pasado algo tremendo? Era una limousine negra la que tosía con estrépito mientras recorría el jardín en línea recta, o sea, por encima de los rectángulos de flores, hasta que se detuvo delante de la jardinera de rosas de la puerta principal de la casa, justo antes de derribarla.
El muchacho se quedó paralizado al ver que su padre salía del vehículo, sostenido por los sobacos por dos mujerotas muy gordas, vestidas con trajes muy largos y el pelo pintado de color rojizo. Otros hombres, con botellas en las manos, bajaron del coche también y las obligaron a meterse dentro a empellones.
Ya estaba a punto de saltar por la ventana para ayudar a su padre herido, cuando un tercer hombre, riéndose a mandíbula batiente a pesar de los esfuerzos de los otros dos por hacerle callar, se bajó del puesto de conducción y se acercó con rapidez para sostener a Pedro Marcial. Era Aravena, el viejo dueño del viñedo vecino. Pedrito vio con alivio que su padre también reía, por tanto ya no caería al suelo. Confuso, vio como el vecino lo arrastraba dentro de la casa, mientras el coche con los dos hombres y las mujeres giraba en redondo para regresar por donde había venido, camino del pueblo Río Amarillo.
Pedrito esperó unos minutos antes de abrir delicadamente la puerta de entrada a la biblioteca; al asomarse, distinguió a Aravena que estaba recostando a su semi-desvanecido padre en el sofá frente a la ventana. Antes que el hombre lo sorprendiera, Pedro Segundo ya había salido al patio exterior de la casa, donde aún resonaban los ecos del pantagruélico banquete nupcial.
Desconcertado, volvió a mirar la ventana de Julia y observó que estaba entreabierta, con la espesa cortina entornada, dejando escapar una débil lucecita amarilla.
Entonces fue cuando se le ocurrió lo de despedirse de ella para siempre. Y a lo grande. Se pegó a la pared y se arrastró como un lagarto hasta ubicarse justo debajo de su ventana. Con todo sigilo, espió por el agujero especial de la contraventana y vio que la joven vestía un largo camisón de dormir. Estaba inmóvil, con la oreja aplastada contra la puerta de la habitación, escuchando atentamente.
Bastante extrañado, entró de nuevo a la casa y volvió prestamente a su pieza, pero al girar el pomo para entrar, volvió con rapidez la cabeza y se quedó mirando fijamente la delgadísima línea de luz amarillenta que se colaba por debajo de la puerta de Julia.
Va a ser ahora, se dijo con decisión. Se giró y se encaró con la puerta, dispuesto a enrostrarle su culpa por hacer que su adorado y perfecto padre hubiese perdido la chaveta por completo. Y la acusaría de haberlo hechizado para separarlo de él, destruyendo su única felicidad. Aunque, pensó, también le voy a confesar lo feliz que fui en su compañía, cuando se creyó enamorado y correspondido por ella.
Pedrito seguía con el brazo levantado y los nudillos preparados para golpear con fuerza la puerta de la habitación de la chica. Y exclamó,
«¡Tiene que ser ahora, Segundo, está sola, en cuanto te abra, entrai y le dai un beso en too el hocico, con lengua si puede ser… Si total, no la vai a ver nunca más… Pero tenis que salir aprecue a donde sea… Entra ya, güevón miedoso…
Envalentonado, golpeó dos veces con fuerza, hasta que se entreabrió la puerta muy despacio y apareció Julia de pie en el dintel, mirándolo con gran inquietud. A él le pareció que ella le sonreía y que, al hacer ademán de retroceder, le estaba invitando a entrar en su habitación.
El muchacho entonces dio un gran paso dentro, le lanzó una mirada cretina, estiró el brazo y abrió la boca para descargar todas sus iras y sus amores contenidos durante tantas semanas recientes, pero la nuez se le subió hasta las amígdalas y, haciendo un gran esfuerzo por articular palabra, solo atinó a exclamar guturalmente dos palabras:
—¡Nunca, nunca!
Y escapó en torbellino.
Encerrado en su cuarto, sentado en el suelo a los pies de la cama, el joven Pedrito levantaba el puño una y otra vez hacia la puerta cerrada. Su cabeza estaba llena de instantes estupendos que pasó junto a ella en las recientes semanas del verano en la viña, pero se estremeció al recordarla caminando de blanco en la iglesia, para entregarse en los brazos de su mismísimo padre.
