sonrisa burlona comenzó a desaparecer gradualmente de la cara de la inveterada secretaria de manera directamente proporcional a las líneas leídas a medida que aparecían. Cuando el documento fue completamente impreso, ya lo había leído todo, y mirándola a la cara se podía pensar que en aquel papel estaba anunciado el fin del mundo.
Sin decir una palabra, recogió los dos folios, y con paso incierto se dirigió al despacho del abogado, entrando y reapareciendo en el umbral pocos segundos después. Volvió a su puesto y continuó jugueteando con el ordenador como si nada hubiese ocurrido.
Pero en el aire se percibía un extraño silencio. Más que nada era como si una especie de agujero negro sonoro absorbiese cualquier sonido, incluso fisiológico, de todo el bufete. La atmósfera parecía irreal.
Esther, la joven abogada, sobrina del abogado Spanna, que ocupaba la primera habitación a la izquierda, como obedeciendo a un silencioso reclamo asomó la cabeza: se acercó a Fanny y pronunció sólo cuatro palabras.
«No me digas que…»
Fanny la miró un momento y no respondió.
Esther se llevó la mano a la boca y se atrincheró a todo correr cerrando la puerta tras de sí.
A veces los acontecimientos de la vida se entrecruzan de manera inescrutablemente complicada, se confunden, en definitiva.
El proceso de confusión es democrático, y a veces demoníaco. La bolita de la ruleta, aquella tarde, se había parado en la casilla del abogado Spanna.
Todos los abogados, por definición, en el papel de defensores vencen o pierden causas. Es estadísticamente imposible que esto no ocurra en un porcentaje más o menos variable. De la misma manera que no es posible imaginar que un abogado no tena en cuenta –siempre –la posibilidad de que la parte asistida (como de manera habitual es definido el cliente) a pesar de los pronósticos favorables, sucumba.
Es lógico, por lo tanto, esperarse una cierta frialdad cuando esto ocurre.
Y de hecho el abogado Spanna no pestañeó después de haberse puesto las gafas y leído impasible la resolución del juez civil que veía a su cliente como perdedora en un juicio por separación.
Aquella escena evocaba de manera siniestra una canción de Jannacci12, que más o menos decía: «…Quelli che… Quando perde l’Inter… o il Milan… dicono in fondo è solo una partita di calcio e poi tornano a casa e picchiano i figli… (oh yeah)13»
El abogado dejó los folios, cogió el teléfono móvil y salió del bufete como si nada hubiese pasado, pasando delante de mí mientras decía, a media voz: «Regreso dentro de un rato».
No se dio cuenta, naturalmente, de la presencia de Mutolo, inmóvil y perfectamente mimetizado con la tapicería del pasillo.
MUTOLO
Mutulo rondaba los setenta años. Era delgado, huesudo, y lo conocí en los pasillos de la facultad, poco antes de licenciarme.
Lo había visto algunas veces ir a las clases, en las tardes frías y me preguntaba quién era.
Había pensado que querría licenciarse. Muchos lo hacen. Una vez que se jubilan, con mucho tiempo libre a su disposición, los hijos ya colocados, y todo lo demás, quizás se dedican a retomar algunos viejos temas que interrumpieron, quizás una licenciatura que no acabaron por diversos motivos.
Pero un día comprendí que no era el caso de Mutolo.
Para empezar no tenía con él un libro, ni un cuaderno para los apuntes o algo parecido.
Se cuidaba, tenía dignidad. Vestido casi siempre de la misma manera. No miraba jamás a nadie a los ojos ni siquiera cuando era observado. A veces sacaba de algún sitio una botellita de agua y con discreción bebía un trago.
Muy a menudo, de manera increíble, no te dabas cuenta de su existencia hasta que no se movía por alguna razón, tipo sonarse la nariz o, justo, beber de aquella botellita que se materializaba de la nada.
