Trish Morey

Amor en carnaval


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para convertirse en su próxima esposa.

      Pero tras la experiencia de su primer y fallido matrimonio, Vittorio no estaba dispuesto a que volvieran a darle órdenes en lo que se refería a con qué mujer debería compartir su cama matrimonial.

      Cada vez había más gente, se acercaba la hora de las fiesta, y la emoción de los presentes estaba en contraposición con sus oscuros pensamientos. Era un hombre fuera de lugar y fuera de tiempo. Era un hombre que tenía el mundo a sus pies y el destino pisándole los talones. Era un hombre que quería ser capaz de tomar sus propias decisiones, pero estaba maldecido por el legado de su nacimiento y su necesidad de satisfacer a otros antes de poder dedicarse a sus propias necesidades.

      Y Marcello era su amigo más antiguo, y le había prometido que estaría allí.

      Algo le llamó entonces la atención. Un destello de color entre la multitud, un estallido estático de bermellón entre el desfile en movimiento de disfraces, el atisbo de una rodilla y de una mandíbula alzándose, como brochazos de un retrato al óleo en medio de un torbellino de acuarelas.

      Vittorio entornó la mirada mientras obligaba sin palabras a que la gente se apartara. Cuando la multitud obedeció, captó el destello de una cascada oscura de cabello ondulado cayendo por un hombro y vio a la mujer girar su rostro enmascarado hacia cada persona disfrazada que pasaba, buscando a través del corto velo de encaje negro que le cubría la mitad de la cara.

      Parecía perdida. Sola. Seguramente sería una turista que había caído víctima del entramado de las calles y canales de Venecia.

      Vittorio apartó la vista. No era su problema. Tenía un lugar al que ir, después de todo. Y, sin embargo, sus ojos escudriñaron la plaza. Nadie parecía como si hubiera perdido a alguien y la estuviera buscando.

      Volvió a mirar y durante un instante no la encontró, y pensó que se había ido hasta que pasó un grupo de arlequines con sombreros de cascabeles. Y entonces vio cómo ella levantaba la mano y se la llevaba a la boca pintada.

      Estaba perdida. Sola. Y tenía ese tipo de belleza inocente y vulnerabilidad que le atraían.

      Y de pronto Vittorio ya no se sintió tan aburrido.

      Capítulo 2

      PERDIDA en Venecia, Rosa Ciavarro sintió el pánico bombeándole con fuerza en las venas mientras se abría paso entre la riada de gente disfrazada que ocupaba el puente y lograba encontrar un trozo de espacio libre a un lado del canal. Trató de recuperar el aliento y calmar su acelerado corazón. Pero nada podía calmar sus desesperados ojos.

      Miró a través del velo de encaje en busca de una señal que le dijera dónde estaba, pero cuando logró distinguir el nombre de la plaza, no le dijo nada ni le dio ninguna pista de dónde se encontraba. Escudriñar los rostros de las personas con las que se cruzaba para intentar reconocer a alguien, también resultaba inútil. Era imposible saber quién era quién cuando todo el mundo estaba disfrazado.

      Rosa alzó la cabeza hacia el cielo negro como la tinta envuelto en niebla y se abrazó a sí misma mientras exhalaba un profundo suspiro. Todo era inútil, y había llegado el momento de dejar de buscar y afrontar la verdad. Había cruzado ya demasiados puentes y doblado demasiadas esquinas en un vano intento de encontrar a sus amigos, y ya no cabía ninguna posibilidad de que se encontraran ahora. Era la última noche de carnaval y la única fiesta a la que se podía permitir ir, pero ahora estaba perdida en un puente envuelto en niebla en algún rincón de Venecia.

      No tenía sentido.

      Rosa se arrebujó en el interior de la capa. Hacía mucho frío. Pisó con fuerza el pavimento de piedra para calentarse las piernas y lamentó no haber elegido algo más cálido que el vestido tan fino con hombros al aire y escote.

      –Vas a estar bailando toda la noche –protestó Chiara cuando Rosa sugirió que debería vestirse más acorde con el clima–. Hazme caso, si vas más abrigada te vas a asar.

