saludar a los recién desposados y, al fin, poder besar a la novia, mirarla a los ojos y, con suerte, hablarle algunas palabras.
Sin embargo, unos pocos allegados que aún se resistían a dar por terminada la fiestoca del casorio intentaban prolongarla a toda costa, disculpándose con un cuando escampe un poquito, aprovechamos. Mientras tanto, se entretenían dando el bajo a cuanto líquido se pusiera a tiro, excepción hecha del agua de los floreros.
—Te voy a mostrar los regalos de casamiento que nos han llegado —dijo Pedro, asiendo a la chica por el talle y besándole la mano—. Pedrito, ¿dónde estás? Ven aquí enseguida.
—Mmhh, mmhh —negó mudamente la vieja Dorotea apuntando con el mentón hacia el río.
Realmente aquello fue como abrir la cueva de los tesoros, porque allí todo lo que había relumbraba con fuerza, testimoniando la preeminencia, proximidad y el cariño por el novio. Lámparas de colgar y de pie, peroles de cobre bruñido, cuchillería de plata, loza inglesa, espejos venecianos, cuadros con marcos repujados en plata, un bargueño traído de Lima, esculturas de bronce, candelabros, relojes, mantelería bordada en Brujas, cojines de petitpoint, etc.; una infinidad de objetos acumulados sobre las mesas y regados por el suelo alfombrado, como si fuera una grandiosa tienda de antigüedades y regalos. Julia miraba con la boca, no abierta, sino desencajada, los ojos casi saltándosele y la mano en la garganta. Le asaltó la triste sensación en el estómago que esa sería la única vez que vería junta toda esa enormidad de riqueza, y que al fin y al cabo, tampoco le importaba demasiado porque ni siquiera era suya.
Pedro, alborozado, empezó a mostrar a Julia cada obsequio en particular, leyendo las tarjetas, explicando detalladamente quién lo enviaba y por qué lo hacía, hasta que ella, al límite del aburrimiento ante tantísimo nombre y razones desconocidas, le susurró a Pedro su deseo de retirarse un momento a la habitación.
—Te refieres a nuestra habitación —le espetó Pedro sonriendo—, conque ve acostumbrándote a tu nuevo estatus. ¿Qué te pasa, cariño? Pareces cansada.
—Debió ser el vino —exclamó Julia sobándose la barriga—. Me siento bastante mareada y muy molida.
—¡No estarás insinuando que MI vino pone mala a la gente! Seguro que ha tomado el de Aravena —dijo riendo Pedro y mirando a sus amigotes mientras abrazaba a su mujer con fuerza.
—Yo solo digo que tengo que retirarme, ¿o tengo que contarle todo lo que voy a hacer? Ahora mismo vendré. —Y sin esperar más comentarios, ella se desprendió del abrazo y salió presurosa hacia la alcoba matrimonial.
—¡Qué le vamos a hacer! —, le explicó Pedro a Jacinto, que aún bebía a su lado—. Es demasiado joven, pero ya aprenderá a apreciar nuestros grandes vinos, como casi todo el mundo, ¿no te parece? ¡Qué viva Viña Oro! Y a beber como es debido. Vamos a cantar todos, vamos, ¡alegría, amigos!
Julia penetró en la alcoba y se fue rectamente a la cama, atenazada por el recuerdo de su querido padre, enfermo y solo, ignorante de todo, y quiso soltar una lágrima pero no le quedaba ya ninguna. El cansancio y el agobio del larguísimo día pudieron con ella y, adolorida, apenas pudo subir las piernas a la cama, quedándose tal cual, casi atravesada, vestida hasta con los zapatos puestos. A sus oídos apenas llegaba la ahogada música de los agotados cantantes tratando de animar una fiesta ya moribunda por falta de combustible de calidad humano.
Al cabo de unas dos horas o así, se despertó sobresaltada; estaba segura de haber oído el ruido de un vehículo saliendo de la casa. Aguzó el oído, pero nada.
