Su rostro empalideció de indignación y, justo cuando abría la boca para recriminar con acritud a su hijo Pedro por su total falta de sensibilidad hacia el sagrado voto del matrimonio y la tremenda desconsideración hacia ella, su mirada se cruzó con la de la aterida Julia, su inesperada y silenciosa nuera.
Sorprendida, Ester no vio en sus ojos a la chica atemorizada y sumisa que se acurrucaba en los brazos de su hijo, sino a la perfecta efigie de una desconocida, fría y calculadora, que acababa de atrapar al pez más gordo del goloso río de los ricos casamenteros de la región. Sus manos hicieron ademán de agitarse para increparla duramente por lo que hizo, pero sus palabras quedaron sin voz, se arrepintió y prefirió acercarse a su hijo y acariciarlo, pensando en que un matrimonio de semejante laya no podría nunca ser validado por las autoridades eclesiásticas. Conque, se dijo sonriendo, esta raposa no logrará su propósito, de este matrimonio ya me encargo yo que no prospere, ¡pero si no hace mucho en mi casa esta era una mosquita muerta! La mujer que conviene a Pedro es la que yo le había escogido, reflexionó iracunda Ester, clavando las uñas nacaradas sobre el bolso dorado de croché.
El atronador ruido de la marcha y el abundante polvo tampoco facilitaron una conversación familiar sobre el matrimonio recién celebrado.
—Seguro que habrá una mejor ocasión de hablar de esto —le dijo a José, con voz queda, tirándole de la chaqueta.
En cambio, Julia Rivas, la recién desposada, luchaba para apaciguar sus torbellinos interiores. Su relación con Pedro Marcial había transcurrido a una velocidad de vértigo, pues conocerlo, intimar, besarle y casarse fue cuestión de pocas semanas. Miró la ventanilla nuevamente y se vio la cara por primera vez tras horas de asedio y de carreras sofocantes: estaba horrible. Pero no le importó en lo más mínimo. Hasta consiguió arrancarse una sonrisa ante un pensamiento definitivo: había logrado que nadie viera su rostro y así, logró cruzar con éxito la tercera puerta hacia el infierno que le esperaba; y continuó todo el viaje retrepada en el regazo de su esposo, dejándose acariciar el pelo y las mejillas.
Eran las tres y media de la tarde cuando el Daimler llegó a Viña Oro.
Ella lo recordaría siempre como un día atormentado, porque Proteo también quiso tomar parte de él, trocando una blanca boda en un sainete polvoriento que a punto estuvo de acabar como un negro funeral.
Episodio 2. Los fastos esponsales
El nutrido y ruidoso cortejo de parientes y autoridades provenientes de la catedral se detuvo finalmente en la puerta de entrada de la casa de Pedro Gonzales, bajo un enorme arco con un letrero de oxidada caligrafía que rezaba Viña Sol.
Viña Sol, bautizada así por el pionero José Gonzales, era el viñedo más rico de la región, situado justo en el centro de un valle encajonado por la cordillera y el océano. Hacia el norte, las verdes y ondulantes plantaciones ocupaban cerca de cincuenta hectáreas y por el oeste, morían en las faldas de los montes costeros, entre los cuales descollaba el Cerro Polvoriento, cuya cara marítima era un muro calizo roto por innumerables calas que se abrían ante el espumoso mar. En una de esas, se encontraba escondida la minúscula caleta pesquera conocida como Las Cañas, donde nació y se crio Julia Rivas, la dulce novia.
Ella contempló con pánico los soberbios portones de hierro fundido de la entrada principal a la viña —otra puerta que cruzar— que ahora estaban excepcionalmente abiertos de par en par, a la espera de la comitiva nupcial procedente de Talcuri. El chauffeur llevó el Daimler lentamente hasta colocarlo bajo el imponente pórtico, desde donde hizo sonar repetidas veces el grave claxon. En la explanada de la casa de campo, llena de toda clase de vehículos, los recién casados esperaron unos minutos teatrales y, cuando se hubieron congregado los comensales en el corredor y en el jardín, descendió Enrique, muy envarado y con la gorra bajo el brazo, para abrir ceremoniosamente la puerta trasera de la limousine. En primer lugar salió Pedro Gonzales y, tras responder sonriente a los entusiastas vítores, alzando los brazos y empuñando las manos, se giró e introdujo medio cuerpo dentro del vehículo. La expectación era máxima entre todos los convidados al banquete, que clavaron la vista en la portezuela que venía con la cortinilla lateral bajada.
