Franck Fischbach

Marx


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de que Marx subvierta aquí el discurso «económico», puesto que esta teoría de la producción mercantil se formula de entrada en el lenguaje del derecho y el reconocimiento. En efecto, los consocios de esta racionalidad económica mercantil se reconocen mutuamente propietarios de sus medios y productos, seres libres, iguales y racionales. «¡Libertad!», «¡Igualdad!», escribe Marx, aunque con rabia, pues cuestiona que las cosas sean así en una secuencia que prosigue con «¡Propiedad!», bajo la égida de Bentham. Pero es de esta cuestionable pretensión de la que conviene partir, de esta pretensión que Aristóteles –ese gran predecesor, subraya Marx– no podía comprender, porque vivió en la época de la esclavitud, en la que la igualdad, escribe Marx, no se había convertido aún en un «prejuicio popular», es decir, en una pretensión común.

      Por tanto, antes de llegar a las relaciones de clase, Marx comienza por hacer frente a la pretensión (¡ya entonces!) del liberalismo según la cual, en la modernidad, prevalecería una «economía de mercado». En cierto sentido, este comienzo parece propicio para dar plena satisfacción a los liberales. Ilustra, como dirá Hayek, que «el mercado es una maravilla». Pues es en ese sentido en el que hay que leer, en definitiva, el parágrafo tercero del capítulo primero, «La forma del valor» (ERC, pp. 63-74). Por otro lado, se aprecia que, de una versión a otra de El capital, desaparece esta famosa contradicción entre el valor de uso y el valor a secas, que hace felices a los comentaristas hegelianizantes y que Marx había creído discernir en la relación mercantil. En definitiva, quedará de manifiesto que esta contradicción no concierne al mercado en cuanto tal, sino al capital, en la forma determinada de la contradicción entre valor de uso y plusvalía (que no valor). Por lo que respecta al mercado, Marx esboza, en este momento del análisis, al mismo tiempo que una tensión problemática entre el valor de uso y el valor, el modus operandi de su resolución. Pero que la «ley del mercado» sea una ficción, y en qué sentido, es lo que no puede mostrarse al comienzo.

      En resumen, la sección primera de El capital, este prólogo económico-jurídico situado en el cielo, con el que Marx da el comienzo necesario a la exposición, tiene por objeto exponer el presupuesto de la relación de producción capitalista, que no es otro que el de la ficción (metaestructural) moderna de una sociedad fundada en relaciones mercantiles de intercambio entre consocios supuestamente libres, iguales y racionales. Todo el mundo sabe que lo que viene a continuación tiene por objeto mostrar que nada de todo eso es así, pero, de entrada, Marx nos informa de que esa nada es «alguna cosa».

      El error de Marx al comienzo

      Sin embargo, sostengo que este comienzo conlleva un error, una insuficiencia dialéctica que hace cuerpo con una serie de carencias que afectan a la economía y la sociología del marxismo clásico, a su interpretación de la historia moderna y, en última instancia, a su política.

      Sin embargo, es remarcable que Marx no proponga en este punto ninguna crítica sustancial de la producción mercantil. En este estadio metaestructural de su exposición, en el que aún no han quedado establecidas ni la estructura de clase ni la lógica estructural del capitalismo (la lógica del puro beneficio), la tara del mercado no se puede definir como contradicción entre el valor de uso y el valor a secas, sino sólo como alienación de las personas en un orden de cosas, es decir, en un orden supuestamente natural, inmanente a la naturaleza (humana). En cuanto seres determinados por las relaciones mercantiles de producción, dadas como naturales, estamos alienados.

      En cambio, lo que vemos, al final de este discurso sobre la alienación, y para gran asombro nuestro, es que Marx se dirige a nosotros, los alienados, y nos invita a salir de esta situación: «Imaginémonos una asociación de hombres libres que trabajen con medios de producción colectivos […] conforme a un plan concertado», etc. En suma, imaginémonos un orden socialista (véase ERC, pp. 208-218).

      Esta «representación», colocada al comienzo de la exposición marxiana, anuncia por anticipado el final, ya que el único propósito del libro primero será precisamente el de mostrar cómo la sociedad capitalista tiende históricamente a producir las condiciones de ese orden social democráticamente concertado y planificado. El capitalismo no es sólo una relación entre las clases, sino también, dentro de cada una de ellas, una relación de competencia entre los individuos, punto por el que el análisis comienza. La competencia entre capitalistas conduce históricamente al desarrollo del maquinismo y de la gran empresa, y con ello hace aparecer su opuesto: un modo de coordinación organizativa planificada, que rige el orden de la fábrica y que progresivamente prevalecerá sobre la coordinación mercantil entre empresas. Correlativamente, la competencia hace surgir una clase obrera numerosa, organizada por el proceso mismo de producción, predispuesta a apropiarse de los medios industriales y a poner en marcha, a escala de toda la sociedad, una producción organizada según un plan concertado entre todos. Ése es el tema del capítulo trigésimo segundo, que constituye la verdadera conclusión del libro primero.

      Si consideramos el curso de la historia, parece que en El capital había algún error de diagnóstico. Lo que resulta menos evidente es en qué consiste dicho error. Y nada es menos habitual para los filósofos que «buscar el error». Suelen enfrentarse a tesis, más o menos fecundas o justificadas, pero que, hablando propiamente, no son ni verdaderas ni falsas. Ahora bien, aquí la filosofía no se enfrenta de entrada a la filosofía, sino a la teoría de un objeto empírico particular: la forma moderna de sociedad. Por tanto, la filosofía no puede eludir la cuestión de la verdad o el error. Pero los filósofos, tanto si se reclaman herederos de Marx como si no, a menudo han coincidido en señalar que El capital está bien como está y que se trata simple­mente de leerlo e interpretarlo. Que nadie venga a molestarlos con otra preocupación. Lo que les concierne, en cuanto filósofos, es la filosofía de Marx, que se encuentra ahí, en El capital. En cuanto a la «teoría» marxiana del mundo capitalista o moderno, está bien como está, o, más bien, es la que es, y como tal, a título de objeto de exégesis, pone de manifiesto la existencia de una «comunidad científica» (filosófica) cuya función exegética determina los límites legítimos del debate. Eso no quiere decir que no puedan hacerse lecturas críticas ni que las interpretaciones, que son re-interpretaciones, no puedan dar pie a innovaciones teóricas fecundas. Pero los filósofos son dados a pensar que, si hay que volver a hacer las cuentas, de ello ya se encargarán los economistas o los historiadores.

      Por mi parte, estoy tentado de decir que El capital es una cosa demasiado seria para dejarla en manos de los economistas. Es la crítica filosófica la que debe hacerse cargo de ella, pues sólo la crí­tica filosófica puede conducir a la transformación radical que El capital requiere, en cuanto tiene por objeto la forma moderna de sociedad: en cuanto es una «crítica de la economía», es decir, una teoría de la economía explícitamente imbricada en un marco societal determinado. Pero eso entraña que los