Imaginaciones mías, tengo que arreglarme, seguro que me están buscando. Ahora debería peinarme y pintarme, para volver con una cara más presentable. ¡Qué asco de vino y de comida! No sé cómo toda esa gente puede estar tanto tiempo con lo mismo, una y otra vez. ¡Dios santo, se me parte la cabeza, pero si son más de las doce! Y ahora, ¿qué ropa me pongo? ¡Qué día, con todo lo que tengo que hacer mañana temprano encima! ¿Pero dónde estarán todos? Están muy silenciosos… ¿Se les habrá acabado la cuerda ya? Ojalá que esta comilona espantosa se haya acabado… Por Dios, como me huele el pelo a cebolla y a humo… y esta ropa está ya toda transpirada… Esta blusa irá estupenda…
Julia se apresuró en acabar de arreglarse todo lo bien que pudo y abrió la puerta del cuarto, asomándose al largo pasadizo. La casa estaba envuelta en el silencio y la oscuridad, pero dentro de la cabecita de ella la música de la fiesta le daba vueltas y vueltas como un carrusel. Conteniendo la respiración, pegada la espalda a la pared, se deslizó cuidadosamente a lo largo del pasadizo, pasando por delante de varias puertas cerradas, hasta que llegó a la puerta principal. La abrió suavemente esperando sorprender a Pedro bebiendo con sus amigos, pero allí no había nadie. La lluvia recién había cesado. Cerró y se dispuso a regresar a su cuarto caminando de puntillas, no fuera que el bruto amo de casa apareciera de pronto reclamando su noche de boda.
En cuanto llegó, se metió dentro y echó el pestillo soltando un potente suspiro. ¡Mejor así!, se dijo sonriendo aliviada, mientras se ponía un delicado camisón de primorosos bordados que le había comprado especialmente Sabina para la ocasión. Esta vez no me romperás mi ropa, desgraciado, bruto, musitó, metiéndose entre las fragantes sábanas nuevas.
Pero la chica no logró conciliar el sueño de inmediato, sus ojos estaban cerrados pero la mente le bullía como una colmena. Repentinamente, su mente se detuvo al reparar en algo muy importante: pero, ¡qué tonta soy! ¿De qué tengo que preocuparme? ¡Ya estamos a salvo! Otra puerta más y casi habré llegado, se dijo con alivio, consolándose por completo.
Sentada en la cama, cerró los puños y se mordió el labio. Efectivamente, lo peor de su desventurado afán por sobrevivir ya había pasado. Pero el frío oleaje de la caleta le volvió a azotar la cara y la garganta se le llenó de sal, sintió otra vez el pánico indescriptible de no poder respirar: tienes que olvidarte del mar, como sea, tuviste suerte de que no te tragara… Eres una estúpida cabeza de chorlito…
Julia se apretó las sienes intentando detener las punzantes escenas de su malogrado intento por ahogarse: la virgen te salvó entonces, ahora tienes que pensar solo en la estupenda vida que podrías tener, tontorrona… ¡Pero si ya he visto claramente cómo va a ser mi vida junto a este guatón tan pesado! Ayayahi, ¿y si él llegara ahora mismo? Bueno, nada más, libro cerrado y fin de la historia. A dormir se ha dicho.
Durante unos instantes a oscuras, evocó las tres semanas recién pasadas, y la extraordinaria tensión que había tenido que sufrir para poder llegar al día de hoy. Sonrió pensando cómo solamente había tenido que ceder a los besos vinosos de Pedro para que este se lanzara desesperadamente por el camino del casorio; cerró los ojos satisfecha de su hazaña.
Julia llevaba varias horas disfrutando de un reparador sueño cuando dentro de la habitación resonó un seco golpe que disparó todos sus miedos; desconcertada, la aturdida Julia comprendió dónde estaba y despertó con un salto. Habían golpeado en la puerta de la alcoba justo cuando la primera lucecilla del alba empezaba a rasgar la negra cortina. Se levantó despacio, se calzó las pantuflas con el pompom blanco sin dejar de temblar, corrió a la puerta de la habitación para asegurar el cerrojo y puso la oreja en la madera. Estaba segura que era Pedro, terriblemente enfadado al no poder entrar en la habitación. Si abría, la recriminaría por haberlo abandonado abruptamente en la grandiosa celebración matrimonial y, encima, sin despedirse de los invitados que aún quedaban. Pero si no lo hacía, sería capaz de derribarla. Descorrió lentamente el cerrojo y luego giró la manilla del picaporte, esperando la entrada brutal del cónyuge, borracho hasta los pies.
Pero no tuvo que disculparse porque, al abrirse suavemente la puerta de la alcoba matrimonial, quien apareció en el umbral fue un muchachote de unos dieciséis años, con el pelo húmedo, desordenado, en mangas de camisa, respirando ansiosamente, con los ojos casi desorbitados, los puños crispados y el cuello enervado. Julia le observó atemorizada y, muy alarmada, le interrogó:
—¡Pedro Segundo! ¿Qué quieres a estas horas? ¿Le pasa algo a Pedro? Di, ¿qué haces aquí?
Pedrito estaba sordo a todo. Julia le vio dar un paso decidido hacia