar, cuya expresión, sin embargo, no era ni de lejos la de la novia que camina alborozada hacia los brazos de su amor. Por el contrario, ella caminaba a pasos lentos y cortitos, cargada por el peso de la consternación.

      Una falsa invitada, al verla pasar, le dijo a su amiga:

      —¡Mírala!, ¡qué donosita, si va arrebolada de dulce emoción por acceder a su nuevo estado! ¡Ayayahi! Quién tuviera esa edad para sentir de nuevo esa misma sensación —suspiraba con los ojos enrojecidos, fulminando de soslayo al obeso moreno sentado a su lado.

      —Qué emoción ni qué emoción —le destiló al oído su atenta amiga del alma—. ¡Seguro que ya me viene con la bala pasá! Ya no existe la vergüenza.

      —Pero, ¿esta quién será? Si fuera alguna de las pitucas del centro, tendría casi los cuarenta.

      —Si a esta pobre parece que no la conoce nadie en toda la ciudad…

      —¡Miren! La lleva el doctor Rivas. ¡Yo no sabía que este señor tuviera una hermana, porque hija no tiene!

      Desde el altar, don Pedro, su futuro cónyuge, estaba de pie en el centro, altivo y poderoso, mirando con absoluto embelesamiento a su futura según se le acercaba, dedicándole una profunda mirada de aprobación y clavando sus ojos anhelantes en la grácil figura que dentro de unos minutos tendría la fortuna de abrazar y amar para siempre, felicitándose por su extraordinaria suerte. Pero no pudo evitar lanzar una brevísima mirada a la primera fila, donde se sentaba su primogénito, el adolescente Pedro Segundo Gonzales. Este le devolvió la mirada envuelta en una triste sonrisa.

      A medida que la novia se iba acercando al altar, el muchacho tuvo un triste presagio que le avisaba de que, a partir de ese momento, el enorme cariño que su padre siempre le había profesado comenzaría a enfriarse sin remedio. Su exclusividad en la familia se estaba acabando a pasos agigantados. Una razón más para alejarse de él. Bajó la cabeza para no contemplar su destino. Tampoco quería ver cómo aquella mujer le arrebataba a las únicas dos personas a las que él había entregado su corazón: su padre y ella.

      La dulce Ave María seguía deslizándose bajo las archivoltas, esparciendo sus tristes notas sobre todos los fieles.

      «Be-ne-di-cta tu mu-li-e-ri-bus et be-ne-di-ctus, fru-ctus ven-tris tu-i…»

      La blanca novia continuó avanzando por el pasillo, sin siquiera oírla. Gracias al tupido velo, nadie podía advertir la intensa rojez de sus delicadas mejillas ni ver sus ojos pasados por agua. Las piernas le flaqueaban como si las baldosas bailaran bajo sus pies, y por eso no advirtió que la larga alfombra encarnada se estaba empezando a retorcer. Ni oyó cómo la campana de los cuartos repicaba débilmente, sin haber razón, como tampoco notó que una fina capa de polvillo blanco caía ante ella.

      El atronador mordisco de una gigantesca manzana verde rompió súbitamente su silencio. Al levantar el mentón y mirar hacia el altar, vio a través del velo que su futuro y el obispo, cogidos del brazo, miraban despavoridos por encima de su cabeza. Desconcertada, se giró con presteza hacia atrás y lo que vio en el coro le cortó el aliento. Solo entonces la triste chica despertó a la realidad al contemplar cómo se despedazaba el mundo que acaba de escoger.

      La soprano Winckler, con su gruesa trenza rubia, sosteniendo aún la partitura bajo su brazo regordete, descendía con majestuosidad desde su peana, rodeada por la masa coral que chillaba, envuelta en una espesa nube de tierra. Las balaustras de cemento del coro cayeron al atrio una tras otra, en ordenada procesión, mientras la cantante aterrizó sobre el organista, bajo el cual se hallaba el cello y, por encima de ellos, se curvaba con fuerza la fila de tubos del órgano, haciendo las veces de alero protector contra los escombros que les enviaba el cielo. No corrieron igual suerte los querubines del coro celestial.

      Y todo porque, encima del coro, el campanario de tres plantas se estaba desplomando lentamente, en medio de un estruendo de cascotes, ladrillos, palomas, campanas repicando y gente chillando. En un minuto, más largo que una hora, parte de la fachada oriental del templo catedralicio se vino al suelo, a los pies de las decenas de curiosos que retrocedieron boquiabiertos de pavor, estrellándose en la explanada de la plaza y sepultando todos los vehículos estacionados en la calle. La gran cruz de hierro saltó lejos y acabó clavándose en medio de la laguna de los patos; muchos dijeron después que la vieron caer ardiendo, al rojo vivo, junto con la espléndida vidriera del rosetón. La torre se convirtió en un monte de escombros y, en su lugar, comenzó a alzarse una gruesa tapia de polvo, obstruyendo la entrada a la nave principal que, milagrosamente, se mantenía incólume, gracias a los arcos fajón que sostenían la bóveda de medio cañón y, también, debido a los enormes contrafuertes del exterior.

      Dentro, una multitud de invitados, atenazados por el horror, escrutaban el techo implorando a la Virgen del Carmen para que no se soltaran las bóvedas sobre sus espaldas pecadoras. Pero cuando vieron que desde la entrada se les venía encima una gigantesca ola de polvo espeso, corrieron espantados hacia el altar mayor.

      Samuel Rivas, tío paterno de la novia, en funciones de padre, sintió como su sobrina estaba temblando, pugnando por sostener aún el precioso ramillete de cien flores silvestres entre sus amoratadas manos. La espantada multitud llegó hasta donde estaban ellos y les separó de golpe; ella giraba y giraba mientras las flores volaban, hasta que la novia no pudo más y cayó en brazos de la turba. A punto de ser pisoteada por tantos pies presurosos que corrían hacia el altar, emergieron los fuertes brazos de Samuel que levantaron a la inerte novia por la cintura.

      —Tómala, aquí te la entrego —gritó y se la lanzó a don Pedro, el novio, por encima de los fieles que huían aterrados.

      Con ella en sus brazos, Pedro, el novio, se hizo enseguida con la situación y, antes que la turba de despavoridos feligreses se los engulleran a todos, corrió hacia la sacristía, empujando al obispo dentro de la sala, y tras depositar su preciada carga delicadamente en un diván, echó el pesado cerrojo en las narices de sus invitados que clamaban por entrar. Allí dentro, las imágenes y los candelabros estaban regados por todas partes, junto con casullas y ostias, pero la habitación estaba intacta. Decenas de personas golpearon la puerta pidiendo entrar también a la sacristía para no perecer asfixiados, pero esta permaneció cerrada.

      El cura Carmelo, un avispado monje de clausura, también golpeó y gritó suplicando que dejaran entrar a la gente. Una pequeña sacudida sobre sus cabezas y la caída al suelo de la Virgen del Carmen sobre un grueso feligrés le hizo reaccionar con presteza.

      —Síganme todos —gritó con potente voz a la vez que blandía un gran aro con una llave.

      Cruzó corriendo delante del altar sin olvidar persignarse y entró en una capilla lateral, abrió la gran cerradura y empujó unos grandes portones de madera, mostrando a los desesperados el camino de la salvación: el grandioso claustro porticado