José HVV Sáez

Cinco puertas al infierno


Скачать книгу

había perdido un zapato, el solideo y el misal, mientras que su costosa casulla con bordado en plata se había rasgado por delante con el cerrojo de hierro de la sacristía. De no haber sido por la fatalidad tan real que los tres acababan de sentir, se les hubiera tildado como personajes arrancados de un extraño y triste carnaval. Sin embargo, eran parte de una realidad inesperada que acababa de nacer así, de tan sorprendente manera.

      Y por si aún quedaba alguna duda sobre el guion a seguir, una fuerte réplica metió el miedo y la prisa en el cuerpo de los tres. La interrumpida ceremonia nupcial se reanudó en seguida como se pudo, porque la actitud de Pedro Gonzales, el empecinado patrón de la zona, no dejaba lugar a dudas sobre su firme voluntad.

      —Veamos, ¿cómo se llama la novia?

      —Me llamo Julia Rivas Del Canto, excelencia, nacida en Las Cañas, hija del teniente coronel…

      —Eso sobra, hija mía, por ahora.

      Sin misal y sin la prédica que había preparado tan concienzudamente, el obispo recurrió a un largo relato, el salmo 28 del Deuteronomio, en su reemplazo. Con rabia contenida, al acabar de leer, no dijo palabra alguna en alusión al gran discurso que había preparado cuidadosamente, para resaltar las notables virtudes cristianas del desposado. Creo que este no se lo merece ahora, se dijo el religioso, acariciando el papel guardado en su camisa.

      Ante la mirada impaciente del novio, se pasó directamente a la pregunta sobre la aceptación de Julia como esposa. Cuando el prelado le preguntó a ella, Julia apenas se mantuvo de pie, mirando al suelo sin atreverse a poner los ojos en el crucifijo de la pared, sumida en atroces compunciones.

      —Sí, quiero…

      «Será mi castigo casarme de esta manera, lejos de mis dos hombres, los que más amo en esta vida; pues entonces, que no se alegre mi corazón, pensaba ella para sí entre los suaves sollozos que humedecían su oscuro velo ahora bajado.

      Tras la colocación de las sortijas de oro trenzado y labrado que Pedro conservaba en el chaleco, les bendijo apresuradamente.

      —Ya puedes besar a la novia, bárbaro despiadado —musitó rápidamente el obispo, dando por acabada la insólita ceremonia.

      Pedro se acercó poco a poco a ella y le levantó el velo con cuidado, la asió suavemente por los hombros y, cerrando los ojos, besó largamente los amoratados labios de Julia, sin advertir que sus grandes ojos color avellana estaban empañados de fatalidad. Al recién desposado, por el contrario, más felicidad ya no le cabía en la cara, pues la cogió de la mano y la apretó contra su cuerpo, como queriendo fundirse en ese momento con ella, su adorada prenda. Sus acaramelamientos se interrumpieron bruscamente cuando en la mansarda se oyó el estrépito de una ventana rota.

      Cuatro personas bajaron por la escalera encabezadas por Samuel, el tío de Julia, y Pedro Segundo, el hijo primogénito de Pedro Gonzales, ambos presos de gran agitación.

      —Julita, por fin te encuentro, ¿estás bien mi niña? —inquirió el doctor Rivas, con la angustia reflejada en el rostro—. Ahora nos iremos a casa. —Y la atrajo hacia sí con cariño, haciéndola volver al mundo real—. No te preocupes, con tiempo ya buscaremos una fecha adecuada para que te puedas casar como Dios manda.

      —Eso no será necesario, Samuel, Julita y yo estamos ya felizmente casados. Ahora eres mi pariente político más cercano. —Y le arrebató la chica, abrazando al estupefacto tío que miraba a su sobrina buscando urgentemente su explicación.

      Nada más verle a salvo, Pedrito se abrazó con alivio a su padre y le besó en la cara. A Julia la miró de manera inexpresiva, aunque satisfecho.

      —¿Y mis padres? —inquirió de inmediato el flamante esposo.

      —A salvo, dentro del auto, papá, a cargo de Enrique.

      También bajaron el cura Carmelo y uno de los fugados testigos del matrimonio; ambos se quedaron azorados y desorientados ante la escena que estaban presenciando. Se miraron incrédulos tras comprobar las condiciones en las que se había realizado el casorio, el mismo que estaba llamado a rebosar la crónica social de la región y a ser recordado durante mucho tiempo como referencia de una gran ceremonia nupcial, la más importante de la región.

