Los pubs y las fiestas le parecían una frivolidad. Eran las ruinas antiguas y los edificios los que la fascinaban y, cada vez que conocía a alguien, siempre surgía el terror a que su condición de virgen implicara que estaba buscando marido. Poco a poco, su virginidad había llegado a convertirse en un problema.
¡Y Gordon hablaba de ello como si fuera una broma!
–Virginia no me lo comentó con malicia –Gordon parecía desolado–, estuvimos hablando de ello una noche. No debería haber sacado el tema.
–No pasa nada –cedió Estelle–. Supongo que soy un poco rara.
–Todos tenemos nuestros secretos. Y, esta noche, los dos tenemos que ocultarlos –sonrió–. Estelle, sé lo difícil que ha sido para ti aceptar este compromiso, pero te prometo que no tienes por qué ponerte nerviosa. Yo pronto seré un hombre felizmente casado.
–Lo sé –Gordon le había contado que pensaba casarse con Frank, su novio de hacía muchos años–. Lo que pasa es que no soporto que todo el mundo piense que soy una cazafortunas. Aunque, en realidad, ese sea el objetivo de esta noche.
–Deja de preocuparte por lo que piensen los demás.
Era lo mismo que ella le decía a Andrew, que sufría por estar en una silla de ruedas.
–Tienes razón.
Gordon le hizo alzar la barbilla y ella le sonrió mirándole a los ojos.
–Así está mejor –Gordon le devolvió la sonrisa–. Lo superaremos juntos.
Así que Estelle le agarró del brazo e hizo todo lo que estuvo en su mano por parecer convenientemente enamorada e ignorar las ocasionales miradas de desprecio de otros invitados. Y estaba comenzando a relajarse cuando llegó él.
Hasta ese momento, Estelle había pensado que sería la novia la que hiciera una entrada triunfal, pero fue la llegada de un helicóptero y el hombre que descendió de él lo que atrajo las miradas de todo el mundo.
–¡Esto se pone interesante! –exclamó Gordon, mientras un hombre imponente se agachaba bajo las hélices del helicóptero y comenzaba a caminar hacia los invitados.
Era alto, llevaba el pelo negro peinado hacia atrás y tenía un gesto sombrío. Su fisonomía mediterránea podría haberle hecho parecer ridículo con una falda escocesa, pero parecía haber nacido para llevarla. Con las caderas estrechas y las piernas tan largas y musculosas, cualquier cosa le quedaría bien. Incluso ella quedaría bien a su lado, pensó Estelle.
Le observó aceptar un whisky que le ofrecía un camarero. Parecía distante. Incluso a las mujeres que revoloteaban a su alrededor las despachaba rápidamente.
Y, entonces, la miró a los ojos.
Estelle intentó desviar la mirada, pero no pudo. El recién llegado deslizó la mirada por el vestido dorado, pero no con la expresión de desaprobación de Verónica. Aunque tampoco lo estaba aprobando. Se limitaba a analizarlo.
Estelle se sintió arder cuando le vio desviar la mirada hacia su acompañante y deseó decirle que aquel hombre de sesenta años no era su amante. Pero, por supuesto, no podía.
–Solo tienes que tener ojos para mí –le recordó Gordon, consciente quizá de la energía que parecía vibrar entre ellos–. Aunque, francamente, nadie te culparía por mirar un poco. Es absolutamente divino.
–¿Quién?
Estelle intentó fingir que no se había fijado en aquel atractivo desconocido, pero no consiguió engañar a Gordon.
–Raúl Sánchez de la Fuente –respondió Gordon en voz baja–. Nuestros caminos se han cruzado varias veces. Ese canalla está guapo hasta con falda. Me ha ganado por completo el corazón… aunque no creo que lo quiera.
Estelle no pudo por menos que echarse a reír.
