Max Liebster

Un crisol de terror


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a los vecinos. Algunas propiedades de los alrededores habían sido incendiadas. Las oleadas de odio hacia los judíos habían provocado cambios aterradores. Durante algún tiempo habíamos vivido ajenos a la trascendencia de lo que sucedía en otras partes de Alemania, ya que confiábamos en la bondad de nuestros vecinos, pero ahora empezamos a tomar conciencia de que podíamos correr peligro.

      Julius y Hugo decidieron que deberíamos marcharnos mientras pudiésemos hacerlo. Lo que más me inquietaba no era dejar atrás las pertenencias materiales, sino el presentimiento de que la situación había cambiado para siempre; no solo para nosotros, sino para todos los judíos.

      ❖❖❖

      Mi madre nació en el seno de la familia Oppenheimer. Los archivos de Reinchenbach, pequeña ciudad del valle Lauter, mencionan por primera vez este nombre en 1747. Todo judío que llevara ese apellido tenía que pagar un impuesto especial obligatorio. Eli Oppenheimer se estableció con su familia en el corazón de este valle, enclavado en las agrestes montañas de Odenwald, en el estado alemán de Hesse. Había decidido cambiar la vida de la ciudad por la de un sencillo pueblo.

      Si lo que buscaba era seguridad para él y su familia, realmente la encontró. Para 1850 vivían en Reichenbach diez familias Oppenheimer, entre las que reunían la cantidad de varones necesaria para celebrar un minyan (rito de oración judío). Se construyó una pequeña sinagoga próxima a un riachuelo, adonde acudía toda la comunidad a celebrar el Yom Kippur (el Día de Expiación) y a practicar un ritual que consistía en arrojar una piedra al agua, a la vez que pedían a Adonai que ahogase sus pecados. Otro miembro de la familia Oppenheimer, mi abuelo Bär, fue solista del coro de Reichenbach y lo presidió durante años hasta su muerte. También fue shohet, es decir, el carnicero que mataba y desangraba animales según la tradición, valiéndose de un cuchillo afilado y un golpe seco.

      Vivía en una casa muy pequeña no lejos de la sinagoga y adoraba a sus hijos, Adolf, Bertha (a la que llamaban Babette) y Settchen. Tenía un primo, Ernest Oppenheimer, que había recibido el título de sir en 1921, después de haber emigrado a Sudáfrica y haberse convertido en un magnate de los diamantes. Sin embargo, el hecho de llevar una vida sencilla y humilde no hacía que mi abuelo sintiera amargura o envidia. Disfrutaba de conversar amistosamente con todo aquel con quien se cruzaba. Su calidez y vitalidad permanecieron en el recuerdo de sus vecinos mucho después de su muerte. De niño, la gente me decía: “Eres la viva imagen de tu abuelo”, lo cual me llenaba de orgullo.

      Cuando su hija Babette llegó a la edad de casarse, Bär Oppenheimer recibió varias proposiciones de una comunidad judía de Frankfurt, que era más grande y contaba con más solteros. Con el tiempo, Bernhard Liebster llegó a ser su yerno. El joven, que era muy religioso, había nacido en Oswiecim (en alemán, Auschwitz), ciudad que pronto llegaría a ser notoria, y que por aquel entonces formaba parte de Austria. Bernhard dejó la gran ciudad y su tierra natal de Austria para trasladarse al humilde hogar del shohet de Reichenbach, en Alemania. Se casó con Babette, e incluso concordó en cuidar de Settchen, su cuñada, que estaba inválida. Aunque la casa era pequeña, se las arregló para encontrar un lugar donde instalar su taller de zapatero. En 1908 vino al mundo Ida, y tres años después, Johanna, a quien llamábamos Hanna. Yo nací en 1915, cuando mi padre se encontraba en el frente ruso, cumpliendo con el deber de defender su patria de adopción.

      En ausencia de mi padre, recaía sobre mi madre la tarea de cuidar a tres niños y a su hermana enferma. Ida se ocupaba de mí. Recuerdo una vez que no conseguía hacerme volver a casa. Yo tenía tres años y estaba de pie en la verja del colegio, mirando a una manada de caballos que había invadido inesperadamente el patio. Cuántos eran! El viento, con olor a paja, mecía mi pelo negro y rizado, y las sedosas crines de los caballos. La guerra mundial había terminado. Desde el este y el oeste volvían los soldados a casa, cansados y tristes, sobre sus caballerías. Pronto, por primera vez, padre e hijo nos conoceríamos.