      El fraile acudió enseguida en auxilio de su prelado, quitándole la casulla llena de polvillo y ayudándole a vestirse debidamente para sacarle con rapidez fuera de la sacristía; el testigo, a instancias de Pedro, se puso de inmediato a firmar el registro ceremonial, en tanto que les ponía al día de lo ocurrido afuera.

      —Ha sido un sacudón brutal, pero no llegó a caerse mucho en la ciudad, por suerte resistió muy bien. Qué pena el coro, se desplomó como un castillo de naipes —dijo entonces el fiel amigo, con la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado, lo que dejó en el registro de casamientos una huella indeleble de lo sucedido en ese pequeño cuarto.

      —¡De eso vamos a hablar cuidadosamente, Carmelo, usted y yo! Mañana mismo enviaré a mi capataz para que se inicie la reconstrucción, así que no remuevan nada, ¿me oyó bien? —Pedro le mostró su tieso índice en señal de orden perentoria.

      El fraile asintió y le caló el solideo fucsia a su confundido obispo, empujándole irrespetuosamente fuera de la sacristía, lejos del iracundo desposado. Este no aguardó ni un segundo más y, asiendo a Julia con delicadeza del brazo, la sacó al patio del claustro, y de ahí a la calle lateral, escapando por los portones del huerto y llevándola casi en volandas. Su hijo y su médico, Samuel, les seguían conmocionados. Cerraba la comitiva el único testigo, y no pararon de correr hasta salir a la avenida.

      Los cinco se quedaron atónitos contemplando la espesa polvareda marrón que se elevaba desde el colosal agujero que produjo el campanario de San Pedro al desplomarse sobre el tejado del atrio, dejando una montaña de escombros delante de la fachada oriental. Por todas partes había grupitos de gente alrededor de personas tiradas en el suelo, algunos les acomodaban y les cubrían o les levantaban los brazos o piernas, mientras otros gritaban pidiendo ayuda. Al verles, Samuel, el médico, besó a su sobrina dulcemente en la frente y corrió hacia ellos, seguido por Julia. Pero su marido impidió seguirle, pues consiguió aferrarla del brazo y, aunque ella se resistió, tuvo que desistir.

      —A nosotros no nos necesitan aquí, cariño —le susurró.

      En eso estaban cuando se oyó un fuerte chiflido: era Enrique que les llamaba desde la esquina. Pedro exclamó su nombre con alegría y corrió hacia él abrazándole efusivamente, mientras los otros tres se encaminaban hacia ellos. El chofer les guio para abordar el Daimler, en tanto le refería a Pedro que él también había pasado por el hospital para una cura en la pierna. Del vehículo descendieron José y Ester, suspirando con alivio al ver a su hijo y nieto a salvo. Todos se abrazaron emocionados por el terrible suceso que acababan de presenciar y, acto seguido, a instancias de Pedro, se acomodaron en el interior.

      —Enriquito, qué agrado verte, ¿podrás conducir? Entonces sácanos de aquí a toda máquina.

      El gran vehículo de alto techo, también un poco golpeado por los escombros que le cayeron encima, arrancó con gran suavidad y, evitando las calles principales, consiguió tomar el camino paralelo al río con rumbo a Viña Sol. Por el camino se les unieron otros coches con invitados al gran almuerzo que los esponsales iban a celebrar en la viña, donde se alzaba la casita de veraneo que Pedro poseía en el campo.

      Mientras el potente coche rugía con fuerza, Pedro, sin soltar la mano aún enguantada de Julia, relató a sus padres cómo había tenido que desposarla dentro de la sacristía, tras el terremoto. Entretanto, Pedro se dio cuenta de la barbaridad que acababa de hacer en la sacristía, ofendiendo al obispo de ese modo. Y miró a Julia con azoramiento, pero ella estaba observando el paisaje. Nada de lo que estaba ocurriendo era capaz de distraerla de sus silenciosas oraciones. No me importa, Virgen Santa, de mí no te ocupes, pero te ruego con toda mi alma que cuides de los dos y no permitas que se vayan de este mundo sin que yo les abrace, les bese y les pida perdón por lo que les estoy haciendo, y dame las fuerzas para esperar ese momento…

      José, el abuelo, estaba rojo como una langosta y para