José HVV Sáez

Cinco puertas al infierno


Скачать книгу

para recoger unas parihuelas y unas frazadas. Mientras le ayudaba a llevarlas, Julia relató al enfermero la huida que acababa de presenciar, pero notó que él no hizo demasiado caso de la historia, asintiendo vagamente. Al entrar en la bodega, vio que allí dentro se alineaban filas y filas de toneles recostados uno encima del otro hasta casi alcanzar el techo. Un alarido doloroso brotó de detrás de una de las filas, retumbando dentro del recinto.

      Al acercarse, la chica se encontró con un círculo de compungidos peones que miraban al suelo; ella siguió al sanitario hasta que este se inclinó al lado del capitán médico; entonces vio que estaba sujetando a un hombre de edad madura con la pierna rota y el zapato apuntando hacia atrás, que yacía en el suelo gritando destempladamente y agarrándose la cabeza. Mientras el enfermero armaba las parihuelas para meterlas bajo el cuerpo del herido, el médico aplicaba un grueso trapo con cloroformo sobre la nariz del accidentado.

      Trinques, flejes de acero y duelas rotas yacían por doquier. Varios toneles estaban repartidos con desorden por el suelo, ya que al parecer toda una fila se había desmoronado. Julia, queriendo observar mejor, se acercó un poco más; allí olía fuertemente a alcohol y a madera, hasta que despavorida se halló pisando un lago de sangre. Entonces se alejó gritando, seguida muy de cerca por el chiquillo del camino.

      —Es vino, no te preocupí —exclamó este, sujetándola por el brazo—, no es sangre. ¿No vis que tiene espumilla? Es un carísimo Gran Reserva —repetía en tanto el líquido se escurría lentamente por un sumidero—.

      —¿Eres enfermera? —preguntó el muchacho mientras la llevaba fuera.

      Dos peones salieron de la bodega portando la parihuela con un hombre y se alejaron con rapidez en dirección a la casa de piedra.

      En el exterior de la bodega se formó un corrillo de trabajadores hablando alborotadamente. Uno que llevaba una hachuela en la mano dijo en voz alta:

      —Yo rompí el barril que lo tenía aplastado, era uno de 220. Pobre gallo, ya estaba jodido cuando yo llegué.

      —Pobre Jacinto, seguro que pierde la pierna.

      —Qué milagro que pasaran esos médicos en ese momento.

      —Parece que le allanó la pata —añadió otro.

      En ese momento se oyeron las carreras presurosas de alguien acercándose al lugar; Julia vio aparecer a un hombre de unos cuarenta años, sofocado, que la apartó intentando entrar precipitadamente en la bodega, con la cara congestionada por la noticia que le acababan de dar y gritando:

      —¿¡Dónde está Jacinto!? ¿¡Qué le han hecho a mi capataz!?

      —Los médicos ya se lo llevaron a la casa —le informó Julia solícitamente, señalando hacia la vivienda.

      Y se tuvo que apartar rápidamente para evitar el huracán de hombre que pasó corriendo por su lado en dirección a la casa, con la desesperación pintada en la cara. La chica regresó tranquilamente hasta la ambulancia para relatar la aventura a su padre y conducirle al interior de la casita. En la puerta de entrada, Julia se encontró nuevamente con el hombretón, que estaba hablándole al médico militar con gran vehemencia; y sin pensarlo, les interrumpió con gran decisión.

      —Oigan, recién he visto a un gañán que salió corriendo de esa bodega de los toneles y saltó aquella tapia del fondo, llevaba en la mano una azada que tiró hacia el otro lado —les dijo ella describiéndolo con gran precisión.

      Los dos hombres se la quedaron mirando sorprendidos, pero el cuarentón reaccionó instantáneamente vociferando órdenes a un grupo de trabajadores para que organizaran cuadrillas de búsqueda. Él mismo entró a la casa corriendo y en un minuto regresó portando un grueso revólver y se fue corriendo tras ellos. Volvió al poco rato, secándose la transpiración, y entró en la casa preguntando a voces sobre el estado del herido.

      —Solamente es una doble fractura de peroné y una clavícula rota, pero si ese barril le llega a rodar por encima, lo mata —informó el médico—. Aunque ambas heridas tardan en cerrar, cursan muy bien. Perdone, ¿es usted el encargado de la viña?

