Max Liebster

Un crisol de terror


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Bar Mitzvah. En cambio, se sirvió una comida sencilla para una reducida lista de invitados. Los únicos que estuvieron en nuestra celebración fueron el hermano menor de mi padre, Nathan Liebster, que vivía en Aschaffenburg y era zapatero como él, y su familia. El hermano de mamá, Adolf Oppenheimer, no estuvo presente, ya que vivía en Heilbronn, no disfrutaba de buena salud y no podía desatender su negocio de ropa de caballero. El tercer hermano de papá, Leopold Liebster, que era sastre y vivía lejos, en la ciudad de Stuttgart, no había sido invitado. A mi padre y a mi tío les separaba algo más que la distancia: Leopold se había casado con una mujer católica, que rehusó criar a sus hijos en la religión judía. Como, por otro lado, Leopold no quería que sus hijos fuesen católicos, los criaron como protestantes.

      Mi Bar Mitzvah complació a mi padre, que era muy religioso. Mi cama estaba situada en la esquina de su taller, entre montones de pieles y zapatos de cuero. Desde allí, por las mañanas, le veía recitar sus plegarias. Erguido al pie de su cama, con el manto de oración sobre los hombros, el libro de oraciones en la mano, los Tefillin (pasajes de la Tora escritos en pergaminos con envolturas de piel) enrollados en la mano y el brazo izquierdo, cantaba partes de la oración meciéndose hacia adelante y hacia atrás con la cajita de las Escrituras entre los ojos, pendiendo de unas tiras de piel. Yo sabía que cada vez que se retiraba el manto de los hombros para ponérselo sobre la cabeza significaba que había encontrado el santo nombre de Dios. Antes de empezar el día, papá siempre oraba durante una hora, incluso cuando tenía que salir para la ciudad a las cuatro de la mañana, ocasiones en las que se levantaba una hora antes para recitar sus oraciones.

      Aunque me parecía tanto a mi abuelo y me hubiera gustado ser un hazzan1 como él, había algo en lo que diferíamos mucho. A mí la sangre siempre me había acobardado. Recordaba la ocasión, hacía muchos años, en la que me había desmayado durante la circuncisión del bebé. Quizás mis padres abrigaban la esperanza de que siguiese los pasos de mi abuelo y llegase a ser shohet, pero ese trabajo no era para mí. Un día me encontraba en la carnicería del kosher cuando le trajeron una vaca para sacrificar. Varios hombres rodearon al animal, le ataron las patas, lo pusieron boca arriba y le sostuvieron la cabeza con firmeza para inmovilizarlo. Después, degollaron a la vaca de un solo tajo y, en un abrir y cerrar de ojos, empezó a salir sangre a borbotones de su garganta. Tras desangrar al animal, el shohet analizó el contenido del estómago y examinó el hígado para asegurarse de que la vaca no hubiese ingerido nada, como por ejemplo un clavo, que la convirtiese en inmunda. Si no se descubría nada en sus entrañas que la profanase, se procedía al descuartizamiento. Sería la tradición, pero ver tanta sangre me ponía enfermo.

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      El mismo año de mi Bar Mitzvah, Hanna, mi hermana de 17 años, finalizó el curso de secretariado que estaba recibiendo en la fábrica de papel.Tenía el pelo ondulado y los ojos negros, era inteligente, poseía determinación y buenos hábitos de trabajo. Para alivio de mis padres, su jefe le pidió que se quedase en la fábrica. Nuestros problemas económicos empeoraron debido a que los clientes de papá cada vez se demoraban más en saldar las deudas. Las comunidades judías estaban al tanto de nuestra precaria situación, así que contaban con papá siempre que necesitaban a alguien para el Kaddish minyan y eran muy generosos a la hora de cubrir los gastos del viaje, aunque, para desgracia de mamá, si el funeral se oficiaba en una ciudad grande, papá se gastaba todo el dinero que recibía en pieles de cuero.

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      En 1929 acabé el colegio, y mis padres decidieron aceptar la oferta de empleo en la tienda de los Oppenheimer. Como quería trabajar e independizarme, dije adiós a mi familia y a mi infancia feliz. Para entonces tenía 14 años y era un joven de campo sin recursos que partía con el objetivo de recibir una educación gratuita y una nueva oportunidad en la gran ciudad de Viernheim. Los Oppenheimer me proporcionarían comida y una habitación a cambio de realizar las labores domésticas para su madre anciana y cuidar de mi propia habitación en el ático. Por fin tendría un lugar para mí solo. En casa solo disponía de una cama.

