José HVV Sáez

Cinco puertas al infierno


Скачать книгу

al señorito para que venga cuanto antes.

      —Oiga, señor, ¿no tendrán ustedes un poco de yeso por aquí? A este hombre hay que inmovilizarle el hueso cuanto antes.

      —Hombre, ¿ve usted ese cerro de allá enfrente? Es todo de yeso… —, ¿Cuántos sacos necesitan? —le respondió José, muy divertido.

      Ante la decidida actitud de doña Ester, los dos sanitarios, hambrientos y cansados, no se lo pensaron dos veces y aceptaron la sabrosa invitación. Enyesaron convenientemente al herido y disfrutaron de una merecida reposición de fuerzas.

      —Ahora, mientras menos se le mueva, mejor. Dentro de una semana, con el reposo, el entablillado y con estos calmantes estará en condiciones de ser traslado para una observación del traumatólogo —informó el capitán médico.

      Julia y su padre, testigos involuntarios del accidente, no pusieron objeción, aunque la impaciencia por llegar a Talcuri antes que anocheciera se les notaba. La preocupación era porque el teniente coronel Nicolás Rivas, un veterano de la guerra de fronteras, debía internarse en el hospital para unos exámenes rutinarios, y por otra parte, a Julita le habían dado solamente un corto permiso en la fábrica de conservas de la caleta, donde ella trabajaba de aprendiza.

      Al fin suspiró aliviada cuando todos se levantaron de la mesa y se dispuso la partida. Cuando ya se habían despedido y salían de casa, se toparon de frente con el dueño, don Pedro, que entraba con toda la pinta de haber participado en una gresca fenomenal; los pelos alborotados, la camisa rota y sucia, las manos con restos de sangre y los pantalones mojados con vino.

      —¿Ya se van? Pero… ¿y mi Jacinto? —Y entró a la casa llamándolo a voces.

      A los dos minutos salió de nuevo al jardín.

      —Hagan el favor de volver todos al salón, todavía no es hora de irse. Voy a asearme y a ponerme decente y enseguida estoy con ustedes. Tenemos que hablar muy seriamente, esto ha sido en realidad una tentativa de homicidio, por decir lo menos. Los rurales están en camino y querrán interrogar a todo el mundo, especialmente a los médicos y a la chica, que es nada menos que el testigo de cargo en este caso —dictaminó Pedro, señalando a Julia.

      Los sanitarios protestaron por la tardanza que les iba a suponer tal inconveniente, a lo que Pedro repuso que, sin portar armas, no era aconsejable circular de noche por ese camino y aún menos con civiles indefensos, y una chicuela, como la llamó.

      —Nosotros somos militares —repusieron ellos.

      —Sí, ya lo he advertido, pero ustedes deberán declarar a los rurales los hechos ocurridos en mi bodega, quienes luego les podrán escoltar hasta Río Amarillo, al menos; es que por este lado del río hay mucho pillaje, los bandidos van asaltando las viñas y a los viajeros desprevenidos.

      Y tras sus instrucciones, Pedro desapareció dentro de la casa, dejándolos a todos con un palmo de narices, mirándose unos a otros con bastante temor.

      —Me parece entonces que no habrá más remedio que pasar la noche aquí —dijo el capitán médico con resignación —, esto va para largo. ¿A usted qué le parece, mi teniente coronel?

      Nicolás, suspirando con la decisión, se quitó la chaqueta mientras Julia se quedaba mirándolo. En su corta vida jamás se había tenido que relacionar con la policía y, ¿ahora resulta que ella era la pieza clave de un acto de violencia? ¡Chitas la payasá!, se dijo cansadamente, con una mezcla de fastidio y curiosidad.

      Al fin entró en el salón el dueño de casa, muy atusado y limpio como una patena.

      Julia, sin pensarlo, no pudo evitar fijarse en el hombre.

      Pedro Gonzales, el gran patrón de la afamada Viña Sol, tenía 36 años, alto, de andar atlético, pelo oscuro abundante, grueso y algo lacio, ojos como aceitunas y una mirada penetrante, como la de su madre; a ello se oponía su tez blanca pero muy tostada, señal de una constante vida al aire libre, pocas entradas en su frente, cejas pobladas y la inconfundible nariz aguileña sefardí. Sus ademanes eran rápidos y contundentes, muy enérgico de carácter aunque de educada actitud escuchante, pero muy difícil de convencer. En sus acciones quedaba patente el esfuerzo educativo de su madre y la fortuna del padre.

