qué un tema tan prominente en la Biblia, tratado por nuestros teólogos y cuyos efectos devastadores todos los hemos sufrido, ha estado tan ausente de los púlpitos. Arriesgo una respuesta simplista: no nos ha interesado porque hemos estado ocupados en otros temas. Congresos de pastores y líderes ha habido por montones, pero los temas han sido otros. Es decir, nos hemos dado el lujo de ignorar uno de los problemas más graves de nuestras sociedades. Aquí vendría bien preguntarnos cuál ha sido entonces la agenda de la iglesia y quién la ha puesto.
En América Latina hemos perdido lenguas indígenas, selvas, costumbres hermosas, valores familiares y tantas otras cosas. Pero hay algo que no hemos perdido, sino que se mantiene, se cultiva y crece, se pasa de una generación a otra de manera cada vez más sólida y sofisticada: la corrupción. No es cuestión de comparar un país con otro para ver cuál es peor. Es cierto que no estamos solos, pero no vamos a comparar el cáncer de una persona con el sida de otra para determinar quién está mejor. Si las maldiciones generacionales existieran, en América Latina se llamaría corrupción. Ése es el mal que hemos pasado más exitosamente de generación en generación.
Aunque no conocemos historia sin corrupción, la gravedad de ésta nos toca cuando ocurre una tragedia, como la del accidente del avión de Lamia donde murieron casi todos los jugadores del equipo Chapecoense de Brasil en tierras colombianas el 28 de noviembre de 2016. Pero la gran corrupción de políticos, funcionarios públicos y los grandes empresarios, a diario, mata, margina y condena a nuestros pueblos al atraso, la pobreza y la violencia.
De otras latitudes, vale la pena citar el libro Viviendo como pueblo de Dios: la relevancia de la ética del Antiguo Testamento, del doctor Christopher Wright. Éste es un estudio detallado de la teología que sustenta la ética bíblica y su relevancia para la vida actual (Wright, 1996).
El tema de la corrupción en publicaciones académicas y populares
La bibliografía sobre la corrupción se disparó de una manera descomunal a partir del año 2000. En una base de datos consultada (ProQuest Research Library), los artículos sobre corrupción en revistas científicas y populares entre 1920 y 1989 no llegan a los cinco mil. El panorama empieza a cambiar en la década de 1990 a 1999 cuando aparecen 38538 registros. Para las dos décadas siguientes, el tema es motivo de investigación y publicaciones por doquier; figuran 126729 artículos sobre corrupción publicados entre 2000 y 2009; y 154409 de 2010 a 2017. Es decir, en los últimos 18 años han aparecido más de 280000 artículos que tratan el tema de la corrupción. De los temas tratados en este libro, existen más estudios sobre la corrupción política, corrupción de la justicia y la cultura de la corrupción; les siguen los estudios sobre las fuerzas armadas y, por último, las organizaciones religiosas. Como se ve, la corrupción al interior de las instituciones religiosas es también un tema de estudio con literatura abundante. La razón es obvia: existe, y mucha.
De lo anterior podemos concluir lo siguiente: primero, que la corrupción es un problema mundial; segundo, que existe en todas las esferas de la sociedad; y tercero, que los estudios sobre corrupción sirven de poco o nada para contrarrestarla.
Una de las frases más comunes en las historias de los países latinoamericanos es que en algún momento crítico de la historia hubo un negocio importante para sacar adelante la economía del país, pero no se pudo. Como lo ha dicho un autor en un caso: ahí se “perdió una oportunidad crucial para desarrollar sólidas bases financieras, afincadas en una transparente deuda pública, así como unas raíces sociales más amplias y equitativas” (Quiroz, 2015: 173). Uno tras otro los historiadores repiten un estribillo parecido, que significa por lo menos dos cosas obvias: 1) que sí ha habido muchas oportunidades para mejorar la situación económica de la mayoría de los ciudadanos de nuestros países; y 2) que el arraigo de la corrupción es tan amplio y profundo que siempre y de manera sistemática ha impedido dar solución a los grandes problemas económicos y sociales.
