Max Liebster

Un crisol de terror


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      Ida odiaba el colegio, pero no temía el trabajo duro, así que en 1924, a los 16 años, dejó los estudios y se puso a servir. Quería independizarse lo antes posible. Por aquel entonces yo tenía casi 10 años y me alegraba de poder librarme de sus diligentes cuidados. Nunca más volvimos a jugar juntos. Me deslizaba con mis amigos por la calle Binn, cubierta de nieve, o por el helado río Lauter. Corría por las praderas y me revolcaba en los montones de hojas crujientes. También observaba las cabras de los vecinos y jugaba con el boomerang, que en un breve descuido me marcó de por vida al golpearme de lleno en la barbilla.

      El Felsenmeer (el mar de piedras) era mi lugar de juego favorito. A veces, mi familia paseaba hasta allí durante el sábado, ya que estaba cerca de casa, dentro de los límites permitidos para viajar durante ese día de la semana.

      Desde la cima de Feldberg, que culminaba a 514 metros y terminaba en la pradera, parecían bajar rodando cascadas de rocas lisas. Cuenta la leyenda que un gigante que vivía en la montaña de Hohenstein combatió con el gigante de Feldberg y le lanzó las enormes piedras, bajo las que quedó sepultado, atrapado en un abismo aterrador. Si los montañeros pisaran con demasiada fuerza las rocas, todavía podrían oírle rugir.

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      Cuando mis amigos y yo bajábamos corriendo por el sendero del Felsenmeer, el eco de nuestras carcajadas infantiles se oía claro y fuerte por todo el majestuoso bosque. Si nos quedábamos callados, nos parecía oír gruñidos bajo las rocas. A veces vislumbrábamos el ojo del gigante, que se tornaba azul o gris oscuro, según el color del cielo. El ojo atisbaba desde el fondo del pedregoso río, con cuya agua cristalina saciábamos la sed, nos refrescábamos la cara y nos salpicábamos unos a otros. El manantial todavía se llama Friedrichsbrunen, nombre tomado de una antigua leyenda alemana.

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      cubiertas con mantos proferían hechizos espeluznantes y votos sagrados, pidiendo a los espíritus que salieran del abismo. Sin embargo, para mis amigos y para mí, el bosque con su río de piedra encantado ya no escondía ningún secreto. Saltábamos de un monstruo a otro, compitiendo para ver quién llegaba antes al Riesensäule. Esta columna gigante, un pilar caído, medía más de nueve metros de largo y cuatro de ancho. Tallada en una sola pieza de granito azul, la habían erigido los romanos alrededor del 250 d.C. y tenía una hornacina de 60 centímetros de alto que podía albergar un ídolo. El pilar Riesensäule sobrevivió a la marcha de los romanos y fue el lugar de culto de una antigua tribu germánica que ejecutaba danzas sagradas a su alrededor en primavera. Más tarde se convirtió en un santuario cristiano dedicado a san Bonifacio. Las danzas de la fertilidad continuaron durante más de diez siglos de la mano de ritos católicos, hasta que a mediados del siglo XVII, un sacerdote católico llamado Theodore Fuchs se convirtió al protestantismo. Tras establecerse como ministro de Reichenbach (1630-1645), prohibió las danzas paganas. Cuando se dio cuenta de que su prohibición había resultado en vano, tomó la drástica medida de derribar el pilar.

      Los niños permanecíamos completamente ajenos a las preocupaciones propias de la generación de la posguerra. Oíamos hablar a los adultos sobre la guerra mundial y la odiada ocupación francesa del Rhur, la tierra de las minas de hierro, o la inflación. Se lamentaban del constante encarecimiento de los comestibles y de la devaluación del marco. Un artículo que costaba 40 marcos en 1920 (cuando yo tenía cinco años), al año siguiente costaba 77, y un año más tarde, 493. Y si este grado de inflación ya era elevado (los precios se doblaban y triplicaban en un año), todavía fue peor en 1923, cuando se descontroló por completo. El mismo artículo que en 1920 valía 40 marcos, en enero de 1923 valía 17.972; en julio, 353.412; en agosto, 4.620.455; en septiembre, casi 99.000.000; en octubre, 25.000 millones, y en noviembre, más de 4 billones. Se necesitaba una carretilla llena de dinero (21.000 millones de marcos) para comprar una barra de pan. Yo lo único que sabía era que mi padre me daba billetes de 10.000 para jugar.

