Franck Fischbach

Marx


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bien, en relación con esto, hay que señalar que, al interpelarnos de esa manera –«imaginémonos una asociación de hombres libres…»–, Marx no hace sino sustituir una ficción por otra, una representación por otra. Desde mi punto de vista, esto no desacredita el concepto de ficción. Sólo alego que Marx no comprende adecuadamente la ficción moderna al dividirla en dos: la del liberalismo y la del socialismo. No es que haya que buscar una tercera vía, una vía intermedia. Lo que ocurre es que tales ficciones, planteadas así, de forma unilateral, son insostenibles conceptualmente. Así formuladas, son contradicciones performativas. En realidad, no son válidas más que en su relación recíproca, inmanente. Hay que pensarlas juntas, en su antagonismo.

      La contradicción del mercado consiste en que, planteada como ley «natural», la lógica mercantil de producción se da a la vez co­mo aquella en la que los hombres se reconocen libres, iguales y racionales, y, al mismo tiempo, como una ley natural-trascendente que se impone a los hombres: como la «ley del mercado», conforme a la cual nuestras interrelaciones económicas sólo son legítimas y racionales en la medida en que adopten la forma mercantil. A eso es a lo que llamo «contradicción performativa». El «libre contrato de servidumbre», que, como mostró Rousseau, se anula como contrato al enunciarse como tal, resulta ser un hecho característico de la modernidad, un hecho general. Eso es lo que encuentra formulación en el tema del «fetichismo»: al enunciar tal «ley» del mercado, la colocamos por encima de nosotros, como si se nos impusiera de forma natural. En este sentido, el capítulo segundo, extraordinaria reelaboración del contrato social, retoma el viejo esquema hobbesiano presentándolo, en el lenguaje del Apocalipsis, como adoración del becerro de oro. «En el principio era la acción», pero dicha acción no es sino la decisión común de someterse al orden del mercado, al valor mercantil, cuyos signo y garantía son el dinero (el oro como moneda)… Una servidumbre voluntaria.

      Así, pues, no hay que comprender la alienación como una proyección de nuestra subjetividad racional social en un fetiche trascendente, sino, más radicalmente, como una «desposesión». ¿De qué? De nuestra capacidad de actuar y producir de forma libremente concertada entre todos. Tal es, en definitiva, la enseñanza de este parágrafo cuarto del capítulo primero. Sin embargo, no se puede –y ésta es mi objeción a Marx– concebir así, de forma unilateral, el fetichismo en términos de mercado, pues la figura de la «concertación organizada» frente a la «libertad mercantil», que en su pluma representa aquí la otra opción, exige una crítica dialéctica semejante. En efecto, dicha figura da lugar a una contradicción performativa, en el marco teórico de una modernidad en la que la «organización» presenta la misma categoría epistemológica que el «mercado», la de un modo de coordinación racional a escala social. Los hombres sólo se reconocen efectivamente libres e iguales si se reconocen la capacidad de establecer juntos las reglas y los principios por los que se gobiernan, en lugar de concebirse sometidos a una ley trascendental que restringe la libertad de cada uno a las supuestas normas del librecambio mercantil. Cierto. Pero, correlativamente, tales reglas sólo son aceptables si lo son para cada uno, en cuanto regulan tanto las relaciones entre todos como las de cada uno con cada uno en lo tocante a su libertad y su racionalidad, a su dignidad como interlocutor. Sin eso, lo entre-todos desposee a cada uno. Ahí radica, precisamente, la cuadratura del círculo de la modernidad, la cruz de su ficción, el principio del antagonismo que divide su pretensión.

      No puedo desarrollar aquí esta conceptualidad inicial en toda su complejidad. Me limito a sugerir que ése es el único comienzo que está a la altura de la tesis fundadora de Marx, según la cual lo propio de la forma moderna de sociedad es que está fundada no sobre la referencia a la desigualdad entre los hombres, sino sobre la pretensión de su libertad, igualdad y racionalidad. Según dicha tesis, la particularidad de las estructuras modernas de clase se comprende precisamente como un viraje, como una instrumentalización de la razón. Si esto es así, conviene saber primero qué es ahí de la «razón». Y eso es, en efecto, lo que se da en esta cuadratura del círculo.

      En resumen, hasta este momento he querido mostrar cómo había que comprender el comienzo propuesto por Marx, el error que entraña, y de qué forma convenía volver a comenzar, emprender la reconstrucción de la teoría. A continuación, sin perder de vista este análisis, voy a retomar el hilo de la exposición de Marx, es decir, su teoría de la transición del mercado al capital, de la «transformación» del primero en el segundo.

      La transformación del dinero (o del mercado) en capital

      Aparentemente, todo es sencillo. La sección segunda es luminosa. En la sociedad moderna, una de las mercancías es la fuerza de trabajo. El trabajador la vende a cambio de un salario: así, aliena de ella el valor de uso, por un tiempo determinado, al capitalista que lo emplea, y, en contrapartida, adquiere su valor de cambio. De ese modo, no deja de ser un consocio mercantil, libre, igual y racional, que al final siempre dispone de su mercancía, la cual puede vender a otro empleador. Vive de su salario, lo cual garantiza la autonomía de su vida privada. Puede «cambiar de amo», lo cual limita su dependencia; en lo tocante a esto, se invoca a Hegel sin reservas. En resumen, la sociedad capitalista, fundada en el salariado, puede darse como una sociedad mercantil, como una «economía de mercado».

      Sin embargo, como sabemos, un examen más atento trasluce entonces que la sociedad capitalista es una cosa muy distinta: en los términos del intercambio de equivalentes se aloja, en efecto, la explotación. El valor de la fuerza de trabajo, en cuanto mercancía, se determina por el tiempo de trabajo necesario incluido en las condiciones de su producción, es decir, por el tiempo necesario para la producción de bienes que el salario permite adquirir. No obstante, está claro que el trabajador asalariado puede trabajar a diario mucho más tiempo que el requerido para la producción del promedio de los bienes que consume cotidianamente. Para eso, evidentemente, se emplea la fuerza de trabajo: para explotarla. Una vez más, nadie ha cuestionado nunca la coherencia formal de esta figura, derivada de la llamada teoría del valor-trabajo. La única cuestión que se plantea es la de su pertinencia, la de saber lo que es posible hacer a partir de ella.

      Ahora bien, el problema de su pertinencia despunta justamente en la cuestión marxiana de la «transición» del mercado al capital. Evidentemente, la teoría establece la relación ontológica entre estos dos niveles de la relación social moderna en esa transición que se da en la propia exposición. Preguntémonos, para atenernos a un cuestionamiento todavía poco elaborado, si es posible concebir una disociación del mercado y del capital, es decir, si es posible concebir la posibilidad de superar el capitalismo conservando el mercado, o bien si estas dos figuras son inmanentes la una a la otra, hasta el punto de que abolir el capitalismo supone abolir el mercado. Se trata de una formulación provisional, pero que puede desbrozar el camino para transitar por los problemas fundamentales de la modernidad: a saber, los de la relación entre la metaestructura y la estructura. Eso es lo que realmente se dirime en la larga búsqueda emprendida por Marx para elaborar una transición dialéctica del mercado al capital, objeto de la sección segunda.