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realidad me preguntaba a menudo qué pensaba durante todas esas horas.

      De todas maneras, yo sabía lo que había ocurrido.

      El motivo de la ansiedad general no era por una causa perdida, sino de abogados.

      Abogados de la contra parte, para ser exactos.

      Era muy difícil ver al abogado Spanna enfadado.

      Pero cuando sucedía, la que te esperaba, y esa vez ocurriría.

      El abogado que asistía a la contra parte, de hecho, era un tal Paceno. Achille Paceno.

      Un gordo hijo de papá, tan odioso como incapaz, tan rico (por la familia) como presuntuoso, tan ignorante como idiota. Los tan como eran siete, las dotes negativas (aparte de gordo y rico, que por ellos mismos no implican, como se dice en jerga, aun que tengo amigos así y son muy buenas personas). La misma composición química de la nitroglicerina sociológica. Un tocapelotas, un gato enganchado a los huevos, etc.

      A pesar de ser mucho más joven que mi jefe, el abogado Paceno había empezado desde el principio a faltarle al respeto. Era la clásica manzana podrida, como hay en cualquier sitio. Comportándose de manera incorrecta había conseguido, sin dar demasiadas vueltas, hacerse odiar también por Spanna, que fue a añadirse a la lista de aquellos que, como decirlo, lo tenían atragantado.

      Una vez un abogado, dirigiéndose a un grupo de colegas, durante la pausa de una audiencia, había dicho: «Muchachos, si hiciésemos un partido con todos a los que Paceno les toca los huevos, en las elecciones locales conseguimos seguro un concejal.»

      Era algo que había sucedido hacía mucho tiempo. Ahora se hablaría de consejero regional.

      Por lo tanto, sucumbir, aunque solo fuese en primera instancia, todos en el bufete intuíamos que, para Spanna, constituía casi una afrenta que se debía lavar con sangre. Y sólo Dios sabe cómo Paceno había conseguido vencer y cuánto se habría enorgullecido, engreído como era.

      En definitiva, una fea jornada. Fea para todos.

      Mutolo parecía que lo había comprendido. Estaba más silencioso de lo habitual, y si fuese posible se hizo más invisible todavía. Como el perro de casa que cuando está el nerviosismo en el aire se mueve poco y con la cabeza baja prefiriendo los recorridos pegados a la pared para no hacerse notar. El perro de casa es la última rueda del carro y, en el recorrido social desde la maceta de barro a la de hierro, sabe que finalmente alguien la tomará con él.

      Intuía su concentración. Creo que se repetía a sí mismo, como un mantra: «Yo no existo, yo no existo…»

      Lo miré. Temía que se desmaterializase delante de mis ojos a fuerza de intentarlo. Porque, para poder ser más invisible de como era, la desaparición material era la única posibilidad.

      «Bien, Mutolo» me mostré tranquilo « he recibido una respuesta por el recibo del gas devuelta: todo se ha resuelto.»

      Sonrió.

      Mutolo alzó ligeramente los párpados y relajó los músculos de la espalda. Para alguien como él, una manifestación exterior de este tipo era el equivalente al grito de un aficionado cuando gana su equipo.

      «Gracias, abogado» dijo. Estaba exultante y me apreciaba. Era capaz de percibirlo.

      «Eh… cuánto le… cuánto debo… » me preguntó.

      Había visto acaudalados empresarios salir del bufete de Spanna sin pronunciar esta petición: si Spanna (debido a la inútil espera) decía algo a ellos tomando la iniciativa a propósito de los honorarios, se mostraban desconcertados, dando a veces de manera meliflua una excusa por no haberlo preguntado. El olvido. Luego, quizás, pedían disculpas por no haber llevado el talonario de cheques, pero de hecho tardaban meses en pagar.

      Ni siquiera era un problema de astucia sino de olvido, de aquella patología rara y dramáticamente incurable de la que Mutulo, sin embargo, era sospechoso, denominada científicamente dignidad. Por otra parte, agravada por el respeto por el trabajo ajeno. En los casos fulminantes, se mantienen con vida durante pocos meses caracterizados por atroces sufrimientos.

