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E-Pack Jazmín Luna de Miel 2


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increíble!

      Gordon la recibió con una sonrisa mientras el chófer le abría la puerta. El político era un hombre rechoncho, iba vestido con el traje de gala escocés e hizo sonreír a Estelle incluso antes de que se hubiera sentado en el coche.

      –Y tienes unas piernas mucho más bonitas que las mías. Me siento ridículo con la falda escocesa.

      Estelle se relajó inmediatamente. Mientras el coche se dirigía hacia el aeropuerto, Gordon le explicó rápidamente lo que debía saber sobre su relación.

      –Nos conocimos hace dos semanas…

      –¿Dónde? –preguntó Estelle.

      –En Dario’s…

      –¿Qué Darío? –le interrumpió Estelle antes de que hubiera terminado.

      Gordon se echó a reír.

      –Realmente, no estás al tanto de nada, ¿verdad? Es un bar del Soho… frecuentado por hombres ricos que buscan la compañía de mujeres más jóvenes.

      –¡Dios mío…! –gimió Estelle.

      –¿Trabajas?

      –En la biblioteca, a tiempo parcial.

      –Quizá sea mejor no mencionarlo. Limítate a decir que trabajas ocasionalmente como modelo. O, mejor aún, di que ahora mismo dedicas todo tu tiempo a hacerme feliz –Estelle se sonrojó y Gordon lo notó–. Lo sé, es terrible, ¿verdad?

      –Me preocupa no ser capaz de representar bien mi papel.

      –Lo harás perfectamente –la tranquilizó Gordon, y continuó repasando toda la información con ella.

      Durante el vuelo a Edimburgo, repasaron la historia una y otra vez. Gordon le preguntó incluso por su hermano y su sobrina, y a Estelle le sorprendió que estuviera al tanto de las dificultades que atravesaban.

      –Virginia y yo hemos llegado a ser buenos amigos a lo largo de este año –le explicó Gordon–. Estuvo muy preocupada por ti cuando tu hermano sufrió el accidente y al saber que tu sobrina había nacido con una enfermedad. ¿Cómo está ahora?

      –Esperando una operación.

      –Tú intenta recordar que les están ayudando –le recomendó Gordon mientras se dirigían al helicóptero.

      Minutos después, mientras cruzaban el patio del castillo, Gordon le dio la mano y Estelle agradeció que lo hiciera. Era un hombre encantador y, si se hubieran conocido en otras circunstancias, habría estado deseando disfrutar de aquella velada.

      –Estoy deseando ver el interior del castillo –admitió Estelle.

      Ya le había contado a Gordon lo mucho que le interesaba la arquitectura antigua.

      –No creo que tengamos tiempo de explorarlo –respondió Gordon–. Nos enseñarán nuestra habitación y después solo tendrás tiempo de refrescarte un poco antes de bajar a la boda. Y recuerda –añadió–, dentro de veinticuatro horas, todo habrá terminado y no tendrás que volver a ver a ninguno de los invitados en toda tu vida.

      NI EL sonido de las gaviotas en la distancia ni el latido de la música sacaron a Raúl de su sueño; al contrario, fueron precisamente esos sonidos los que le tranquilizaron cuando se despertó sobresaltado. Permaneció tumbado con el corazón palpitante durante unos segundos, diciéndose que solo había sido una pesadilla, aunque sabía que, en realidad, había sido un recuerdo lo que le había despertado tan bruscamente.

      El delicado movimiento del yate le invitaba a volver a dormir, pero recordó de pronto que se suponía que debía reunirse con su padre. Se obligó a abrir los ojos y fijó la mirada en la melena rubia que cubría su almohada.

      –Buenos días –ronroneó su propietaria.

      –Buenos días –contestó Raúl, pero, en vez de acercarse a ella, le dio la espalda.

      –¿A qué hora tenemos que salir para la boda?