El nombre de un foro organizado en 2017 por una revista de alta circulación en Colombia fue “La corrupción: la peor forma de violencia”. Ese título revela una realidad de la corrupción en la que no siempre se piensa. Como se vio en el trágico accidente del avión que transportaba a los jugadores del equipo brasileño Chapecoense a la ciudad de Medellín, la corrupción mata. Lo que ocurre es que no tenemos conciencia de ello porque los medios de información no muestran estudios donde se analizan las consecuencias de la corrupción. Por lo general, los grandes medios de comunicación masiva no tienen presupuesto para la verdadera investigación de temas económicos, políticos y sociales. Estos estudios minuciosos no contribuyen al rating de los noticiarios y hasta podrían resultar incómodos e inconvenientes para los propietarios de dichos programas.
Se podría, por ejemplo, estudiar las muertes causadas por la corrupción en los servicios de salud, en las oficinas de medioambiente, en las obras de infraestructura (como la falta de señalización en las carreteras, los andenes peligrosos, los puentes que no existen, las carreteras que no se pavimentan, entre otros). Y así, podemos pasar por cada ministerio del gobierno y encontrar que donde hay corrupción hay muerte.
Además de la muerte, la corrupción también genera otro tipo de desmejoramiento de la vida por el atraso que produce y por lo que cuesta éste. Por ejemplo, en Colombia no se construyeron muchos kilómetros de ferrocarril y luego los pocos que existían dejaron de funcionar. ¿Cuánto le ha costado a la economía de los colombianos este solo caso si sabemos que el transporte de carga por carretera cuesta diez veces más que el transporte por ferrocarril? Nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que el transporte de un contenedor de carga cuesta más de Cartagena a Bogotá que de Shanghái a Cartagena.
La corrupción en América Latina
La gravedad del flagelo de la corrupción en América Latina es asunto que no necesita demostración. De esa gravedad hablan hasta los mismos corruptos cuando les toca dar discursos donde pretenden seguir figurando y haciendo el papel de personas decentes. El número elevado de funcionarios latinoamericanos, incluyendo presidentes y expresidentes, que han sido procesados, destituidos y encarcelados por corrupción en las últimas tres décadas da cuenta de la magnitud del problema. Sin embargo, ellos y sus familiares siguen ocupando cargos públicos, por votos y por nombramientos que les hacen sus amigos de corruptela.
Hay quienes afirman que la gravedad de la corrupción en América Latina se debe a una pérdida de valores y otras razones que recientemente habrían minado la ética de los ciudadanos. Al plantear el tema de esta manera se supone que tales valores existieron en otro tiempo cuando no había corrupción o, por lo menos, no tanta. Sin embargo, el historiador Alfonso Quiroz afirma que la corrupción en América Latina viene desde la época de la Colonia. Es decir, los estados latinoamericanos no han conocido existencia sin corrupción en ninguna época. La corrupción siempre ha formado parte de las estructuras oficiales y las relaciones entre los ciudadanos. A esto se conoce con el nombre de corrupción sistémica.
Lo que vemos hoy, entonces, no es nuevo, sino la “continuidad y legados de la corrupción” que siempre ha existido. Aunque el estudio de Quiroz es específico del Perú, sostiene que los patrones de corrupción de ese país son muy similares a los del resto de América Latina. Esta corrupción sistémica se puede constatar “en la transición de las instituciones coloniales a las republicanas”, las cuales
hundían sus raíces en el poder centralista y patrimonial de los virreyes militares, respaldados por sus círculos de patronazgo. El abuso de las políticas financieras fiscales y de las instituciones continuó siendo un rasgo importante del legado colonial. Al carecer de una tradición significativa de pesos y contrapesos constitucionales y una división de poderes, las nuevas estructuras de poder surgidas en la década de 1920 se basaron en redes de patronazgo muy bien arraigadas, que fueron dominadas por los caudillos militares, quienes a su vez heredaron la influencia de los oficiales militares del tardío sistema colonial (Quiroz, 2015: 127).
En otras palabras, no hay nada nuevo en la corrupción que vemos hoy, pues ésta es la herencia que hemos recibido, tolerado y cultivado. Quizá la única novedad hoy sea que conocemos mejor el talante de nuestros dirigentes y nos conocemos mejor a nosotros mismos.
Lo que hace Quiroz en su extenso libro dedicado a la corrupción en el Perú, es comparable a lo