      Los adultos discutían de política con frecuencia –socialistas, comunistas, partido obrero, partido de centro– palabras carentes de significado para nosotros, los jóvenes. Pero lo que sí sabíamos era que la gente, incluidos algunos de nuestros padres y hermanos mayores, estaban sin trabajo. Se decía que algunos tenían que guardar fila para recibir un plato de sopa y se rumoreaba que habían estallado disturbios en las ciudades.

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      La situación no era mejor en el valle Lauter, donde las dos pequeñas fábricas, una de papel y otra de ácido prúsico, tenían solo un par de encargos que atender. Incluso la principal industria del valle, la cantera, había decaído considerablemente, ya que era poca la demanda de granito azul, gris o rojo, tallado o pulido, para monumentos, edificios o tumbas. No había trabajo para los jóvenes, así que Julius y Hugo, primos de mi madre, nos propusieron que al finalizar el colegio, viviese con ellos y su madre anciana en Viernheim. Podría ayudarles en la tienda y también me enviarían a una escuela de comercio cercana. Este ofrecimiento tranquilizó mucho a mi familia.

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      Para entonces, Ida trabajaba de sirvienta, y Hanna, que era callada y estudiosa, se preparaba para ser secretaria en la fábrica de papel.

      Yo estaba a punto de convertirme en un hombre: había llegado el momento de mi Bar Mitzvah. En preparación para el gran acontecimiento, iba todos los domingos a la ciudad de Bensheim. Allí vivía nuestro rabino, a la entrada del valle Lauter. Era un pintoresco recorrido de siete kilómetros, que hacía unas veces a pie y otras en bicicleta. El único joven del valle que se estaba preparando la lectura de la Tora para el Bar Mitzvah era yo. El rabino, un hombre respetable, de gran paciencia y sin prejuicios, me ayudaba con la pronunciación del texto. Me costó mucho identificar los extraños caracteres hebreos, y todavía más recordar lo que representaban. Aprendí que lo importante no era entender, sino pronunciar con exactitud el texto hebreo en el lenguaje sagrado de Dios. A los 13 años ya leía con fluidez y esperaba con ansia el día en que se diese por finalizada mi infancia y se me considerase un hombre. Entonces podría formar parte de un minyan (grupo de diez judíos adultos) cuya presencia se requería para celebrar un servicio de oración público, como el Kaddish (oración especial que recitaban los dolientes por los difuntos).

      Llegó el gran día y me sentía nervioso, pero emocionado. El rabino se presentó en nuestra pequeña sinagoga y, tras dar la bienvenida, se bajó de la tribuna y se sentó entre los hombres del auditorio. Mi madre y mis hermanas se sentaron en el balcón, el lugar reservado para las mujeres. El corazón me latía con fuerza mientras subía los dos peldaños y abría la pequeña puerta de madera grabada que separaba la congregación de la tribuna. En este lugar especial se guardaban normalmente los santos escritos, dentro de un armario de madera esculpida, oculto tras una cortina de color rojo oscuro. Allí, sobre un púlpito en el centro de la tribuna, me esperaba el rollo de la Tora, abierto por el pasaje de las Escrituras que debía leer e iluminado por un candelabro de siete brazos.

      Llevaba días temiendo el momento de la lectura sagrada, y ahora tenía un nudo en el estómago y la sensación de no poder articular palabra. Detrás de mí podía sentir la presencia de toda la comunidad, que, al igual que yo, llevaban sombreros o yarmulkes. Algunos lucían sobre sus hombros el Tallith, un chal de oración de rayas azules y blancas, con costuras y flecos plateados. Algunos acostumbraban a coger los flecos, tocar sus libros personales de oración y besarlos cada vez que aparecía en el texto el santo nombre de Dios. Me habían enseñado que, por ser pecadores, no debíamos pronunciar el nombre más sagrado, que se escribía con cuatro letras hebreas conocidas como el Tetragrámaton, sino que debíamos reemplazarlo por Adonai, que significa “Señor”, o por Adoshem, que significa “El Señor del Nombre”. El nombre sagrado nunca debería salir de nuestros labios pecadores. Utilicé un puntero plateado para señalar las palabras de derecha a izquierda en mi rollo, y leí con seguridad y fluidez. Cuando bajé, todos me felicitaron; me había convertido en un hombre.

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