      «Nada, Mutolo, está bien así, es sólo un fax en el fondo.»

      Al pronunciar estas palabras me levanté y le di unos papeles envueltos en un folio blanco doblado en dos como si fuese un expediente.

      «Ahora, me debes perdonar, pero tengo mucho que hacer. Conserva con cuidado estos papeles. Le debe llegar una respuesta, en un futuro podrá presentarlas. Me confirman la condonación de la suma por correo certificado. Cuando llegue le llamo, de esta forma viene a recoger también esta.»

      Mutulo cogió el expediente, lo metió con cuidado en un bolsillo interno y enorme de la chaqueta, un bolsillo tipo bolso, y desapareció. Creo que la puerta se quedó cerrada mientras pasaba. Él las puertas las atravesaba sin abrirlas. Ahora ya estaba seguro.

      Volví con mis pensamientos.

      El día había sido muy largo y comenzaba a sentir el cansancio. Debía terminar todavía el examen de un expediente. Un problema de vecinos. Un tema realmente poco emocionante.

      Pero Spanna había dicho que debía hacer yo los informes de este nuevo contencioso que había sido pescado por el bufete hacía poco. El cliente se había enfadado con el abogado que lo asistía poco antes y nos lo había confiado a nosotros. Era experiencia y debía hacerlo, e incluso bien.

      Con el mismo entusiasmo de un condenado que se dirige al patíbulo, comencé a leer la voluminosa documentación de una causa que duraba ya años. Después de, más o menos, tres horas, sabía casi todo aquello que competía a los gastos comunitarios concernientes a los frentes de los balcones y los canalones.

      Ya era bastante, decidí.

      ***

      Tenía hambre, estaba cansado y Fanny estaba apagando el ordenador. Señales claras de que por aquella tarde había sido suficiente. Me esperaba mi cena preferida.

      Fanny, mientras tanto, estaba casi en la salida y me mandó una mirada interrogativa mientras se ponía en bandolera la bolsa sobre el hombro.

      «Sí» dije respondiendo a su pregunta silenciosa «también yo me voy. Por hoy ya es suficiente.»

      Ella sacó las llaves y, después de cerrar la puerta, se pegó al teléfono móvil. Se despidió con un gesto en cuanto estuvo fuera del portal, mientras todavía escuchaba a su interlocutor de la otra parte de la línea y desapareció rápidamente en la penumbra de las calles del centro.

      Yo pensé en las anchoas, la cerveza, y me fui también. Vivía con mi padre. Un tipo tranquilo, desde hacía poco tiempo jubilado.

      Mi cena preferida, la que me esperaba, estaba compuesta de anacardos, anchoas en aceite, albaricoques secos y cerveza helada. Comería lentamente delante del televisor, intrigado por el espectáculo de la gente que, más allá de la pantalla, se peleaba por convencer a la gente que estaba de la parte de acá. Hace tiempo se llamaba lucha libre. Ahora se dice debate: un competición entre campeones de la nueva lucha del siglo. El presentador/árbitro anuncia con orgullo el primer asalto y a los grupos contendientes: «Esta tarde tenemos en el ring al hombre-mierda, por el equipo de los granujas, que inicia el combate contra la mujer misteriosa, del equipo de los que parecen-buenos.» Sorprendentemente ágil y divertido a pesar de la figura rechoncha, con la pajarita y las mangas de la camisa remangadas hasta el codo, el árbitro daba la señal de comienzo.

      Me producían curiosidad estos encuentros.

      Entre un anacardo y una anchoa, observaba las técnicas: golpes por debajo de la cintura moral, agarres bloqueando el razonamiento, puñetazos verbales en ráfagas. Todo cosas que, de hecho, en el adversario no provocaban ningún daño real.

      Los miraba enfrentándose mientras simulaban golpes mortales, tomando impulso en las cuerdas del ring para, a continuación, lanzarse sobre el antagonista. De vez en cuando los protagonistas de la pelea, exhaustos, se alternaban con