      —Soy el dueño de todo esto, me llamo Pedro Gonzales —les contestó el hombre.

      —Mucho gusto, yo soy el doctor Navarro, y este es el teniente coronel Rivas, nuestro paciente. Ah, y la chiquilla es su hija que lo acompaña. El cabo enfermero y yo somos del sanatorio militar y le llevamos al hospital de Talcuri.

      —Yo soy de Talcuri —dijo Pedro.

      —Nosotros somos de Las Cañas —le informó modosamente la chica.

      —Oye, nena, gracias a ti hemos pescao a un peligroso maleante, ya veremos si tiene algo que ver con esto; mis hombres lo están interrogando y seguro que va a cantar como un jilguero. Estaba emboscado detrás de la tapia que nos dijiste, ha herido a dos de mis hombres pero ya lo tenemos bien atado. Tengo que volver con ellos para interrogar al facineroso pues seguro que va a contarme algunas cosas interesantes ahora que debe estar más ablandado —añadió Pedro y regresó rápidamente hacia el patio trasero de la casa.

      Una señora muy amable, respetable y bien vestida salió al jardín y con acento extranjero se dirigió al grupo:

      —Haced el favor de pasar al salón, no os quedéis ahí en la puerta, por favor. Ya empieza a refrescar. Pasen, pasen, por aquí. Vosotros no sois de por aquí, ¿a qué no? —preguntó amablemente.

      —Somos del sanatorio militar, señora. Venimos de recoger al teniente coronel en la caleta y ahora lo llevamos al hospital para un reconocimiento médico.

      —¡Ya es casualidad que pasaran justo en el momento apropiado!

      —Ya lo creo, señora, una hora más y este hombre se desangra.

      —Y diga, joven, ¿no podríais conducir al herido también al hospital, ya que vais para allá? —preguntó un señor muy bien trajeado, entrando al salón con una copa en la mano.

      —Podríamos, pero no es aconsejable mover a este hombre. Vea, señor, un transporte tan largo sería muy perjudicial para su estado, que es de mucho reposo y cuidado. Le hemos encajado la rótula de la rodilla y hemos unido el peroné que por suerte está quebrado limpiamente; en resumen, ya lo hemos estabilizado, ahora tenemos que esperar a que se sequen los antisépticos cutáneos y, a continuación, habría que entablillar —contestó el médico—, aunque no tenemos medios.

      —¡Ah, entiendo! Vamos a dejar que este hombre se reponga bien, entonces. Perdone que no nos hayamos presentado, es que con este inmenso jaleo no estábamos para muchas formalidades. Soy Ester Toledo, señora de Gonzales y este es mi esposo, José. El accidentado es nuestro estupendo capataz, el jefe del viñedo, Jacinto. El dueño es mi hijo, Pedro Marcial. Y usted es una jovencita muy guapa, por cierto, ¿cómo se llama, querida?

      —Gracias, señora. Yo me llamo Julia. Oiga, ¿podrían darle agüita fresca a mi papi?

      —¡Ah, Pedrito! Aquí está este picaruelo, gracias a Dios que les encontró a tiempo —añadió la señora, cogiendo al chico de la mano con mucho cariño—. Ven aquí a saludar a esta señorita tan encantadora. Es mi nieto, se llama Pedro Segundo, ¿sabe?

      —¡Abuelo! Papá le está dando combos en l’ocico al ladrón… Dijo que vendrá ahora, está muy ocupado con ese bandido que hemos cogido, gracias a ti —le dijo el muchacho a Julia con admiración por su valentía.

      En ese momento se oyó un grito desde la habitación contigua y el enfermero corrió para ver qué le ocurría al accidentado.

      —Lo que me temía, tiene muchos dolores, mi capitán. Le he arreglado un poco el entablillado, pero mucho más no se puede hacer aquí —le informó al médico al volver.

      —Bueno, administra la novocaína, cincuenta miligramos, no más, pero rapidito, porque enseguida tenemos que reanudar el viaje, ya es tarde y no quiero que nos pille la noche —ordenó el médico, cogiendo su maletín.

      —¿Marchar? ¡Por nada del mundo! —repuso