      Cuando todos estuvieron en el salón, sacó dos copas y sirvió coñac a borbotones, salpicando bien la bandeja.

      —Mis padres les podrán jurar que yo no soy precisamente un creyente pero, recórcholis, lo de hoy tiene una muy difícil explicación que no sea la de intervención divina —dijo pasando el otro coñac a don José y bebiéndose el suyo de dos tragos.

      —Jehová está siempre con los justos —musitó doña Ester, mirando a Julia con arrobo.

      Y Pedro prosiguió:

      —¿Por qué diantres pasaba un coche hospitalario por delante de mi casa, en este camino tan desolado, precisamente cuando ocurrió el terrible accidente de mi amigo Jacinto? Bueno, he dicho accidente, esperen a que les cuente, porque todo esto ha sido un clarísimo intento de asesinato.

      Los presentes lanzaron un ahogado ¡oh! que se quedó flotando en el ambiente mientras duró el silencio en el que él empleó en paladear un sorbo de coñac; señalando hacia las habitaciones, tronó:

      —Yo era quien debía estar en esa cama ahora mismito, a lo mejor, bien tieso.

      —¡Por Dios, hijo! Baja la voz, qué manía de chillar tanto, ¿pero qué barbaridad estás diciendo? —exclamaron los padres al unísono.

      —Sí, sí, lo pueden creer. Es lo que me ha confesado ese infeliz gañán que hemos capturado casi in fraganti.

      —¿Eso ha dicho ese hombre? No me lo puedo creer.

      —Sí, mamá, y de no ser por esta bonita chiquilla de carita tan inocente, ahora estarían todos ustedes llorando. —Y precipitándose hacia ella la abrazó estrechamente.

      Todos los ojos estaban clavados en ella. Julia, con los brazos pegados al cuerpo, sintió que el rubor que se le subió a la cara le quemaba hasta las pestañas.

      —¿Yo? —exclamó con un hilo de voz. Pedro asintió con excitación y, sin soltar a la chica, les relató en detalle el feroz interrogatorio al que había sometido al malhechor del pañuelo negro.

      —Era un sicario, un asesino de encargo —explicó tranquilamente Pedro mirando a Julita, mientras se apuraba otro coñac, y esta temblaba de emoción.

      —¿Ese pobre diablo quizá necesita atención médica? —inquirió nuevamente el médico, haciendo ademán de levantarse para ir a socorrerle.

      —Tranquilícese, doctor, mis hombres están ocupándose de él, está muy bien cuidado. Pero sí que necesito que vea a dos de los míos, que ese gañán ha herido con su arma —les pidió Pedro— Como les iba diciendo, ese desgraciado recibió el encargo de asesinarme, todavía no nos quiere contar quién es el verdadero contratante, porque siempre hay hombres de paja de por medio, pero ya lo sabremos y muy prontito. Desgraciadamente para él y para mi pobre capataz, ¡me confundió con el pobre Jacinto! Y cuando se dio cuenta de que se había equivocado, se escondió detrás de la tapia a esperarme y cogotearme; entonces fue cuando esta chica maravillosa lo sorprendió. —Y nuevamente le besó la mejilla, mientras Julia seguía a su lado, tiesa como una estaca.

      Dorotea entró al salón con unas empanadillas de manzana, pastelitos y té caliente para todos. Luego estuvieron hablando un buen rato hasta que regresó el médico y dijo:

      —Bueno, ya hemos curado a esos dos obreros suyos, pero uno tiene una herida grave en el cogote, me lo llevaré al hospital con nosotros. Ahora, si nos disculpan, se está haciendo tarde y mañana queremos estar en movimiento antes que claree. Si viniesen los rurales, me despiertan a mí. De todos modos dejaré una declaración escrita y firmada.

      —Un último brindis por la heroína del día, sí, señor, por la chica tan lista que me permitió pillar esta conjura a tiempo —

       exclamó el patrón—. ¡Salud