Max Liebster

Un crisol de terror


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mi infancia, en este día tan sagrado, mi familia ayunaba y asistía a los servicios especiales de la sinagoga, incluido el Kol Nidrei, la inolvidable oración melódica que anulaba cualquier voto imprudente que se hubiese hecho durante el pasado año. Antes de pedir a Dios que nos perdonase, nos pedíamos perdón unos a otros. Mi familia se preparaba a conciencia antes del Yom Kippur. Mi padre cogía un pollo por las patas mientras el animal batía las alas, y tras balancearlo sobre su cabeza y la mía (yo era el único hijo varón), pronunciaba unas palabras en hebreo. Después entregaba el animal para el sacrificio ritual. El Yom Kippur empieza por la noche. Todos nos dábamos un baño completo, lo que no dejaba de ser una incomodidad si consideramos que había que calentar el agua en la cocina. Solo entonces podíamos asistir a la sinagoga.

      Unos días después del Yom Kippur se celebra la Succoth (fiesta de las Cabañas). Nos sentábamos todos juntos dentro de una cabaña que mi padre había construido en el jardín, y allí orábamos y comíamos. Cuando anochecía, podíamos ver las estrellas entre las hojas de las ramas que cubrían la cabaña. Las paredes estaban adornadas con uvas y frutas como expresión de gracias por la cosecha anual, y la frágil cobertura de la cabaña nos recordaba las tiendas en las que moraron nuestros antepasados en el desierto del Sinaí.

      En casa de los Oppenheimer no había ni cabañas ni oraciones de gracias, tan solo el negocio. Rara vez se mencionaba la Succoth, y nunca, la Hanukkah. A diferencia de otras familias judías de Viernheim, que encendían velas en sus ventanas, las de mis primos permanecían oscuras.

      Pensé que al menos participaría en la limpieza ritual de la Pesach (la Pascua), empaquetando y retirando los utensilios de cocina khometz: platos, tenedores y cucharas que habían tenido contacto con levadura. Cuando vivía con mi familia, calentaba la cocina al rojo vivo y buscaba hasta la última miguita de pan leudado. Tan solo entonces podíamos traer a la cocina los utensilios especiales de la Pascua para utilizarlos durante la semana de las Tortas Ácimas. Sin embargo, los Oppenheimer nunca llevaban a cabo esta limpieza ritual de su cocina.

      Echaba de menos a mi familia y el ambiente festivo de la Pesach, con la mesa decorada que resplandecía a la luz del candelabro. Y todavía más extrañaba la seder (cena pascual), en la que todos nos sentábamos a la mesa, cada uno con su Hagadah (el libro de oraciones de Pascua). Como era el varón más joven, me correspondía formular las Cuatro Preguntas. La primera era: “¿Qué hace a esta noche diferente de todas las demás?”. Entonces mi padre cantaba la historia escrita en el Hagadah, que relataba la liberación de la esclavitud de Egipto. Sobre la mesa estaban los símbolos Haroseth: manzanas ralladas con canela, que por su color representaban la arcilla que usaban los israelitas para hacer los ladrillos, y rábano picante molido, que nos hacía saltar las lágrimas a todos.

      Cerca de la mesa, mi madre preparaba el lecho pascual. Extendía una colcha de lino fino sobre el sofá y colocaba una almohada de seda a la cabecera. Envolvíamos un poco de matzoh y llenábamos un vaso de vino tinto, por si llegaba el Mesías y quería participar de la comida. Dejábamos el vino y el matzoth fuera durante toda la semana de las Tortas Ácimas, después poníamos este último detrás del cuadro de Moisés. Cuando era niño, solía mordisquear en secreto la comida del Mesías.

      A diferencia de mis padres, los Oppenheimer no pensaban en la venida del Mesías. Su Pesach carecía de significado: se reducía al pan ácimo y a una rutinaria visita a la sinagoga, ya que incluso durante la Pascua el negocio tenía prioridad. Mis primos afirmaban que la honradez y el trabajo arduo eran tan importantes como la observancia de la tradición, y que con su integridad ayudaban a la gente a hacer frente a la depresión económica. Desde luego no se puede negar que esa era una mitzvah (una buena obra). Con el tiempo, también yo empecé a sentir el mismo celo por el negocio.

