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E-Pack Jazmín Luna de Miel 2


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con el placer tenía consecuencias y que acostarse con su asistente personal a lo mejor no era una buena idea. ¿Qué demonios les pasaba a las mujeres?, se preguntó. ¿Por qué en cuanto conseguían meterse en su cama decidían que ya no podían continuar trabajando para él? Al cabo de varias semanas, exigían exclusividad, compromiso, algo a lo que Raúl, sencillamente, se negaba.

      –Ya he arreglado todos tus vuelos para esta tarde –le dijo Ángela–. No me puedo creer que vayas a ponerte una falda escocesa.

      –Estoy guapísimo con falda escocesa –Raúl sonrió–. Donald les ha pedido a todos los invitados que la lleven y ya sabes que yo soy escocés honorario.

      Era cierto. Había estudiado en Escocia durante cuatro años, quizá los mejores años de su vida, y conservaba las amistades que había hecho entonces. Excepto una.

      Endureció la expresión al pensar en su exnovia, que estaría aquella tarde en la boda. A lo mejor debería llevar a Kelly, o llegar solo y enrollarse con alguna de sus antiguas amantes, aunque solo fuera para irritar a Araminta.

      –Bueno, acabemos con esto cuanto antes.

      Comenzó a caminar hacia el despacho de su padre, pero Ángela le llamó.

      –Deberías tomarte un café antes de ir a verle.

      –No hace falta. En cuanto acabe con esto, me iré a desayunar al Café del Sol.

      Le encantaba desayunar en el Café del Sol, un café situado frente al mar en el que, si uno no era suficientemente atractivo, rápidamente le echaban. A la gente como él, ni siquiera la molestaban con las cuentas. Querían ese tipo de clientes, querían la energía que llevaban a un lugar como aquel. Pero Ángela insistió.

      –Ve a refrescarte y te llevaré un café y una camisa limpia.

      Sí, Ángela era la única mujer a la que le permitía hablarle de aquella manera.

      Raúl entró en su enorme despacho, en el que además de la zona de oficina, había un elegante dormitorio. Mientras se dirigía hacia el baño, miró la cama y sintió la tentación de tumbarse. Solo había dormido dos o tres horas la noche anterior. Pero se obligó a ir al baño y esbozó una mueca al mirarse en el espejo. Entonces, entendió que Ángela hubiera insistido en que se refrescara antes de reunirse con su padre.

      Tenía los ojos inyectados en sangre y la mandíbula cubierta por una barba de dos días. El pelo, negro azabache, le caía sobre la frente y tenía restos de lápiz de labios en el cuello.

      Sí, tenía el aspecto del playboy depravado que su padre le acusaba de ser.

      Raúl se quitó la chaqueta y la camisa, se lavó la cara, comenzó a afeitarse y le dio las gracias a Ángela cuando le dijo que le había dejado un café en el escritorio.

      –¡Gracias! –repitió, y salió del baño a medio afeitar.

      Posiblemente, Ángela era la única mujer que no se ruborizaba al verle sin camisa. Al fin y al cabo, le había visto con pañales.

      –Y gracias también por hacer que me arregle antes de ir a ver a mi padre.

      –De nada –sonrió–. Te he dejado una camisa limpia en el respaldo de la silla del despacho.

      –¿Sabes por qué quiere verme? ¿Voy a recibir otro sermón sobre mi obligación de sentar la cabeza?

      –No estoy segura –Ángela se ruborizó–. Raúl, por favor, haz caso de lo que te diga tu padre. Este no es momento para discusiones. Tu padre está enfermo y…

      –El hecho de que esté enfermo no implica que tenga razón.

      –No, pero se preocupa por ti, Raúl, aunque no le resulte fácil demostrártelo. Por favor, hazle caso… Le preocupa que te enfrentes solo a determinadas cosas –se interrumpió al ver que Raúl fruncía el ceño.

      –Creo que sabes perfectamente a qué viene todo esto.

      –Raúl, solo te estoy pidiendo que le escuches. No soporto oíros discutir.

      –Deja de preocuparte –le pidió Raúl con cariño. Apreciaba a Ángela, era lo más parecido a una madre que tenía–. No tengo intención de discutir con él. Sencillamente, creo que a los treinta años nadie tiene que decirme a qué hora tengo que acostarme y menos aún con quién.

      Raúl regresó al baño para continuar afeitándose. No pensaba permitir que le ordenaran lo que tenía que hacer, pero, de pronto, se detuvo. ¿Sería tan grave dejar que su padre pensara que tenía intenciones serias con alguien? ¿Qué daño podía hacerle fingir que estaba a punto de sentar la cabeza? Al fin y al cabo, su padre se estaba muriendo.

      Recién afeitado y con la cabeza algo más despejada, pasó por delante de Ángela dispuesto a hablar con su padre.

      –Deséame suerte –le pidió, pero al ver la tensión que reflejaban las facciones de Ángela, la tranquilizó–. Mira… –sabía que Ángela jamás le ocultaba nada a su padre–, estoy saliendo con alguien, pero no quiero que mi padre me presione.

      –¿Con quién? –preguntó Ángela con los ojos abiertos como platos.

      –Es una antigua novia. Nos vemos de vez en cuando. Vive en Inglaterra y voy a verla en la boda.

      –¡Araminta!

      –Dejémoslo ahí.

      Raúl sonrió. Era todo lo que necesitaba. Sabía que había sembrado la semilla.

      Llamó a la puerta del despacho de su padre y entró.

      Debería haber habido fuego, pensaría después. Olor a azufre. Definitivamente, debería haber percibido el olor a gasolina y el sonido de un trueno seguido por un largo silencio. Algo debería haberle advertido que estaba regresando al infierno.

      ESTELLE se sentía como si todo el mundo supiera que era una farsante.

      Cerró los ojos con fuerza y tomó aire. Estaban en uno de los jardines del castillo, disfrutando de unos aperitivos y unas copas antes de la ceremonia.

      ¿Por qué demonios habría aceptado hacer algo así? Sabía exactamente por qué, se dijo a sí misma, intentando reafirmarse en su decisión.

      –¿Estás bien, cariño? –le preguntó Gordon–. La boda no tardará en empezar.

      –Sí, estoy bien –contestó Estelle, y se aferró con fuerza a su brazo.

      Gordon la presentó a una pareja que se acercó a ellos. Estelle advirtió que la mujer arqueaba ligeramente una ceja.

      –Esta es Estelle –la presentó Gordon–. Estelle, estos son Verónica y James.

      –Estelle –la saludó Verónica con una inclinación de cabeza, y se alejó con James.

      –Lo estás haciendo maravillosamente –le aseguró Gordon.

      Le apretó la mano y la apartó del resto de invitados para que pudieran hablar sin que les oyeran.

      –Creo que deberías sonreír un poco más –le recomendó–. Y ya sé que para eso hace falta ser una gran actriz, pero ¿podrías fingir que estás locamente enamorada de mí?

      –Por supuesto –contestó Estelle temblorosa.

      –El gay y la virgen –le susurró Gordon al oído–. ¡Si ellos supieran!

      Estelle abrió los ojos escandalizada y Gordon se disculpó rápidamente.

      –Solo pretendía hacerte sonreír.

      –¡No me puedo creer que te lo haya contado!

      Estaba horrorizada al saber que Ginny había compartido una información tan personal con Gordon. Pero, por supuesto, era más que posible. A Ginny le parecía infinitamente divertido que Estelle no se hubiera acostado nunca con