Raúl apenas alzó la mirada cuando se acercó aquella mujer. Era la misma a la que habían apartado antes de la mesa.
–He pensado que podríamos bailar.
–Estoy ocupado.
–Raúl…
–Araminta –se volvió entonces para mirarla–, si quisiera bailar contigo, te lo habría pedido.
Estelle parpadeó, porque, a pesar de la suavidad del tono, sus palabras fueron brutales.
–Has sido un poco duro –le reprochó Estelle cuando Araminta se marchó.
–Es preferible ser duro a lanzar mensajes ambiguos.
–Quizá.
–Entonces… –Raúl eligió sus palabras con cuidado–, si cuidar a Gordon es un trabajo a tiempo completo, ¿a qué te dedicas cuando no estás trabajando?
En aquella ocasión, Estelle no frunció el ceño. No había ningún error en lo que estaba insinuando. Sus ojos verdes relampaguearon cuando se volvió hacia él.
–No me gusta esa insinuación.
A Raúl le sorprendió su respuesta desafiante, y también que se enfrentara abiertamente a él.
–Perdón, a veces mi inglés no es del todo bueno. Es posible que me haya expresado mal.
Estelle tomó aire mientras se preguntaba cómo debería comportarse. Al final, decidió que lo mejor era ser educada.
–¿En qué trabajas? –le preguntó–. ¿Tú también eres político?
–¡Por favor! –asomó a sus labios una reluctante sonrisa–. Soy uno de los directores de De la Fuente Holdings, y eso quiere decir que me dedico a comprar, mejorar edificios y a veces a venderlos. Mira este castillo, por ejemplo. Si yo fuera el propietario, no solo lo dedicaría a bodas exclusivas, sino que lo utilizaría también como hotel. Por supuesto, habría que restaurarlo.
Estelle no estaba en absoluto impresionada, pero intentó no demostrarlo. Raúl no podía saber que estaba estudiando Arquitectura Antigua y que los edificios eran su pasión. La idea de que aquel lugar fuera modernizado la dejaba fría. Desgraciadamente, Raúl no.
Ni una vez en sus veinticinco años de vida había reaccionado ante un hombre como lo estaba haciendo con Raúl. Si hubiera estado en cualquier otra parte, se habría levantado y se habría marchado. O a lo mejor se hubiera inclinado hacia él para besarle en la boca.
–Entonces, ¿es un negocio de tu padre? –le preguntó.
–No, era un negocio de la familia de mi madre. Mi padre lo compró cuando se casaron.
–Lo siento, has dicho que te apellidabas De la Fuente y creía que ese era tu apellido.
–En España tenemos dos apellidos, primero el del padre y luego el de la madre. Mi padre se llama Antonio Sánchez, y mi madre se llamaba Gabriela de la Fuente.
–¿Se llamaba?
–Murió en un accidente de coche.
Normalmente, no le costaba tanto decirlo y, siempre que lo hacía, luego cambiaba rápidamente de tema. Pero, después de lo que le habían dicho aquella mañana, descubrió de pronto que no podía hacerlo. Intentando recobrar el aplomo, alargó la mano hacia su copa de agua e hizo un esfuerzo para no pensar en ello.
–¿Ha sido algo reciente?
Estelle le vio batallar contra sí mismo. Sabía, y seguramente mejor que nadie, lo que sentía, porque ella había perdido a sus padres de la misma forma. Le vio vaciar el vaso de agua y parpadear antes de que reapareciera el Raúl afable de antes.
–Murió hace años –contestó, quitándole importancia–, cuando yo era niño –retomó el tema de conversación anterior, negándose a profundizar en su pasado–. Mi nombre verdadero es Raúl Sánchez de la Fuente, pero resulta demasiado largo para una presentación.
–Sí, me lo imagino.
–Pero no quiero perder el apellido de mi madre y, por supuesto, mi padre espera que mantenga el suyo.
–Es bonito que se transmita el apellido de la mujer.
–En realidad, solo lo hace durante una generación, el mayor peso sigue teniéndolo el del hombre.
–Entonces, si tuvieras un hijo…
–Eso nunca ocurrirá.
–¿Pero si lo tuvieras?
–Que Dios no lo permita –Raúl dejó escapar un pequeño suspiro–. Intentaré explicártelo. ¿Cómo te apellidas?
–Connolly.
–Muy bien, imagínate que tenemos una hija y la llamamos Jane.
Estelle se sonrojó al pensar, no en el hecho de tener una hija, sino en lo que tendrían que hacer para llegar a tenerla.
–Se llamaría Jane Sánchez Connolly.
–Ya entiendo.
–Y cuando Jane se case, con, por ejemplo, Harry Potter, esta se apellidaría Sánchez Potter. ¡El Connolly desaparecería! Es muy sencillo. Por lo menos lo del apellido. Lo difícil es lo de los cincuenta años de matrimonio. No puedo imaginarme atado a otra persona y, desde luego, no creo en el amor.
–¿Cómo puedes decir eso en una boda? –le desafió Estelle–. ¿No has visto cómo sonreía Donald a la novia?
–Claro que lo he visto. Era la misma sonrisa que tenía en su boda anterior.
–¿Estás hablando en serio? –preguntó Estelle, riéndose.
–Completamente.
Pero estaba sonriendo, y, cuando sonreía, a Estelle le entraban ganas de ponerse las gafas de sol. Porque su deslumbrante sonrisa la cegaba a todos sus defectos, y estaba convencida de que un hombre como él tenía muchos.
–Te equivocas, Raúl. Mi hermano se casó hace un año y su mujer y él están profundamente enamorados.
–Un año –él se encogió ligeramente de hombros–. Todavía están en la fase de luna de miel.
–Durante este año han superado más obstáculos que algunas parejas durante toda su vida –aunque no pretendía hacerlo, se descubrió a sí misma abriéndose a él–. Andrew, mi hermano, sufrió un accidente durante su luna de miel, en una moto de agua… Ahora va en silla de ruedas.
–Debe de costar mucho acostumbrarse a algo así –Raúl pensó en ello un momento–. ¿Eso fue lo que te obligó a volver a casa cuando estabas de vacaciones en España?
–Sí, y, desde entonces, su situación está siendo muy dura. Amanda estaba embarazada cuando se casaron…
No sabía por qué le estaba contando todo aquello. A lo mejor porque era más seguro que bailar. O porque le resultaba más fácil contar la verdad sobre su hermano que inventarse historias sobre el Dario’s.
–Su hija nació hace cuatro meses, y justo cuando pensábamos que todo iba a cambiar…
Raúl vio que los ojos se le llenaban de lágrimas, y que parpadeaba rápidamente para apartarlas.
–Tiene un problema en el corazón. Están esperando a que crezca un poco más para operarla.
Raúl la vio meter la mano en el bolso para sacar una fotografía. Vio a su hermano, Andrew, y a su esposa, y a un bebé diminuto con un ligero tono azulado. Comprendió entonces que no eran lágrimas de cocodrilo las que había visto durante la ceremonia.
–¿Cómo se llama?
–Cecilia.
Raúl la miró mientras ella contemplaba la fotografía, y comprendió el motivo por el que estaba allí con Gordon.