Era la primera vez que la veía así y eso fue precisamente el combustible que avivó el fuego interior del enardecido cónyuge; esa visión maravillosa fue mucho más de lo que sus sentidos pudieron soportar. Se dejó llevar enteramente por la lujuria desatada.
Sobre el vestido cayeron, uno tras otro, la levita, el chaleco y sus pantalones de rayas, e incapaz de reprimirse por más tiempo, la empujó con decisión sobre la cama para cobrar el tan deseado trofeo.
—¿No vamos a comer antes? —preguntó ella con un hilillo de voz.
—No, porque así, lo consumato ya no puede ser anulato… —farfulló el enardecido esposo buscando sus labios con ansia.
Pedro no podía ver la expresión de aturdimiento de la pobre Julia mientras yacía aplastada bajo el poderoso varón, que entre jadeo y jadeo, le dedicaba algún que otro piropo y no se cansaba de alabar la blancura de su tersa piel íntima y de suspirar satisfecho por la coyunda con una virgen tan bella; enloquecido tras cada embestida que le propinaba a la infeliz muchacha, en pocos minutos cayó rendido a su lado, bufando como un jabalí herido.
Julia, completamente inerte y desmadejada, incapaz de gesto alguno, estuvo todo el tiempo con los ojos cerrados, contemplando un dulce rostro que le sonreía con amor, despidiéndose para siempre de su recuerdo. Y sin poder reprimirse más, empezó a sollozar en voz baja por el alto precio que había decidido pagar.
—Me alegro tanto de que seas feliz conmigo —musitó Pedro muy complacido, observándola con amor y volviendo con sus lengüetazos y sobeos en cara y cuello.
El enfebrecido Pedro quiso volver a subírsele encima pero entonces ella reaccionó con fuerza y le empujó con brusquedad a un lado, con un gesto de repugnancia. El sorprendido macho la miró, no obstante, con renovadas ansias, pero ella se le escapó ágilmente y corrió hacia el cuarto de baño, cerrando la puerta bajo llave. Pedro puso la oreja y oyó sus sollozos desconsolados.
—¿Estás bien, amorcito? Ya sé que duele muchísimo la primera vez, pero se te pasará pronto. Siempre recordarás con placer este gran momento de amor que estamos viviendo juntos.
No hubo respuesta. Pedro sonrió complacido por su tremenda potencia masculina y le gritó que no se preocupara por nada, que para eso estaba él a su lado, para cuidarla y quererla. Mientras se vestía para el almuerzo del casamiento, añadió que la amaba profundamente, que como él, no había otro marido tan amante, que sería tan feliz a su lado y que ya se ocuparía él de cuidarla y adorarla de por vida. Añadió, victorioso:
—Mi amor, estarás recuperada para esta noche, ya verás. Esto solamente ha sido la bienvenida a mi casa y a la noche te marcaré profundamente con mi amor. Ni te imaginas el placer que me das… —susurró en tanto que escogía cuidadosamente ropa de sport que fuese elegante—. Ahora tengo que dejarte para atender a mis amigos. Vístete pronto, querida Julita, me muero por ver la expresión de amigos míos que jamás te han visto antes. Me voy para organizar a los fotógrafos para tu entrada triunfal al banquete. ¡No tardes!
Eran las cinco de la tarde ya pasadas cuando dio comienzo el banquete de esponsales, aunque ya los impacientes convidados habían acabado con todas las empanadas, las de carne y las de cebolla, dando muy buena cuenta de, al menos, diez jarras de
pichuncho. Al aparecer en el jardín delante de ellos, Pedro Marcial alzó los brazos con fuerza y les gritó:
—¡Dentro de unos minutos tendremos aquí a la novia y vamos a recibirla como se merece! —Y se acercó al director de la orquestilla para darle secretas instrucciones.
A su orden comenzó entonces el desfile de criados y pinches, unos portando grandes bandejas con ensaladas para las mesas y otros, abriendo las cajas del Cabernet y del Merlot, que especialmente había escogido para acompañar la extraordinaria comida. Sus más allegados corrieron a su encuentro para palmotearle la adolorida espalda, abrazarle y besarle. Todos le agobiaban a preguntas sobre la maravillosa Julita, ansiosos por caerle encima y avasallarla con preguntas capciosas, queriendo saber todo de ella, dónde había nacido, de qué familia provenía y en qué colegio se había educado. En la mente victoriana de las más destacadas matronas de la ciudad ardía la curiosidad malsana por hablar con la intrépida joven que había sido capaz de cazar y casarse con el solitario león de Talcuri para que les relatase los pormenores de su estrategia para conseguirlo en tan pocas semanas. Toda una hazaña de conquista para una desconocida, porque el premio principal había sido un viudo pertinaz y, por añadidura, un platudo; por tanto, Julia era en ese instante el más jugoso objeto de inquisición en toda la historia de la provinciana ciudad sureña.
