hace tiempo. Sí, en fin. Una de tantas cosas, eso es. Cómo decirlo… yo… ¿usted lo entiende, no?»
Sí. Entendía que era justo como había dicho Spanna.
«Ha dicho que la había sido asistida un colega. ¿Podemos comenzar por allí?»
«Sí. Es decir… yo conocía a este abogado y me había dirigido a él. Al principio me había dicho que probablemente existían los elementos necesarios para actuar legalmente. Había dicho tantas cosas. Luego, durante meses, no sucedía nada. Era evasivo. Creo que no me creía. Había siempre algún problema. En definitiva, hace unos días me ha dicho que no podía hacer nada. Que debía olvidarme de todo. Decía que, incluso si iba a otros abogados, nada cambiaría, porque no había nada relevante, según la ley. De todas formas, fue amable, no ha querido dinero, ha dicho que todo estaba bien así. Durante unos días no supe qué hacer. Después he pensado en el abogado Spanna. Nos conocimos hace mucho, a través de mi compañero. Me pareció una buena persona. Así que lo llamé para que me asistiese, para tener, como se dice, un parecer.»
«Entiendo. ¿Pero cuáles son los hechos por los que se ha dirigido a él?»
Nuevamente aquella mirada perdida, apagada. Un temblor en los labios. Se arregló el cabello detrás de la oreja, con nerviosismo.
«Mi compañero. Él es el problema. Me atormenta, no me deja en paz. Es así desde hace años.»
« ¿Es una convivencia difícil?»
«No convivimos. Ya no, al menos. Lo hemos hecho, en un cierto sentido, durante un tiempo, pero desde hace unos meses he vuelto a vivir sola. Él, sin embargo, siempre está presente. Lo se. Lo percibo. Me encuentre con quien me encuentre, con cualquiera que tenga relación, allí está él.»
« ¿Usted trabaja, señora?»
«Sí, hasta que no consiga que pierda el puesto, quizás por medio de un amigo suyo. Todos son sus amigos. Él los maneja, los controla. Ellos hacen lo que él quiere.»
« ¿Qué quiere él?»
« ¿Él? Me quiere muerta.»
Muerta. ¡Menuda palabreja!
« ¿Se lo ha dicho él? ¿La ha amenazado?»
«No… no… nunca dice nada. Pero es lo que quiere. Es ahí que quiere llegar. Lo se perfectamente. Necesito ayuda.»
«Cierto. Esté tranquila. Dígame, ¿en qué sentido la tortura?»
«Me llama por teléfono. Dice siempre las mismas cosas, que me las hará pagar, que no soy nadie. Sabe siempre todo y por otra parte no es difícil. Mi vida está destruida. Prácticamente. He perdido todo. Amigos, parientes, ha conseguido alejar a todos de mí. Y cuando nos vemos es amenazador: me da miedo»
La explicación era concisa. Fría. Como si recitase un guión.
Algo chirriaba. Como si dijéramos « ¿Qué quería decir cuando nos vemos? »
« ¿Os veis? ¿Usted todavía se relaciona con él?»
«Sí, a veces sí. A veces salimos o viene a mi casa. A veces me persigue. Otras veces aparca cerca de donde trabajo. Me lo encuentro por todas partes.»
« ¿Desde hace cuántos años se conocen?»
«Cinco o seis. Además se pone en contacto conmigo de todas las maneras: sms, correo electrónico. Cualquier excusa es buena para buscarme y mandarme mensajes. En realidad me controla.»
«Es solo amenazador, como dice usted, ¿o hace otras cosas?»
«A veces es… violento.»
« ¿Violento? ¿La golpea?»
«Bueno… sí. En un cierto sentido… veamos… digamos que es violento.»
Se había sonrojado ligeramente y los ojos miraban hacia abajo. Decidí no insistir más.
«Me parece que, hipotéticamente, después de algunas valoraciones adicionales, podrían existir los elementos necesarios para una denuncia. Por acoso, quizás.»
Un relámpago de miedo atravesó su mirada. Ahora parecía extraviada.
« ¿Una denuncia penal? ¿Esa donde hay un proceso y un interrogatorio?»
«Sí, algo parecido. ¿No es lo que quiere? Usted, exactamente ¿qué quiere conseguir? ¿Una condena? ¿Una indemnización? ¿Cuál es su objetivo?»
Se puso, de repente, rabiosa.
«Yo no se lo que quiero. Querría que él pagase por lo que me ha hecho y que me está haciendo. Quiero que me deje en paz. Quiero vivir. No se si quiero hacer la denuncia. Abogado, según usted ¿se puede hacer algo?»
«Bueno, en cierto modo…. Quizás sí. Digamos que quizás hay acoso, pero es algo que hay que evaluar. Mientras tanto tráigame esos correos electrónicos, esos mensajes, de esta manera lo veremos mejor. Después yo hablo con el abogado y le informo, ¿le parece? »
«Perfecto.»
«Una última cosa: yo no soy abogado. Todavía no.»
«Para mí es como si lo fuese… y de todas formas,… gracias.»
Una sonrisa dulcísima le iluminó el rostro. Era la loca más hermosa que había conocido.
Me estrechó la mano y la precedí por el pasillo para acompañarla hasta la salida.
La sonrisa de Fanny era más burlona de lo habitual y en la penumbra, en el sofá, descubrí la figura de Mutolo.
Virginia desapareció por la puerta y a mí me hubiera gustado hacer una pausa para saber qué pasaba en el bufete.
Le hice una señal a Mutolo para que esperase. Él asintió, inclinando apenas la cabeza, y hablando en voz baja pregunté a Fanny desde hacía cuánto tiempo estaba allí.
«Estaba ya cuando has vuelto a entrar» fue la respuesta que susurró.
Tampoco yo lo había notado. Y no me asombré por ello.
Mutolo.
Como sabía bien, en el arte del camuflaje era un fuera de serie. Tenía, además, la manera de hacer, precisa, del caimán: era capaz de estar inmóvil durante horas, pero siempre preparado a dar un salto repentino cuando fuese necesario.
Así lo había hecho la vida.
Salas de espera y colas interminables, a todas las temperaturas, para prestaciones sanitarias, trámites burocráticos de diversa índole y naturaleza, etcétera, en una jungla de palurdos, avispados, fanfarrones y matones de todo tipo.
Habituado a sobrevivir en medio de una selva de humillaciones, pequeños atropellos, abusos y vejaciones típicas de quien no tiene ni voz ni voto, o el amigo justo.
Habituado, también, a comportarse y moverse como un eslabón que está en los últimos escalones de la cadena alimentaria/burocrática: pocas presas, demasiados predadores.
Vestido a capas, cargado de todo tipo de documentación útil según la necesitaba, siempre provisto de agua (botellita de medio litro) y paquete de galletitas saladas para los momentos de hambre extrema, había hecho del mimetismo urbano su estrategia ganadora.
«… Un hombre adiestrado a ignorar el dolor, a ignorar el frío, a vivir de lo que encuentra, a comer cosas que harían vomitar a una cabra…»
El coronel Trautman usaba estas palabras para describir a Rambo en la película del mismo nombre, pero, de hecho, había descrito también a Mutolo.
En definitiva, era alguien que sobrevivía y que, se crea o no, estaba mejor que otros.
Era un héroe metropolitano al que invité a entrar en mi pequeña estancia al fondo del pasillo.
Se levantó, me siguió silencioso y se sentó, cortés como siempre.
Quién sabe