      No me imaginaba lo difícil que iba a ser para mí el cambio del valle de Lauter a Viernheim. La ciudad tenía 20.000 habitantes y estaba a tan solo 25 kilómetros de casa, pero era como si estuviera en otro continente.

      Viernheim se asentaba en un amplio terreno, donde las plantaciones de espárragos y tabaco se extendían bajo un cielo interminable. Durante siglos, las crecidas del Rin habían fertilizado el suelo de las llanuras. Al no contar esta próspera región con la protección de las montañas, quedaba expuesta a los cuatro vientos, y eso me hacía sentir vulnerable.

      Viernheim abastecía de trabajadores a la planta de Mercedes-Benz y a otras fábricas de las cercanas ciudades industriales de Ludwigshafen y Mannheim, de forma que la población la constituían obreros de las fábricas y granjeros. En el centro de la ciudad se hallaba el Ayuntamiento, la iglesia católica, varias tiendas pequeñas y el negocio de mis primos con sus cuatro escaparates. Las casas de los ricos, bien cuidadas, se apiñaban alrededor de la iglesia, un poco más lejos se encontraba la escuela de comercio y, unos bloques más atrás, la sinagoga.

      Nuestro horario de trabajo comenzaba al amanecer y no concluía hasta mucho después de cerrar el almacén. Antes de abrir, por la mañana temprano, tenía que limpiar la tienda, desembalar la mercancía y reponer los estantes. Una vez a la semana debía limpiar los cuatro escaparates y redecorarlos sin ningún dinero, tan solo con ingenio. Durante toda la jornada, día tras día, subía y bajaba la escalera para coger los productos que pedían los clientes, ordenaba la mercancía, ayudaba a mis primos y a mi tía, e incluso reparaba los coches. Pero eso no era todo, pues los Oppenheimer tenían clientes fuera de la ciudad a los que yo les suministraba muestras y pedidos. Aunque solo tenía 16 años, mis jefes me confiaban el Citroën de la empresa. Incluso con la ayuda de un cojín, apenas podía ver por encima del salpicadero, y a otros conductores y peatones les daba la impresión de que el coche iba solo. Me daba la risa cuando la gente se aterrorizaba al pensar que se encontraba ante un coche sin conductor.

      Los letreros con la leyenda “Tienda alemana”

      son una verdadera bendición [...].

      Aquí [un alemán] puede estar seguro

      de que no entrega su dinero ganado con

      esfuerzo al enemigo de todo lo alemán: el judío [...].

      Un verdadero alemán comprará solo en tiendas alemanas.

      (Diario del pueblo de Viernheim, 10 de diciembre de 1934.)

      Ya que la mayoría de los ciudadanos cobraban el sábado, era muy frecuente que nos pidieran que fuésemos el domingo para pagarnos parte de sus cuentas pendientes. Julius y Hugo concedían créditos sin interés, y algunos clientes se aprovechaban de su generosidad y no les pagaban. Los domingos, la contabilidad nos mantenía muy ocupados. Yo me sentía orgulloso de mi trabajo, incluso de las pequeñas tareas, como la de enrollar los trozos más pequeños de cuerda, aplanar cajas o doblar papel de envolver. Los dos hermanos, que dirigían su negocio con eficacia y orden, apreciaban mi diligencia.

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      Con los Oppenheimer conocí una vida completamente distinta a la típicamente judía. De hecho, en su casa apenas se notaba que fuesen judíos. Para mi sorpresa, su madre no encendía los dos candelabros del sábado judío el viernes por la noche ni colgaba cuadros de Moisés o Aarón en la pared. Tampoco tenían dos juegos de cuchillos: uno para la carne y otro para los productos lácteos, como en mi casa, donde si el cuchillo de la carne tocaba algún producto lácteo, mi padre lo enterraba durante siete días para purificarlo. Aunque los Oppenheimer quizás consumiesen en casa comida kosher, cuando viajábamos a las montañas Odenwald, a veces comíamos en restaurantes en donde el olor a jamón ahumado era inconfundible, y los clientes degustaban bandejas de carne empapada en salsa de leche.

      La tienda abría incluso los sábados, después de todo era el día de cobro, el mejor para hacer negocio. Ya que tenía que cerrarse durante las fiestas católicas, al igual que todas las otras tiendas, ¿cómo se iba a cerrar también durante las fiestas judías, como Rosh-Hashanah (la