Undinė Radzevičiūtė

Peces y dragones


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maestro de la dinastía Sung copió sobre el rollo de seda mil doscientos ochenta y seis caballos, vigilados por ciento cuarenta y tres hombres.

      En el cuadro, todos los caballos avanzan como uno solo.

      Semejante a un mar de caballos.

      Como el ejército del emperador de la China.

      Los Cien caballos y los Cien niños se guían por principios totalmente distintos.

      El mismo Giuseppe Castiglione lo comprendió.

      Pintó más de doscientos bocetos de caballos y solo entonces.

      Lo comprendió.

      Para entender de verdad qué es un caballo y qué es un niño, no bastan un caballo y un niño.

      Un caballo puede ocultarle al espectador la esencia del caballo.

      Porque el espectador verá solo el carácter y las carencias de un caballo concreto.

      Es igual que si a partir de una única mujer… Qué pensamiento más inapropiado…

      Mejor: es igual que si a partir de un único denunciante chino juzgaras las costumbres de todos los pintores chinos.

      ***

      El cuarto emperador de la dinastía Qing recibía denuncias contra los jesuitas de parte de todos: dominicos y franciscanos.

      El quinto emperador recibe en su mayor parte denuncias contra él.

      Solo contra Castiglione.

      Y lo denuncian no como sacerdote, sino como pintor.

      El principal denunciante es un chino, de nombre Tsou I-Kuei.

      Pero Castiglione no quiere pensar en él.

      Ni pensar en él, ni preguntarse qué contará de él ese denunciante a la comisión de expertos en arte.

      Eso haría la vida de Castiglione insoportable del todo allí.

      Claro que peor sería que… Castiglione no quiere ni pensar en lo peor. Lo peor sería que el emperador lo enviara a casa.

      Como a aquellos…

      4

      ¿Qué lleva a un ciudadano a desear vivir en el casco antiguo de su ciudad?

      Desde luego, no será que desde allí el camino a la iglesia es más corto. Nadie en estos tiempos se acerca hasta la iglesia aunque, durante los primeros meses, la imagen de las torres doradas de la iglesia levanta el ánimo de todos sin excepción.

      Consuela incluso a aquellos que padecen de estaurofobia. Me refiero a esos a quienes les falla la respiración en cuanto ven una cruz.

      A mucha gente le gusta vivir en el casco antiguo y la razón no es solo que le basta con bajar las escaleras para ver japoneses por la calle.

      La gente tampoco vive en el casco antiguo por la música.

      La gente odia las cafeterías y la música y no pierde la más mínima oportunidad de expresar sus quejas bien razonadas ante las autoridades.

      A la gente le gusta vivir en el casco antiguo incluso sin prestar atención al hecho innegable de que, a lo largo de los últimos doscientos años, más de quince personas habrán muerto bajo su mismo techo.

      Muchos de muerte violenta.

      No. La gente ama los apartamentos del casco antiguo por su singularidad.

      En especial, la gente tiembla de gozo cuando solo es posible acceder a su apartamento desde el balcón.

      O atravesando un puente de cemento que brota de las propias escaleras del edificio.

      O siguiendo la ruta de unos escalones de metal oxidado, fijados a la parte trasera de la casa.

      Los escalones se hielan en invierno y una mañana, al abrir la puerta de su casa, el habitante del casco antiguo descubre que los escalones han desaparecido, porque siempre existe alguien que los necesita más que uno.

      A los habitantes del caso antiguo les encanta sobre todo el parqué ennegrecido ya para la eternidad por una estufa que humea desde hace doscientos años.

      Les gustan los nichos a través de los que se oye lo que hacen los vecinos en sus cuartos de baño o en sus dormitorios.

      Cuando ambos lados se aburren de escuchar, abarrotan los nichos con armarios o estanterías de libros.

      Las crónicas dicen que a buena parte de los habitantes del casco antiguo le gusta leer libros.

      La gente que vive en el casco antiguo está orgullosa de sus cuartos de cinco esquinas, cocinas trapezoidales sin ventanas e inservibles estufas de azulejos.

      En el apartamento donde viven Miki, Shasha, Mamá Nora y Abuela Amigorena se dan dos circunstancias de las que pueden estar orgullosas:

      La primera se encuentra en el salón. La segunda particularidad que enciende su orgullo de inquilinas se encuentra junto a la cocina.

      Hace diez años, en el mismo lugar donde ahora se alza una enorme otomana roja, se quitó la vida de un disparo el respetable director de un banco. Por si fuera poco, no mucho más tarde, exactamente en el mismo lugar, un hombre asesinó a hachazos a su mujer.

      Las crónicas no nos dicen si era leñador. Pero es cierto que en la casa hay una chimenea. Y, como dice Shasha, la asesinada probablemente no tenía el fuego encendido como es debido. Haría frío…

      Por ese motivo ahora, en casa, esa responsabilidad se la confían a Shasha.

      La segunda singularidad de su apartamento del casco antiguo es el hueco superviviente de un ascensor en el que transportaban dinero. Hace años, antes del incidente con el hacha, el edificio donde se encuentra su apartamento albergaba un banco. Y precisamente aquí, frente al hueco del ascensor para transportar dinero quiso en un principio dispararse el respetable director del banco.

      Pero luego se lo pensó mejor y volvió a su despacho.

      Total, que el banco entró en bancarrota, los banqueros que no se habían suicidado se reciclaron en ciudadanos anónimos, y es desde entonces que ya no viaja más dinero en ese ascensor.

      Vivir en lo que fue un banco es agradable cuando piensas que no fue el banco quien te arrebató algo. Casi que… se lo arrebataste tú a él.

      Es como un atraco con final feliz.

      De todo aquello, en el hueco del ascensor del banco no queda nada, ni ascensor ni dinero. La empresa de reformas desmontó el aparato y se lo llevó quién sabe adónde.

      Mamá Nora, Abuela Amigorena, Shasha y Miki decidieron derribar el hueco del ascensor hasta la mitad. Y, sobre él, construyeron una galería —marroquí, como dice Shasha—.

      La galería está cubierta de azulejos vidriados, azules y blancos. Si te inclinas de la manera adecuada y miras al frente, puedes ver la Gran Esfinge de Guiza reflejada en el vidrio añil de los azulejos.

      —Me parece a mí que en la vida hay cosas más importantes que ver que esa cosa… —dice Abuela Amigorena con una mueca de desprecio, mientras contempla la Esfinge.

      Mamá Nora no tenía nada en contra de derribar el hueco para construir en su lugar un balcón francés.

      Aquello solo comportaba instalar en el nicho las puertas del balcón y cerrarlas con unos barrotes de metal forjado.

      Con tulipanes, por ejemplo.

      Al final Miki y Shasha convencieron a Mamá Nora: si ponían solo un balcón francés, nadie podría aprovecharlo; lo ocuparía todo el tiempo Abuela Amigorena.

      La propia Abuela Amigorena confirmó que sería exactamente así.

      Así que sobre el hueco transportador de dinero derribado hasta la mitad hubo que construir una galería marroquí.

      Los