la forma moderna de sociedad, relación determinante para la cuestión del comienzo del discurso de la modernidad, pero, como veremos, dicha relación hay que comprenderla de una forma completamente distinta.
La cuestión del comienzo o de los conceptos primeros
Por tanto, ¿cómo cabe «comenzar» la exposición de la forma específicamente moderna de sociedad? Marx había creído primero que era necesario comenzar por lo esencial: la relación entre las clases, poseedora de los medios de producción una, explotada la otra. Es decir, había que comenzar por esa relación de clase que, a su juicio, domina y determina, al parecer, las demás relaciones sociales[4]. Pero Marx acabó comprendiendo que no era posible obrar así. En efecto, está claro que no se puede hablar de la plusvalía, del «plusvalor», al que dedicará la sección tercera, sin saber lo que es el valor, cuyo concepto hay que exponer primero (sección primera). Sin embargo, eso entraña comenzar por un momento más general, que no concierne directamente a la estructura de clase, a la relación entre las clases, sino a la relación entre los individuos, a la relación interindividual específica de la forma moderna de sociedad. Se trata de una relación ciertamente propia de la modernidad, pero que, según la terminología de Marx, es más «abstracta»[5] que la estructura de clase. Sólo a partir de tal «metaestructura»[6] podrá llegarse a la estructura de clase. De ese modo, Marx pasa de una sección primera dedicada a la metaestructura (interindividual) mercantil de la sociedad moderna a una sección tercera dedicada a la estructura (de clase) capitalista por medio de una sección segunda que sirve de transición entre una y otra: de la relación interindividual a la relación de clase, o, empleando los términos del análisis de Marx, del «mercado» al «capital».
La tarea es colosal. En efecto, este dispositivo conceptual no sólo abarca todos los problemas de la filosofía política moderna, sino también los de la teoría económica, los de los fundamentos del derecho y los de una teoría sociológica e histórica de la modernidad. Desde luego, eso no quiere decir que Marx resuelva todos los problemas, sino que la nueva disposición del espacio teórico que crea mediante esta innovación –que invita a comprender la forma moderna de sociedad por medio de ese camino que va de la metaestructura a la estructura (y, por tanto, a las tendencias inmanentes a ésta)– renueva profundamente la cultura y la política modernas. La invención de Marx no es sólo la de las «clases sociales», en el sentido de que éstas no existen sino como «lucha de clase», sino que resulta inseparable de este vínculo fundador entre relaciones interindividuales y relaciones de clase: la relación moderna de clase distingue y divide a los individuos entre sí, los ordena en agrupamientos antagonistas al ponerlos como personas semejantes, libres, iguales y racionales. Es por aquí por donde hay que comenzar.
Sin embargo, facilita las cosas que este comienzo sea de una simplicidad extrema. Marx comienza concediendo al sentido común lo que éste reclama, cosa que no es, como alega una interpretación vulgar, que parta de la «superficie», de lo que «aparece». Desde luego, Marx intentará mostrar de qué modo las relaciones sociales capitalistas, que son de explotación y dominación, pueden aparecer como relaciones de intercambio y, por tanto, de igualdad y libertad. Pero Marx no concibe el orden por el que hay que empezar el análisis como el orden de la simple apariencia (ideológica); no parte propiamente de lo que aparece, sino de lo que se da, de un orden de pretensión. La metaestructura designa muy exactamente la pretensión, la ficción moderna, con la categoría de realidad que le pertenece, cuya determinación será la que haya que lograr. Desde luego, los exégetas no han dejado de subrayar que esta relación dialéctica entre ser y aparecer debía ser comprendida de algún modo como real. Pero ¿de qué modo exactamente? No podemos responder a esta pregunta hasta que no reflexionemos sobre la circunstancia de que este aparecer surge como declaración, como «pretensión».
