José HVV Sáez

Cinco puertas al infierno


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punto de partida de un tráfico endemoniado de mozos con bandejas de carne y pinches con botellas de vino, sirviendo a destajo; enseguida dieron comienzo los bulliciosos fastos, con abundantes libaciones en honor a los recién casados y a su futura vida en pareja.

      —¡Por el amor eterno!

      —¡Por una larga vida plena de hijos y nietos!

      —¡Por el león herido!

      —¡Por las doncellas del mundo! ¡Qué nunca se acaben!

      Pedro estaba exultante y, sin soltar la mano de Julia, saludaba sin parar a todos los comensales, dedicando a cada uno frases apropiadas y cariñosas. En la mesa principal, a la izquierda de la pareja, se sentaban Rufo y Tola, padrinos de casamiento del novio, también recién casados. A la diestra, había dos sillas vacías.

      —¿Dónde está mi tío Samuel? —inquirió Julia a voces.

      —Se retrasa, seguro que tiene trabajo con los heridos en la ciudad —le contestó uno.

      Julia les miró a todos con la mirada hueca. Mi pobre padrinito que ni siquiera pudo estar en el casamiento, parece que tampoco llegará para el banquete. Mi pobre papi, abandonado en el sanatorio y mi amor, perdido en el océano, qué otra cosa peor puede pasarme en este día. Y encima tengo que divertirme. Haciendo como que comía con ganas, sonreía a los desconocidos y se quejaba de la ensalada de cebollas y del ají cachocabra.

      —¿Alguien sabe algo del alcalde Mancilla? —preguntó un funcionario.

      —No vendrá, tiene trabajo con el orden público y la atención a las víctimas del temblor.

      —¿Cómo que temblor? Perdona, pero ha sido un terremoto feroz…

      —El epicentro estuvo a unos quinientos kilómetros al norte, cerca de Puerto Grande —informó un edil, aplicado a una enorme empanada de pino.

      —Aquí en Talcuri nos han informado de más de veinticinco heridos, pero solamente se habla de dos muertos.

      Cuando Julita oyó eso, soltó los cubiertos tapándose la boca atemorizada.

      —Mi papá, Dios mío, cómo he podido olvidarme de él, pobrecito, qué susto tiene que haberse llevado… y qué solo se tiene que sentir en el mundo.

      —Ya lo he preguntado, en las montañas donde está ese sanatorio apenas se ha sentido, no te preocupes mi vida —la tranquilizó el marido. Y añadió—. Mañana temprano dejaré todo e iremos juntos a verle sin falta, te lo prometo, mi amor. Y ahora come, por favor, te noto muy desmejorada.

      —También hay bastantes daños en edificaciones viejas, de esas de adobe —seguía informando el edil.

      —Ya sabes que se cayó tu famoso campanario, ¿no, Pedro?

      —¡Caramba, con tanto ajetreo hasta me había olvidado de ese desastre! Lo he sentido caer casi sobre mis espaldas, Rufo, todavía me duelen las orejas con el estruendo que tuve que sufrir. Menos mal que yo estaba junto a mi mujercita para protegerla… Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Es nuestro sino como país. También mañana me ocuparé personalmente de eso… Y ahora, ¡un brindis por nuestra valiente y dura ciudad…!

      —Voy a buscar unos pañuelos —susurró Julia al oído de Pedro y se separó cuidadosamente de la mesa, dirigiéndose a la casa con estudiada lentitud, cimbreando la cintura todo lo posible.

      En cuanto entró a la casa, corrió hasta la habitación para encerrarse otra vez en su baño, aquejada de incontenibles arcadas, sintiendo que su pequeño estómago era una tormenta. Al rato salió de la habitación y pasó por la cocina a prepararse un enorme vaso de agua tibia azucarada. Maldita comilona, refunfuñó, sobándose el vientre.

      En el comedor del patio, todos daban cumplida cuenta de las estupendas carnes junto con las mazorcas recién cocidas y untadas con mantequilla fresca, el ají verde y el rojo en salsa, las fuentes repletas de ensaladas de lechuga, tomate, achicoria y aros de cebolla cruda. Cinco músicos, pintorescamente vestidos, tañían la guitarra y el acordeón, acompañando a un desabrido cantante que casi se caía del proscenio con todo el vino que llevaba encima.