Mientras tanto, en la alcoba nupcial, ella entreabrió la puerta del cuarto de baño para comprobar que por fin estaba sola; miró la cama desordenada con un escalofrío y se envolvió en una sábana; se asomó sigilosamente al pasillo y acto seguido se encerró bajo doble llave. Desde el patio entraba la música de los acordeones, los vítores y los aplausos de toda aquella vociferante gente desconocida, y se puso roja de vergüenza de solo pensar que iba a enfrentarse indefensa a ese hervidero de extraños. El agua perfumada del baño y un duro restriego por todo el cuerpo con esparto jabonoso devolvieron poco a poco la calma a su trastocado espíritu juvenil. En tanto elegía ropa, gimió al mirar las paredes, porque en esa misma habitación, dos meses atrás, ella había cruzado victoriosamente la segunda de sus particulares puertas al infierno, la que la condujo directamente a esta misma alcoba, ahora nupcial. Se desplomó en el sillón y se quedó un instante traspuesta.
Todo comenzó precisamente cuando ella percibió con claridad que Pedro ya no la consideraba una chiquilla desordenada, sino una mujer. Fue así, inesperado, simple y perturbador.
Al abrir los ojos al momento actual, sonrió brevemente y se preparó para enfrentarse a una nueva y terrible prueba para su juventud, su presentación en sociedad. El mayor gentío al que ella se había expuesto en su vida fueron las fiestas invernales de su escuela en la caleta, con dieciséis años, cuando había recitado poesía ante casi cincuenta personas. Muy despacio comenzó a vestirse delante del espejo y comprendió lo que había sucedido. Su hermosa adolescencia y su dorada juventud yacían ahora muertas entre esas sábanas revueltas y sucias. De improviso, a la joven Julia le había llegado el tiempo futuro, sin entender muy bien cómo. Se hizo el propósito de no olvidar nunca aquellos primeros episodios amorosos que había vivido de muchacha entre los bosquecillos de su querida casa natal.
—Aquel fue mi verdadero mundo y siempre lo conservaré fresco en mi memoria hasta que sea una vieja pelleja, balbuceó Julia suspirando profundamente—, esto de hoy es mi penitencia.
Más tranquila salió de su habitación y se encaminó hacia la puerta de la entrada, aspiró profundamente y salió al exterior, sonriendo.
Una gruesa andanada de vítores y aplausos la recibió, a la vez que los músicos se arrancaban con una marcha nupcial. Se quedó pasmada al ver el inesperado recibimiento, y cuando buscó ansiosamente a su marido, este saltó como un puma a su espalda, la levantó con vigor entre sus brazos en señal inequívoca de potencia masculina y gritó con vulgaridad:
—¡Qué vivan las mujeres hermosas! ¡Y vírgenes! ¡Vamos a brindar por el amor! —Y sus más amigotes le aplaudieron a rabiar—. Y después, ¡a devorar!
De pronto, no se le ocurrió nada mejor que cargarla hasta la mesa principal del banquete, pese a sus airadas protestas, y cuando la bajó con torpeza, a la azorada novia se le vio toda su primorosa ropa interior color rosa. En un momento, los más allegados ya la habían empezado a conocer más a fondo.
En cuanto la pareja finalmente pudo sentarse en la mesa principal, sobre la descomunal parrillada giratoria instalada al fondo del patio cayeron decenas de trozos de rojas carnes de vacuno; las ristras de chorizos parrilleros ya se quemaban y las prietas negras humeaban con fuerza atufando el jardín e invadiendo las mesas, alborotando gravemente las papilas de los hambreados comensales. La jovencita Dorotea se acercó a los esposos llevando las dos primeras y gruesas chuletas en una bandeja de loza, chorreando humeante y espeso jugo y con el aroma de carne aún crepitando.
A continuación, se acercó Jacinto, el capataz de la bodega, quien fue el primero en saludar