Primeramente, apareció la delgada y blanca manga del vestido, sostenida por el consorte con delicadeza, evitando obstruir la vista del gran brazalete de esmeraldas; a continuación, empezó a brotar la amplia campana almidonada del vestido, bellamente bordado con mariposas y palomas y rematado en un zapatito puntiagudo de charol gris que se posó dulcemente en la reluciente estribera. Todo ello aún rociado con delicadeza con el rojizo polvillo del techo de la catedral. La gente soltó una ahogada exclamación cuando apareció la abundante cabellera ensortijada, tocada con una pequeña diadema plateada. Al alzar la vista, con el velo rasgado echado sobre la cabeza, la esbelta figura de Julia Rivas se completó radiantemente. Por unos segundos se quedó azorada y confundida ante tanta gente desconocida que le parecía que la desvestían con la mirada, y se tuvo que apoyar con fuerza en el brazo de su marido, quien estaba contemplándola con arrobo.
Los fotógrafos corrieron hacia ellos portando sus trípodes de madera, buscando el mejor ángulo para satisfacer la orden de don Pedro de obtener una pose especial de los recién casados; les rogaron que se detuvieran y a ella le solicitaron una y otra vez que sonriera y saludara. Julia, todavía alelada ante el jubiloso recibimiento, logró por fin esbozar una mueca de alegría y abrir la boca para corresponder educadamente a la calurosa bienvenida; sin embargo, estaba sorda a la oleada de murmullos de admiración, ahogadas exclamaciones y maledicentes comentarios de los convidados y ciega a los fogonazos del mercurio. Ella solo oía la apresurada cabalgata de su corazón.
—¡Qué bonito color de ojos! Parecen avellanas.
—Y qué delicados pómulos
—Tiene que ser muy jovencilla…
—¡Y virgencita!
—¡Vivan los novios!
—¡Qué bonita la chiquilla!
—¡Qué grácil! Es como tener una princesa en la cama.
—Ay, caracho, ¿cómo se puede tener tanta suerte en la vida?
Don Pedro intentó entrar directamente con ella en casa, pero sus entusiasmados amigos no se lo permitieron; los fieles compadres Rufo y Tola, portando dos grandes ramos de rosas silvestres, se acercaron y besaron con cariño a la pareja. Al contemplar tamaño recibimiento, el patrón tuvo que contenerse durante un buen rato. Suspirando con resignación, Pedro Marcial tuvo que detenerse a saludar y a cruzar algunas palabras de agradecimiento con muchos de los que les esperaban y que deseaban una presentación inmediata de su joven desposada. Por fin, se estiró el chaleco gris de doble abotonadura y, ofreciendo gentilmente su brazo a Julia, pasaron revista a la servidumbre que esperaba en fila delante de ellos; Dorotea, la vieja jefa de la cocina y su joven hija; una doncella; los dos Emeterio, padre e hijo; y cerrando el grupo, Jacinto, el jefe de la bodega junto a sus dos enólogos.
Hasta que hastiado, apretó la mano de su esposa y se abrió paso con ella para penetrar en su casa cuanto antes, mientras farfullaba algo ininteligible, sonriendo con la mitad de la boca; se la llevó corriendo por el pasadizo hasta la habitación matrimonial y la arrastró dentro cerrando con doble llave, en medio de los aplausos, gritos y bromas de algunos mirones.
De pie en el centro de la estancia, ambos se quedaron mirando el uno al otro por un instante. La anonadada chiquilla de traje blanco y de cara enrojecida lo contemplaba sin parar de parpadear. Pedro se abalanzó sonriendo sobre la aturdida chica y, mascullando algo sobre su maltratado y polvoriento traje de novia, la empujó hacia el ropero, abrió sus puertas de par en par y le mostró el abundante vestuario preparado para la ocasión.
Entonces, se colocó detrás de Julia para empezar a desvestirla con suavidad, pero los 39 botones del traje de novia consiguieron que perdiera la compostura. Cuando por fin consiguió quitárselo, no sin antes clavarse varios alfileres, arrojó las prendas al suelo con impaciencia. Ella, aterida, se tocaba sus muslos ásperos como cáscaras de naranja bajo la suave enagua de seda rosa, dejando entrever el reborde de las medias blancas engarzadas por el broche metálico de los ligueros; con el pelo agolpado sobre el rostro húmedo, ocultando