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      En 1929, justo cuando empecé a asistir a la escuela de comercio, la economía dio ciertas señales de recuperación, pero resultaron ser una mera ilusión, pues la gigantesca ola que comenzó con la caída de Wall Street barrió Alemania sin piedad y sumió a la gente en la desesperación. Julius incluso llegó a quejarse de que yo les salía demasiado caro. Los desempleados, inquietos, hacían cola todos los días para que sellaran sus certificados de trabajo y así constar como indigentes.

      Cuando finalicé los tres años de estudios, el ambiente estaba tenso y se respiraba cierto temor y frustración que afectaba a nuestros clientes. En las calles, multitudes de manifestantes marchaban tras las banderas de su partido gritando consignas. Los trabajadores y desempleados mostraban su ira, y cuando se enfrentaban las facciones, lo más prudente era desaparecer. Los disturbios estallaban por todas partes.

      Me resultaba irónico ver cómo la misma gente que se enfrentaba en las calles, se reunía después durante las festividades católicas para caminar tras una cruz que el sacerdote mantenía en alto. Ataviado con sus vestiduras ceremoniales, conducía la procesión fuera de la ciudad hasta los campos, y allí otorgaba su bendición. Las imágenes talladas me provocaban profunda repugnancia, ya que la Tora era clara al respecto: “No debes hacerte una imagen tallada”. Todo esto era muy extraño para mí.

      La noche de la Pascua de Resurrección, los jóvenes católicos prendían fuego

      a un montón de maderas en el atrio de la iglesia, y

      tras recibir la bendición del sacerdote

      y ser rociados con agua bendita,

      se dirigían a las propiedades judías

      con antorchas encendidas, gritando: “¡Muerte al judío !”.

      (Recuerdos de Alfred Kaufmann, vecino de Viernheim.)

      Para mi sorpresa, cuando me gradué de la escuela de comercio, mis primos me pidieron que me quedara como empleado, una oportunidad muy respetable para un joven de 17 años. Transcurrió poco tiempo antes de que los clientes pidieran que les sirviese “Mäx’che”.

      Las horas de trabajo parecían interminables, y acababa el día rendido. Apenas tenía tiempo para mí. Raras veces podía asistir a los bailes organizados por la comunidad judía en Mannheim, y ya no digamos a los que de vez en cuando se organizaban en Viernheim, donde vivían más de cien judíos. Me resultaba más fácil asistir a los bailes no judíos de los sábados, que se convirtieron en mi único entretenimiento. La música hacía vibrar hasta la última fibra de mi ser, sobre todo cuando tenía entre mis brazos a una buena bailarina de vals. Acudía a algunos bailes, aún a sabiendas de que la mayoría de las chicas no bailarían conmigo. Me las arreglé para conocer a una joven cristiana excepcionalmente tolerante, que además bailaba muy bien. Se trataba de Ruth, una chica alegre a quien no le avergonzaba bailar con un judío. Cuando bailábamos, me sentía en el séptimo cielo, aunque por otro lado, la música me ponía melancólico, pues me recordaba el sueño de ser solista del coro, como mi abuelo.

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      Julius y Hugo no tenían tiempo para la música, y al final yo también me volqué por completo en el negocio. Llegó el momento en que los dos solteros tenían que elegir novia, quien según su criterio, debía ser judía y contar con una buena dote, requisito que consideraban imprescindible para una vida próspera. A mí todo este asunto me recordaba más la compra de unos muebles que la elección de una compañera para toda la vida. Mis primos discutieron los términos del acuerdo matrimonial con su madre, quien dio su opinión y vivió justo lo suficiente para ver a sus hijos casados: a Julius con Frieda, y a Hugo con Irma. El nacimiento de Doris, la primogénita de Julius y Frieda, resultó ser un verdadero consuelo tras la muerte de la abuela. Yo me convertí en su tío favorito.

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