José HVV Sáez

Cinco puertas al infierno


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Administración. Antes que me pregunte por lo sucedido, se lo diré: metió la manita donde no debía y se la aplastó una pesada roca.

      —Entiendo.

      —No, no lo creo. Se ve a la legua que es usted nuevo en esto de la administración pública, mi estimado Gonzales —le dijo la autoridad mientras clavaba sus ojos pardos en los de Pedro—. Aquí tratamos diariamente con la abnegación, la renuncia y, sobre todo, con la competencia.

      —Lo puedo imaginar, intendente Riesco, y además, si me permite, seguro que tiene su razón de ser en la llamada poderosa que muchos sentimos para servir a los conciudadanos y no a los amigos, ¿verdad? — declamó Pedro.

      —Así es, mi estimado contralor —manifestó el intendente, remachando el título—, pero sin pasar por alto a esos conciudadanos escogidos que son los buenos amigos. En este caso, la fidelidad y el sacrificio son requisitos fundamentales para merecer un cargo de mi confianza, y en usted he visto claramente esas virtudes.

      —Y para ese cargo que menciona, ¿yo tendré que ir en alguna terna? —inquirió Pedro con gran satisfacción.

      —La respuesta es sí, aunque eso sea un procedimiento torpe y mal pensado, pero déjeme decirle un secretito, yo tengo una varita mágica que permite que sea elegido quien convenga a los altos intereses territoriales, porque por la acera caminan muchas honestas y excelentes personas, pero ¿qué sabemos de ellas? —explicó el funcionario mirando atentamente la licorera.

      —En tal caso —respondió Pedro con reverencia, sirviéndole una generosa copa de su mejor coñac francés—, no se hable más, estoy a sus órdenes, intendente. Me llena usted de satisfacción y debo decir que también me gustaría participar más activamente en el gobierno para organizar mejor todo el asunto de la expansión de los viñedos. He pensado que ahora mismo el…

      —Mire, Pedro —interrumpió el intendente pasando el brazo por el hombro y omitiendo ya el tratamiento—, es que una cosa conlleva la otra. Si todo va como espero, dentro de un año de duro trabajo sería usted el candidato ideal para secretario general de la asamblea de empresarios y vitivinicultores de mi región. Pero lo verdaderamente interesante y seductor es que también ese secretario sería automáticamente ungido presidente de un club agrícola que pretendo crear dentro de poco; para que se conozca en detalle mi gran labor a favor de esta región, que es tan mía como suya, Gonzales. Así sabré de primera mano cuáles son las necesidades más acuciantes de mis mandados.

      —Estoy abrumado, intendente.

      —Usted es el primero a quien le hablo de esto, mi caro amigo, hoy me ha dejado usted muy impresionado por su temple y su arrojo… Por no mencionar la extraordinaria valentía de su preciosa y juvenil esposa; es que puedo verla jugándose la vida encerrada dentro de esa sacristía, con los techos a punto de desplomarse sobre su cabecita… todo por su deseo de unir su destino al suyo, una gran historia, créame, ¡qué escena tan extraordinaria! Y eso que a mí no es nada fácil impresionarme, debo decirle. Me he dado cuenta del tirón que tiene usted en esta ciudad y, si acepta y su bonita esposa le apoya, le puedo asegurar que esta es la antesala de una fulgurante vida entregada a la función pública. Hay mucho para conquistar. Y ahora el deber me llama. Vengan ambos a visitarme dentro de una semana a mi casa. Hasta luego y gracias por todo.

      Las puertas del cielo se acababan de abrir ante Pedro, al son de trompetas. El príncipe-intendente le hacía señas para que se acercara a compartir la conquista, la lucha por ganar a los demás. Y él no pensaba resistirse ni un ápice. No habría nada ni nadie que le impidiera ahora sojuzgar a sus contrarios. Y se precipitó a los brazos de su nuevo mentor, a quien despidió con efusivas muestras de adhesión, respeto y acatamiento. Sonrió empachado de satisfacción; ya era un hombre público, un protector, un padre de la patria. Por lo tanto, se dijo enardecido, mi comportamiento y mi vida familiar ya serán de dominio público, por consiguiente, han de ser intachables. Mi esposa y yo estamos llamados a ser ejemplos de personas que viven sin mácula.