      Pero Rosa no se estaba asando ahora. Tenía muchísimo frío. Y por primera vez desde hacía tantos años que no podía ni recordarlo, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Parpadeó. No era de las que lloraban. Se había criado con tres hermanos mayores que se burlaban sin piedad de ella si lo hacía. Cuando era niña aguantó estoicamente todo tipo de caídas, heridas y rodillas desolladas cuando insistía en acompañarlos en sus aventuras. Sin llorar jamás.

      Pero nunca se había visto separada de sus amigos y perdida en las laberínticas calles de Venecia en la noche más festiva del año sin la entrada y sin forma de ponerse en contacto con ellos. Seguro que incluso sus hermanos entenderían que derramara una lágrima o dos de frustración.

      Especialmente si supieran la gran cantidad de dinero que se había gastado en la entrada.

      Cerró los ojos y se arrebujó en la capa, sintiendo cómo el frío helado del invierno le atravesaba los huesos. La resignación dio lugar al arrepentimiento. Tenía muchas esperanzas puestas en aquella noche. Una noche excepcional en medio del carnaval. Una oportunidad de fingir que no era simplemente una trabajadora más en un hotel que limpiaba los restos de los turistas que visitaban la ciudad. Una oportunidad de formar parte de las celebraciones en lugar de limitarse a mirar desde la barrera.

      Pero le había costado mucho dinero. Menudo desperdicio. Y solo podía culparse a sí misma de verse en aquella situación.

      Le había parecido muy buena idea cuando Chiara se ofreció a llevarle el teléfono y la entrada en su bolso. Después de todo, iban a la misma fiesta. Y había sido una buena idea hasta que un grupo de ángeles con enormes alas blancas se cruzaron con ellos en un puente estrecho, y Rosa se vio separada de sus amigos y obligada a caminar hacia atrás. Cuando consiguió abrirse camino entre las alas de plumas y volver al puente, la niebla se había tragado a Chiara y a sus amigos.

      Rosa corrió por el puente y por las abarrotadas calles todo lo rápido que pudo intentando alcanzarlos, chocándose contra personas que llevaban enormes pelucas, trajes de bufón con cascabeles o vestidos de época tan anchos como las estrechas calles. Pero llevaba poco tiempo en Venecia y no tenía muy claro cuál era el camino, y había cruzado tantos puentes ya, que aunque Chira se diera la vuelta no podría encontrarla.

      Más le valía volver al pequeño apartamento que compartía con Chiara… si es que lograba encontrarlo. Aunque le llevara toda la noche, sin duda terminaría dando con él. Exhaló un suspiro final y se apartó la máscara de la cara. No necesitaba un velo de encaje en los ojos para dificultar todavía más su búsqueda. No necesitaba una máscara aquella noche. Punto. No habría fiesta para ella.

      Se le deslizó la capa cuando se apartó el pelo, dejándole inadvertidamente al aire frío un hombro. Se estremeció bajo la deslizante prenda.

      Estaba intentando volver sobre sus pasos en el puente cuando lo vio. Un hombre en el centro de la plaza. Un hombre con un disfraz azul ribeteado en oro. Un hombre alto, de hombros anchos y con aspecto de guerrero.

      Un hombre que la miraba fijamente.

      Rosa sintió un escalofrío en la espina dorsal. No, no era posible. Se atrevió a girar un poco la cabeza para mirarlo. Solo estaba ella en el canal, y más allá había una muralla derrumbada. Tragó saliva cuando se dio la vuelta y alzó la mirada lo suficiente para ver que el hombre se acercaba ahora a ella con paso firme, y la gente se apartaba misteriosamente ante él. A pesar de la escasa iluminación de la farola de la calle, la determinación de su mirada hizo que le subiera la adrenalina en la sangre.

      ¿Quedarse ahí o huir? La respuesta estaba clara. Rosa sabía que, fuera quien fuera aquel hombre y sus intenciones, ella había permanecido allí demasiado tiempo. Y el hombre seguía avanzando con largos pasos, acortando la distancia entre ellos. Y sus pies se negaban a moverse. Estaba anclada al sitio, cuando lo que debería hacer era meterse entre el grupo de gente que había en el puente y dejar que la multitud se la tragara y la sacara de allí.

      Enseguida estuvo delante de él, un hombre enorme con túnica de cuero y malla, el cabello suelto a la altura