      Raúl cerró los ojos ante aquella presunción. Él jamás le había pedido a Kelly que fuera con él a la boda, pero ese era el problema de salir con su asistente personal: Kelly conocía su agenda. La boda iba a celebrarse aquella tarde en las Tierras Altas de Escocia y era evidente que Kelly pensaba que estaba invitada.

      –Hablaremos de eso más tarde –respondió Raúl, mirando el reloj–. Ahora tengo que reunirme con mi padre.

      –Raúl… –Kelly se volvió hacia él con un movimiento que pretendía ser seductor.

      –Hablaremos después –repitió Raúl, y se levantó de la cama–. Se supone que tengo que estar en el despacho dentro de diez minutos.

      –Eso no te habría detenido antes.

      Raúl subió por las escaleras a cubierta y se abrió camino a través de los restos de otra de las fiestas salvajes de Raúl Sánchez de la Fuente. Se puso las gafas de sol y caminó a lo largo de la marina de Puerto Banús, donde tenía atracado el yate. Aquel era el lugar al que pertenecía Raúl. Encajaba en aquel ambiente porque, a pesar de su vida de excesos, él nunca era el más salvaje. Oyó el sonido de una fiesta, el retumbar de la música y las risas, y aquello le recordó los motivos por los que adoraba aquel lugar. Rara vez había silencio. El puerto estaba lleno de lujosos yates y olía a dinero. Allí podían encontrarse todos los frutos de las grandes fortunas y Raúl, sin afeitar, desaliñado y terriblemente atractivo, se fundía perfectamente con aquel paisaje.

      Enrique, su chófer, le estaba esperando en el puerto. Raúl se montó en el coche, le saludó y permaneció en silencio mientras recorrían la corta distancia que los separaba de la filial marbellí de De la Fuente Holdings. No tenía ninguna duda sobre el asunto del que quería hablarle su padre, pero su mente volvió a lo que Kelly acababa de decirle. «Eso no te habría detenido antes». ¿Antes de qué?, se preguntó Raúl. ¿Antes de haber perdido el interés? ¿Antes de que Kelly hubiera dado por sentado que la noche del sábado tenía que ser una noche compartida?

      Raúl era una isla. Una isla con visitas frecuentes y fiestas famosas en el mundo entero, una isla de lujos infinitos que solo se permitía relaciones superficiales y había decidido no dejar que ninguna persona se acercara demasiado a él. No quería volver a sentirse responsable del corazón de nadie.

      –No tardaré mucho –le dijo a Enrique cuando el coche se detuvo.

      A Raúl no le apetecía aquel encuentro, pero su padre había insistido en que se vieran aquella mañana y quería terminar cuanto antes.

      –Buenos días –saludó a Ángela, la asistente personal de su padre–. ¿Qué estás haciendo aquí un sábado por la mañana?

      Normalmente, Ángela se marchaba todos los fines de semana con su familia, que vivía en el norte.

      –Estoy intentando localizar a cierto individuo que dijo que estaría aquí a las ocho –Ángela frunció el ceño.

      Ángela era la única mujer que podía hablarle abiertamente a Raúl. Cercana ya a los sesenta años, llevaba trabajando para la empresa desde que Raúl podía recordar.

      –He estado llamándote. ¿Es que nunca tienes el teléfono encendido?

      –Me he quedado sin batería.

      –Bueno, antes de que hables con tu padre, tengo que recordarte tu agenda.

      –Déjalo para más tarde.

      –No, Raúl. Yo ya estoy yéndome a mi casa más tarde de lo habitual, así que esto hay que arreglarlo ahora. También tenemos que encontrarte otra asistente personal y, preferiblemente, una que no te guste demasiado –Ángela no se dejó impresionar por la forma en la que Raúl entornó la mirada–. Raúl, tienes que recordar que dentro de varias semanas voy a disfrutar de un largo permiso. Si tengo que preparar a alguien, necesito empezar cuanto antes.

      –Entonces,