No cabe esperar que Marx tenga conciencia plena de su propio discurso. Como todo auténtico inventor, hace una cosa muy distinta de lo que cree hacer. Esto es así porque los enunciados que establece o formula conllevan presuposiciones y entrañan conclusiones distintas de las que él tiene ante los ojos. Marx dice que trata aquí de la «mercancía». No obstante, lo que analiza es, sin duda, el elemento mercancía, esa cosa social, pero sólo puede hacerlo definiendo la relación social de producción mercantil como tal. Es este concepto, aparentemente paradójico, el que conviene examinar en primer lugar.
La dificultad radica en la determinación del objeto de tal concepto. Lo que Marx tiene ante los ojos en este comienzo de El capital no es una simple producción mercantil precapitalista, cosa, por otra parte, generalmente admitida en la actualidad. Así las cosas, queda por saber de qué habla Marx exactamente en esta sección primera. Los filósofos tienen –como se aprecia en multitud de comentarios– la tentación inmediata de buscar en los Grundrisse las claves de la interpretación de El capital, dado que la argumentación filosófica de aquel texto resulta más rica y explícita que la de éste. Eso hace que a menudo conciban la idea trivial de que la sección primera del libro primero de El capital versaría sobre la «circulación» y no ya sobre la producción. En efecto, el manuscrito de los Grundrisse se dividía en dos «capítulos», uno dedicado al «dinero» y más en general a la «circulación», es decir, al sistema de intercambios mercantiles, y el otro al «capital». Y la cuestión de la producción sólo se abordaba en el marco de este segundo capítulo, en el contexto del análisis del «proceso de producción» propiamente capitalista. Por el contrario, en El capital, y sobre todo en sus últimas redacciones, hasta la versión francesa, Marx alcanzó a comprender que debía abordar de una manera completamente distinta la exposición teórica (ERC, pp. 45-50). Por eso, en la sección primera, debe comenzar por definir una pura «lógica de la producción mercantil», para estar en condiciones de mostrar, en la sección tercera, que ésa no es la «lógica del capital», la cual, no obstante, entraña la lógica del mercado como su referencia inmanente.
Así, pues, el comienzo de El capital tiene por objeto exponer la lógica social que, en última instancia, constituye el punto de referencia en una sociedad capitalista: su presupuesto más general, según el cual los productores se reconocen mutuamente la propiedad privada de sus medios de producir y no producen para consumir su producción, sino para intercambiarla conforme a una lógica de mercado. En estas condiciones, los productores se encuentran en una situación de competencia mutua, por una parte dentro de cada sector, lo cual les impulsa a producir en el menor tiempo posible, y, por otra, entre sectores, lo cual les obliga a asegurarse de que sus productos son objeto de una demanda efectiva, sin dejar de estar sometido a la misma limitación temporal, que somete los diversos productos concretos al criterio abstracto del gasto de trabajo que requieren. En estas condiciones, tiende a prevalecer un «valor» de las mercancías correspondiente al tiempo socialmente necesario para producirlas. Ésa es la racionalidad propia del mercado. De ahí que se defina una pura lógica de mercado: «pura», es decir, previa, en el orden de la construcción teórica, al examen de la relación capitalista y de su lógica del beneficio. Tal es el contexto conceptual que da su objeto a esta famosa «teoría del valor-trabajo», objeto de tantas controversias (ERC, pp. 51-62).
A falta de comprender la racionalidad de esta figura inicial (que Marx retomará retrospectivamente en el capítulo décimo del libro tercero introduciendo un concepto de «competencia» que gobierna ya el capítulo primero del libro primero, aunque sin ser explícito), muchos comentaristas filósofos prodigan toda clase de argucias sobre las «contradicciones» del valor y el mercado. Los comentaristas economistas están más naturalmente inclinados a subrayar la coherencia de la figura elaborada por Marx, aunque a menudo tienden a vincularlo un poco precipitadamente con la tradición de la economía clásica[7]. Una vez sabido que, en el orden «concreto», las mercancías no se intercambian conforme a su valor, sino según unos precios que difieren de él, la cuestión estriba, efectivamente, en saber cuál puede ser la pertinencia del análisis desde el punto de vista del llamado «valor-trabajo»: ¿para qué puede servir? ¿Cuál es su objetivo legítimo? ¿Qué clase de realismo cabe atribuirle? Se trata de una cuestión que rebasa