      Cuando la desposada volvió a su sitio, Pedro ya se había parado para visitar a sus amigotes. En la mesa principal solamente quedaban sus padres, doña Ester Toledo y don José Gonzales, sentados justo delante de ella, mirándola con una indefinible mirada, entre ternura y desprecio, a la que Julia respondió sonriendo ampliamente, mostrando una actitud entre cariño y aprensión.

      —Oiga, Julia, ¿le conté como escapé de Francia justo el día que llegó la filoxera? —le espetó el viejo José apenas la chica se hubo sentado a la mesa.

      Y le soltó la larga historia, así, sin más, sin reparar en que la joven comía a duras penas un pellizco de cada cosa para que pareciera que lo devoraba todo. Al cabo de un rato apareció Pedro Segundo, el hijo primogénito de Pedro, que se acomodó entre sus abuelos José y Ester. Al inclinarse la joven sirvienta para servir el plato de Pedrito, este le metió disimuladamente la mano izquierda bajo las enaguas, mientras con la derecha abrazaba a su abuela, sonriéndole encantado. Desde la cocina, el hermanastro de la sirvienta, que lavaba los platos, se lo quedó mirando con odio contenido. También regresaron a la mesa las tías Angustias y Evelyn, provenientes del cuarto de baño, pero ninguna de ellas escuchó nada de lo que les ofreció la sirvienta como postre.

      En la mesa principal, se hizo un momento de pesado silencio, pues hasta don José se calló. Todos miraron a Julia de soslayo. Era su turno de incorporarse a la familia política rompiendo su silencio con algo importante que decir. Haciendo un esfuerzo supremo, dejó los cubiertos y le sonrió forzadamente a doña Ester.

      —¡Cuánta gente, ah!

      La chica recibió una mirada desinteresada de la señora por toda respuesta.

      —Yo nunca había visto tanta comida… y tan rica —insistió Julia valerosamente.

      Pero no consiguió romper la gélida acogida de la madre de Pedro. Julia iba a interpelarla nuevamente cuando vio con sorpresa que se incorporaba con dificultad y se alejaba de la mesa cojeando. La mujer había sido muy amable con la chica el año pasado, sin embargo, ahora se había convertido en su antagonista, una suegra que iba a ser casi imposible de tratar. Dirigiéndose entonces a Pedrito Segundo, la desposada le sirvió una copa de vino e intentó cambiar impresiones con él acerca de los nuevos estudios que el joven iba a comenzar muy pronto.

      —Sí, claro, ahora me metis conversa, después que no me hubieras dado ni boleto en todo el mes… Galla traidora —masculló el joven alejándose en busca de sus amiguetes en la mesa del pellejo.

      Menos mal que entonces apareció la tía Sabina, la esposa del doctor Rivas, muy alterada y sofocada, acompañada por un teniente de la guardia que la había conducido hasta allí desde Talcuri. La tía se sentó de inmediato a la derecha de Julia y, apenas consiguió calmar su agitación, se abalanzó sobre la joven y la abrazó con gran ternura; separándose un palmo, la miró a la cara con gran preocupación y la volvió a estrechar entre sus brazos.

      —No le pasa nada malo a tu tío —le dijo adivinando la preocupación en los ojos de la chica—, pero él no va a poder estar contigo hoy, tiene mucho trabajo en el hospital, por eso he venido yo en su lugar —dijo toda compungida—. No dejaré que nadie ni nada te perjudique hoy en este, tu día.

      Por suerte, la interesante, suave y amable conversación maternal de su tía Sabina pudo distraer a Julia lo bastante como para resistir el resto de la larguísima tarde. Poco a poco fue sintiéndose mejor, gracias a unos pequeños sorbos de vino, y empezó a participar más animada en las conversaciones con sus vecinos de mesa. Pero sin dejar de mirar con ansiedad hacia las demás donde estaban instaladas las más conspicuas damas de la comarca y de la región, todas ellas mirándola con hambre, pretendiendo echársele encima con ferocidad para arrebatarle todos los secretos de sus entrañas y echarla de nuevo al camino yermo por donde había llegado.

      Tras los postres, Julia advirtió que una señora madura se dirigía hacia ella con rapidez. Sabina