      Cuando volvió al lado de Julia en el banquete ya eran más de las seis de la tarde, y los menos allegados estaban inquietos porque de la torta nupcial no se decía nada. Julia se lo recordó suavemente a su marido.

      —Tienes mucha razón, ¡es que tengo que estar en todo, por las rechuchas del mono! —le contestó Pedro con voz pastosa y se incorporó de su asiento con cierta dificultad—. ¿Qué pasa con el vino en esta viña? ¿Ya se ha terminao? — gritó a voz en cuello, a la par que aporreaba una jarra de cristal vacía con un cucharón de plata—. No se preocupen, si es necesario lo traeré de la viña del Aravena, aunque tu vino sea imbebible, como todos sabemos, ¿no es cierto, amigo?

      Las risotadas de muchos achispados comensales resonaron por toda la propiedad, mientras los dos viñateros se abrazaban, palmoteándose fuertemente en la espalda. Pedro levantó una botella y se dirigió a todos:

      —Bueno, ahora que estamos bien surtidos que entre el champagne, pues vamos a llenar las copas para brindar por esta linda chiquilla que me ha tocado en suerte como esposa y con la que espero desbordar esta familia de hijos y nietos. —Y levantando de golpe a su esposa de la silla, intentó, torpemente, besarla en el cuello en busca de la boca y, al fracasar, se animó todavía más—. Ahora vamos a bailar y enseguida cortaremos la torta más grande del país. —E hizo un ademán de director a los músicos que se arrancaron de inmediato a todo meter con los primeros compases de Der shoenen blauen Donau.

      Dos reposteros vestidos de albo delantal con un vistoso bordado de la Gran Pastelería Ribalta entraron en escena portando un palanquín sobre el que descansaba la espléndida torta nupcial de catorce pisos. En el momento que el flamante marido cogió la mano de la esposa, que sostenía la gran paleta de plaqué, se hizo patente la primera lluvia de finales de febrero, la que llevaba horas anunciando sordamente que también se dejaría caer por el banquete. Descargó como una catarata de gruesos goterones que en un minuto empaparon la plataforma de madera para el baile, provocando que muchos inestables invitados comenzaran a correr en busca de refugio dentro de la casa; entre tanta batahola, la tía Angustias tastabilló y, no hallando nada mejor donde agarrarse para no caer que el mantel de la mesa, arrastró la grandiosa torta de novios en su despatarrado tropezón. Ambos, la señora y los catorce pisos, rodaron por el entablado estrechamente abrazados. En cuestión de minutos el violento chaparrón disolvió el chocolate y la nata por el piso. Desde el porche Julia miraba con desolación el cómico cuadro, pero estaba lejos de reírse.

      «¿Hasta esto te parece mal?, preguntó, mirando a la tormenta a la cara.

      La banda tuvo que correr a guarecer los instrumentos dentro de la casa. Todos los invitados permanecieron en el corredor a esperar que escampara.

      —En este matrimonio lo tenía previsto todo, todo, menos esta inoportuna lluvia de mierda.

      —Tienes razón, Pedro, sí que tiene gusto a mierda —dijo uno, completamente empapado.

      —Esta sí que es lluvia, joder —aplaudió el viejo José buscando la jarra de ponche romano—, como las de Langreo, de las que levantan a sus muertos.

      —Esto es el colmo. Mañana mismo voy a hacerme aquí una galería acristalada —prometió Pedro.

      No quedó nadie en el jardín, solamente la gruesa lluvia que repiqueteaba sobre la tarima para bailar, las grandes mesas desnudas del casorio más grande que se había visto en la ciudad en mucho tiempo y un par de chopos viejos en la tapia del fondo, chorreando de agua.

      —A mí no me gusta este patio, tan grande y pelao como una alfombra vieja —interrumpió Julia, dirigiéndose a José y a su mujer—. A mí me encantan los árboles, el agua, el sol, el mar, por supuesto.

      —Pues entonces, haberte quedado por allá —masculló doña Ester.

      —¡Cuánta razón tienes, Julita! Esto es mesetario, pero para eso yo soy el patrón, especialmente si es para dar gusto a mi querida niña. —Y se dirigió voceando hacia la cocina—: A ver, que llamen a Emeterio de inmediato, aunque esté durmiendo la mona, que seguro lo estará, me lo reportan aquí al tiro. Vámonos dentro, cariño, que la tarde se está quedando que dan