Raúl recorrió con la mirada a los invitados. Estaba comenzando a cuestionarse la decisión de ir solo. Aquella noche necesitaba diversión y, cuando había pensado en las antiguas amantes con las que se encontraría, había evocado los pechos erguidos y las cinturas estrechas del pasado, como si el tiempo se hubiera detenido en sus días de universitario. Pero las manillas del reloj habían continuado moviéndose.
Estaba Shona. La otrora larga melena pelirroja había dado paso a un severo corte de pelo. Shona permanecía junto a un tipo sin ninguna personalidad. Al ver a Raúl, se sonrojó y le miró furiosa, como si su tórrido pasado hubiera sido borrado y olvidado.
–Raúl…
Raúl frunció el ceño al ver a Araminta caminando hacia él con una sonrisa suplicante que activó todas sus alarmas. Lo que necesitaba aquella noche era una distracción, no desesperación.
–¿Cómo estás? –le preguntó a Araminta.
–No muy mal –contestó ella.
E inmediatamente procedió a hablarle de su horrible divorcio, de lo mucho que había pensado en él desde su ruptura y de cuánto se arrepentía de que hubieran roto.
–Ya te dije que te arrepentirías –respondió Raúl sin ningún sentimiento–. Ahora tendrás que perdonarme. Tengo que hacer una llamada de teléfono.
–¿Podremos hablar más tarde?
Raúl advirtió la esperanza en su voz y aquello le irritó. ¿Sería ya suficientemente bueno para su padre? ¿Suficientemente rico?
–No hay nada de lo que tengamos que hablar.
Ni siquiera la miró mientras ella se alejaba sollozando.
¿Qué demonios estaba haciendo allí?, se preguntó Raúl. Debería estar preparando una fiesta en el yate. Debería estar olvidándose de sí mismo en vez de reencontrándose con su pasado. Además, no podía decirse que hubiera un número infinito de mujeres elegibles en aquel castillo de las Tierras Altas de Escocia. Y, después de lo que Raúl había averiguado aquella mañana sobre su padre, no tenía ganas de estar solo.
Tensó la mano sobre el vaso de whisky. Apenas estaba comenzando a asimilar el impacto de lo que le había contado su padre.
Sus pensamientos eran tan sombríos que consideró seriamente la posibilidad de marcharse. Pero, justo en ese momento, una caída de pelo negro y una tez pálida le llamaron la atención. La joven parecía nerviosa, algo extraño en las acompañantes de Gordon, normalmente, mujeres atrevidas y desenvueltas.
Le sostuvo la mirada cuando le miró y, a partir de entonces, se convirtió en la única mujer a la que le hubiera permitido acercarse. El problema era que estaba aferrada al brazo de Gordon.
Aquella mujer le ofrecía algo más que una distracción. Le ofrecía olvido. Porque, por primera vez en el día, había conseguido olvidar la conversación que había mantenido con su padre.
En ese momento, una voz con marcado acento escocés anunció que estaba a punto de comenzar la boda y solicitó a los invitados que ocuparan sus asientos.
–¡Vamos! –Gordon tomó la mano de Estelle–. Me encantan las bodas.
–Y a mí –Estelle sonrió.
Caminaron juntos a través de aquella cálida noche. El suelo estaba iluminado por antorchas y habían preparado ya las sillas. Con el castillo de fondo, la escena era imponente y Estelle se olvidó del sentimiento de culpa y se dispuso a disfrutar. Había volado en avión por primera vez en su vida, había montado en helicóptero, estaba en un castillo de las Tierras Altas de Escocia y Gordon era absolutamente encantador, se dijo mientras se sentaban y continuaba hablando con Gordon.
–Donald dice que Victoria está muy nerviosa –le explicó él–. Es muy perfeccionista y, por lo visto, lleva meses pendiente de hasta el último detalle.
–Bueno, pues parece que todo está saliendo muy bien. Estoy deseando ver el vestido.
Y, justo cuando empezaba a relajarse y todos