Comencé, con curiosidad, a buscarlo y me di cuenta que era capaz de mantenerse inmóvil durante horas, como ni siquiera un mimo de la calle, que finge ser una estatua, conseguiría.
Luego, una tarde, comprendí la verdad de algunos detalles, confirmados, posteriormente, por las confidencias de un ujier al que le había pedido información sobre él para verificar si tenía razón.
Me dijo que venía a la facultad sólo en el invierno y, en general, en los días más fríos. Añadió que nunca molestaba a nadie y que a menudo ni se daba cuenta de su presencia. Había oído decir que estaba solo en el mundo, en cierto sentido, y que a veces compraba a los estudiantes los bonos del comedor universitario para ir a comer.
Extraño, porque no hubiera sido posible, debido a la edad, que se hiciese pasar por un estudiante. Evidentemente, deduje, nadie lo había notado.
Una mañana, era casi Navidad, fui a ver a un amigo al Policlínico. Se trata de una estructura hospitalaria inmensa, con un gran tráfico de personas prácticamente a todas las horas. Hacia las 12, mientras salía del departamento para volver a casa, vi a Mutolo, en la parte de atrás de un almacén, que daba una moneda a un enfermero. Poco después le daba un tarro de usar y tirar, de estos sellados, con la comida del hospital. Debía ser uno de tantos que sobraban, por error de cálculo o porque muchos pacientes comían, a veces, lo que los parientes les llevaban de casa.
Aquella escena completó el mosaico: Mutolo no robaba, Mutolo no pedía limosna, Mutulo no se lamentaba ni se humillaba. Mutolo, simplemente, se las apañaba. Sobrevivía.
Iba a la Facultad de Derecho, deduje, porque era un sitio con calefacción, consiguiendo a buen precio cualquier comida también allí. Quién sabe cuántas cosas parecidas a esta se inventaba.
Sentí una ternura infinita por aquel hombre tan decorosamente mimetizado y sentí la exigencia de hacer algo por él.
Me acerqué a él poco tiempo después. Estaba en el pasillo, cerca del termoconvector, debajo de una ventana. Fingí pararme al lado de él por casualidad, con la excusa de apoyar dos libros sobre el poyo de mármol, para ponerme el abrigo, y pegar la hebra con una excusa banal.
Él no pareció disgustado, pero tenía en los ojos algo de tristeza, como si se esperase que cualquier cosa que nos dijésemos se quedaría en nada.
Y, en cambio, al día siguiente, al cruzarme con él lo saludé. Pareció desorientado, e incluso atemorizado.
Lo más difícil estaba hecho.
Así que, Mutulo, era un jubilado. Le daban la mínima y vivía de alquiler. En la práctica, lo justo para llegar a fin de mes, a pesar de los sacrificios. No investigué más, pero creo que tenía hijos, perdidos quizás en cualquier parte del mundo, con los cuales casi no se relacionaba.
Era viudo. Estaba solo.
Luego, se me ocurrió una idea: inventé una mentira colosal para evitar ofenderlo. Pero creíble.
Dije que una persona de mi confianza gestionaba una guía de restaurantes y que necesitaba de un mistery shopper, el dichoso cliente misterioso.
Él, Mutolo, debería ir a comer o a cenar en algunos sitios que yo le indicaría, incluso más de una vez (a la incuestionable discreción de la jamás nombrada empresa que pagaba la comida, obviamente) para suministrar una detallada relación con respecto al objeto: calidad de la comida, rapidez del servicio, amabilidad del personal y cosas de este tipo.
Después de alguna que otra duda, la declaración de que le sería dado un anticipo de dinero para pagar los gastos lo llevó a aceptar sin preguntar nada más. Era un trabajo de confianza.
Comencé con la comida de Navidad.
«Mutolo» le dije una mañana mostrando pocas esperanzas «se que para usted sería un sacrificio enorme, pero ¿estaría disponible a salir el 25 para una comida?»
Con tono