Soy un idiota perdido, ¿por qué demonios tuve que salir gritando al camino a parar la ambulancia? Maldigo ese minuto, pues uno antes o uno después y mi vida hubiera sido otra muy diferente… Y ahora, ¿qué chuchas voy a hacer? Mañana mismo me largo, ya no hay nada para mí en esta casa… Bueno, no. Primero voy a esperar a que estos dos se vayan de viaje de luna de miel y entonces me lanzo a la vida… Sí, señor, para cuando hayan regresado yo estaré ya muy lejos, sobando a mi rica morenita en una cama grande y calentita… si es que la encuentro.
Con ese tibio pensamiento, cayó rendido.
Entretanto, en la habitación de enfrente, la joven y dulce Julia dormía profundamente, sonriendo al recordar que aquel día en la ambulancia, gracias a Pedrito, ella había podido conocer a quien hoy la ha acabado de desposar, salvándola así de un negro destino.
«Ha sido fácil, gracias, virgencita pero ahora me queda lo más duro…
Episodio 4. De cómo Julita salvó Viña Sol
La ambulancia militar que transportaba al teniente coronel Nicolás Rivas y a su hija de dieciocho años, la señorita Julia Rivas, circulaba despacio por el camino que discurría a lo largo del caudaloso río Amarillo, por ser octubre un mes de grandes deshielos. Desde que habían salido de su casa en la caleta de Las Cañas, el militar y su hija conversaban animados sobre la belleza del paisaje: a la derecha, el río brincando ruidosamente, regándolo todo con una tenue nube de humedad que aleteaba sobre los floridos jarales; y al otro lado, las puntas bronceadas de los viñedos que llenaban el soleado valle.
Faltando poco para enfilar la curva del puente de piedra, apareció en medio del camino un muchacho que gritaba pidiendo ayuda, agitando los brazos con desesperación. El conductor, imprecando, tiró con fuerza de la palanca del freno haciendo que el pesado vehículo derrapara por el barrillo, hasta que se detuvo con brusquedad contra el muro del puente, haciendo que los viajeros resbalaran de los asientos. Un militar, muy alarmado, descendió prestamente del coche y, subiéndose los anteojos por encima del quepís, le increpó con severidad:
—¿Pero tú estás tonto, chiquillo? ¡Casi te estampamos contra el muro!
—¡Hay un hombre muerto! ¡Por favor, vengan a ayudar, lo aplastó un tonel y no respira! ¡Está allá dentro, en la bodega! —dijo el chico, sollozando histéricamente, mientras señalaba hacia los techos que asomaban al otro lado del puente.
—Bueno, bueno, ahora mismo iremos, tranquilízate, chico, súbete a la pisadera y llévanos allá. Somos del sanatorio militar… ¿Hay muertos?
El coche se puso nuevamente en movimiento, enfiló el puente y, guiado por el joven, entró a la izquierda por un sendero lateral de tierra, bordeando una larga tapia de adobe hasta detenerse delante de una explanada con un portón de gruesa madera coronado por un arco donde podía leerse Viña Sol en delicadas letras de hierro. El chico abrió una hoja del portón y el vehículo entró al antejardín de una bonita casa de piedra caliza, tejada con alerce, la cual rodearon con cuidado para luego cruzar un gran patio trasero y detenerse delante de un gran galpón de ladrillo sin ventanas. Allí se encontraba una decena de trabajadores hablando y gesticulando, que se callaron enormemente sorprendidos al ver entrar un vehículo gris verdoso con una gran cruz roja pintada en la puerta.
—Allá dentro está el muerto —chilló el mozalbete.
—Cabo, traiga mi maletín —ordenó el militar, abrochándose una bata blanca sobre la casaca.
Ambos uniformados entraron corriendo dentro de la bodega, guiados por los trabajadores, mientras Nicolás y su hija Julia permanecieron sentados en el interior del vehículo, mirando atentamente.
Al cabo de un instante, se oyó el estruendo de una puerta al abrirse con gran violencia. Un trabajador moreno y de pelo largo, con un pañuelo negro al cuello, salió corriendo del galpón para adentrarse velozmente entre las hileras de vides recién podadas, hasta una tapia que escaló y saltó con gran facilidad.