      Ida se tomó muy en serio la tarea de supervisarme. Un día consiguió un permiso especial para que fuésemos a la casa de la familia Shack, nuestros vecinos. Como solo se permitía la entrada a los varones, se quedó fuera esperándome. En un cojín bordado sobre una mesa cubierta de encaje yacía un bebé de ocho días. Varios niños estaban de pie a su alrededor con velas en las manos. También a mí me dieron una. El mohel se acercó para realizar la circuncisión. Tan pronto como el bebé rompió a gritar, mi vela comenzó a temblar y prendió fuego al mantel. Al oír los gemidos del niño y ver la sangre, me desmayé. No sería la última vez.

      Mi padre se esforzó todo lo que pudo por sacarnos de la extrema pobreza. Era muy buen zapatero, pero el paro y la inflación aumentaban de día en día, y nadie tenía dinero para zapatos nuevos. Reparaba calzado de mujer, botas de granjero y zuecos de cantero. Utilizaba la piel de zapatos viejos para remendar calzado, pero a medida que avanzaba el tiempo, cada vez menos gente podía pagar. Mi madre sufría mucho, ya que era ella quien tenía que arreglárselas para llegar a final de mes. El señor Heldmann, nuestro tendero, era muy amable y nos fiaba las compras. Tan pronto como entraba dinero en casa, mamá iba a la kolonialwarengeschäft (tienda de ultramarinos) a saldar nuestras deudas. Constantemente se quejaba de que las arcas de nuestra familia estuvieran siempre vacías.

      Aunque la crisis económica era cada vez mayor, los habitantes de las zonas rurales podíamos vivir gracias a los productos del campo. Nosotros teníamos una huerta detrás de la casa y un pequeño terreno donde cultivábamos patatas al lado de los manzanos y ciruelos. Las manzanas secas y las patatas nos permitían sobrevivir durante el invierno. En las tardes frías de otoño, papá se sentaba a la mesa después de cenar a pelar y cortar las manzanas, mientras los niños merodeábamos a su alrededor por si caía algún trozo.

      Mamá nunca dejaba de trabajar. En realidad, no podía hacerlo, ya que nuestra familia de seis miembros la mantenía muy ocupada. Además, su hermana Settchen requería cuidados especiales. Lavaba todo a mano, con cenizas en vez de jabón; en verano, afuera, y en invierno, en la cocina, donde calentaba agua en el fogón de leña. Los días lluviosos cosía, y se las ingeniaba para arreglar nuestra ropa ya gastada, remendando los remiendos.

      Trabajaba en el jardín desde que salía el sol. Arrancaba las malas hierbas, sembraba las semillas y cultivaba con esmero las verduras en hileras. Recogíamos cestas de fruta madura del pequeño huerto de ciruelos. Mamá les quitaba las semillas y las llevaba a casa de los vecinos, que tenían en la bodega una pila para hacer mermelada. Allí revolvía la mezcla una y otra vez para que no se quemara. El intenso aroma ascendía de la cuba de cobre en ebullición, llegaba hasta el patio del colegio y me atraía a casa durante el recreo en busca de una rebanada de pan con mermelada, que una vez envasada, nos duraba todo el invierno.

      Un día tras otro, mamá nos preparaba comidas sencillas y deliciosas. Las patatas constituían la base de nuestra comida, por eso le compraba al carnicero kosher grasa para hacer salsa, el único aderezo del que disponíamos. ¡Cuánto trabajaba para mantener los utensilios de los lácteos separados de los de la carne! Y es que ser fiel a la tradición judía suponía guardar los dos juegos de utensilios en cajones diferentes y lavarlos por separado. No es de extrañar que casi nunca la viese sentada.

      Casi siempre la tía Settchen estaba acostada bajo un grueso edredón, pero en ocasiones se sentaba en su sofá, envuelta en mantas. Entonces le veíamos los ojos, oscuros y hundidos, y los dedos, largos y huesudos, que a veces extendía para pedir un té de hierbas digestivas. Siempre esperaba con ansiedad su pequeña pensión. Todos los meses, el día 10, decía: “Dentro de cinco días será el 15 y ya habrá pasado la mitad del mes, ¡y solo quedarán dos semanas más para recibir mi paga!”. Se sentaba y miraba por la ventana que había cerca de su silla. Los ojos se le encendían repentinamente tan pronto como divisaba a sus primos Julius y Hugo subiendo la calle, ya que cuando hacían negocios en los pueblos y granjas cercanos, pasaban por casa y siempre tenían palabras amables,