salió de ella y Rosa logró sonreír mientras le tomaba el brazo y permitía que la guiara hacia un jardín iluminado con pequeñas luces que convertían por arte de magia la línea de árboles en carruajes tirados por caballos que llevaban hacia el palazzo situado más allá.
Cuando estaban entrando en aquel mundo mágico, Rosa se preguntó…
Le habían dicho que contara con que hubiera muchas medidas de seguridad en la puerta, que le registrarían el bolso. Pero el portero les hizo un gesto para que entraran sin pestañear.
–¿Qué clase de baile es este? –preguntó–. ¿Por qué no te piden la entrada ni te inspeccionan el bolso?
–Es un evento privado. Solo se accede por invitación.
Ella lo miró.
–En ese caso, ¿seguro que está bien que yo haya venido?
–Yo te he invitado, ¿no es así?
Se detuvieron justo al lado de la fuente, a medio camino del jardín, de modo que Rosa pudo admirar el aire mágico e iluminado de los jardines. Supuso que más allá estaba el canal, aunque resultaba casi imposible distinguirlo a través de la niebla, y los edificios de enfrente solo eran meras apariciones entre la neblina. Rosa tenía la sensación de que toda Venecia hubiera sido engullida por un cuento de hadas ambientado en un jardín. El aire húmedo le refrescaba el rostro, pero se sentía deliciosamente calentita bajo la capa de Vittorio y no tenía ninguna prisa por entrar. Porque dentro habría más invitados, más desconocidos y, sin duda, todo el mundo se conocería menos ella.
–¿Qué lugar es este? –preguntó mirando cómo caía el agua de la fuente–. ¿A quién pertenece?
–Es de un amigo mío. Los ancestros de Marcello eran duques de Venecia y muy ricos. El palazzo fue construido en el siglo XVI.
–¿Y de qué conoces a alguien tan importante?
Vittorio hizo una breve pausa y luego se encogió de hombros.
–Mi padre y el suyo se conocen desde hace mucho.
–¿Por qué? ¿Tu padre trabajaba para él?
Vittorio se tomó algo de tiempo antes de inclinar la cabeza hacia un lado.
–Algo parecido.
Rosa asintió con gesto comprensivo.
–Entiendo. Mi padre se ocupa de los coches del alcalde de Zecce, el pueblo de Puglia del que venimos. Solía invitarle a la fiesta de Navidad todos los años, y nosotros también íbamos de niños.
–¿Nosotros?
–Mis tres hermanos mayores y yo. Ahora todos están casados y tienen su propia familia.
Rosa miró hacia los jardines perlados de luces y pensó en su próximo sobrino, que nacería dentro de unas semanas, y en el dinero que había malgastado en la entrada para el baile de aquella noche. Un dinero que podría haber utilizado para viajar de visita a casa y comprarle algo especial al bebé, y todavía le habría sobrado algo. Suspiró.
–He pagado cien euros por la entrada del baile. Cien euros tirados a la basura.
Vittorio alzó una ceja.
–¿Tanto?
–Sí, ya sé que es absurdamente caro, y el nuestro era uno de los bailes más baratos. Así que tienes suerte de que te inviten gratis a fiestas en un sitio como este.
Rosa tragó saliva. Estaba balbuceando. Pero había algo en la presencia abrumadora de aquel hombre en la niebla que la llevaba a intentar estar a su altura. Era tan alto, de hombros tan anchos y facciones tan poderosas…
Como Vittorio no dijo ni una palabra en el silencio que siguió, se sintió impulsada a continuar hablando.
–Y luego tienes que ir disfrazada, por supuesto. Aunque el disfraz me lo he hecho yo misma, he tenido que comprar la tela.
–¿A eso te dedicas, Rosa? –le preguntó Vittorio cuando volvieron a dirigirse hacia el palazzo–. ¿Eres diseñadora de moda?
Ella se rio.
–Qué va. Ni siquiera coso bien. Limpio habitaciones en el Palazzo d’Velatte, un hotel pequeño de Dorsoduro. ¿Lo conoces?
Vittorio negó con la cabeza.
–Es mucho más pequeño que esto, pero muy elegante.
Los escalones los llevaron a unas puertas antiguas de madera que se abrieron ante ellos, como si quien estuviera dentro hubiera anticipado su llegada.
Rosa alzó la vista para mirarlo.
–¿Has logrado acostumbrarte a visitar a tu amigo en un lugar tan majestuoso?
Vittorio sonrió y dijo:
–Venecia es bastante especial. Se tarda un poco en acostumbrarse a ella.
Rosa miró las enormes puertas y la luz que se filtraba desde el interior y aspiró con fuerza el aire.
–A mí me está costando «mucho» acostumbrarme.
Cuando entraron en el vestíbulo del palazzo, a Rosa se le salieron los ojos de las órbitas. ¡Y a ella que le parecía elegante el hotel donde trabajaba! Este sí que era un palacio de verdad, lujosamente decorado con techos imposiblemente altos cubiertos de frescos y relieves dorados e impecablemente decorado con muebles que parecían piezas de antigüedad únicas. De algún lugar situado arriba se escuchaba el sonido de un cuarteto de cuerda que descendía por la espectacular escalera. Y Rosa se dio cuenta de que el hotel en el que trabajaba era un lugar decadente y… podrido. Un mero suspiro de lo que intentaba emular. Otro portero dio un paso adelante, saludó con una inclinación de cabeza y liberó a Rosa y a Vittorio de los abrigos.
–Esto es precioso –susurró ella mirando todo con los ojos muy abiertos, frotándose los brazos desnudos bajo la luz de la enorme araña de cristal de Murano, iluminada con al menos cien bombillas.
–¿Tienes frío? –le preguntó él recorriéndola con la mirada, desde el corpiño ajustado hasta la falda con aquel bajo tan poco apropiado para el clima.
–No.
No era frío. La piel de gallina no tenía nada que ver con la temperatura. Más bien se trataba de que, sin la capa y sin la semioscuridad del exterior que la protegía de su mirada, se sentía de pronto expuesta. Loca. Le había encantado cómo había quedado el diseño de su disfraz, se sentía muy orgullosa de su esfuerzo tras tantas noches cosiendo, y estaba deseando ponérselo aquella noche.
–Estás muy sexy –le había dicho Chiara aplaudiendo cuando Rosa giró delante de ella–. Todos los hombres del baile harán cola para bailar contigo.
Se había sentido sexy, y un poco más traviesa de lo que estaba acostumbrada. Al menos antes. Pero, en aquel momento, deseaba tirar del corpiño hacia arriba para taparse más los senos y también hacia abajo para cubrirse las piernas.
En un lugar así, donde la elegancia y la clase rebosaban desde los frescos, las arañas de cristal antiguas y la miríada de superficies de mármol, se sentía como una baratija. Vulgar. Se preguntó si Vittorio se estaría arrepintiendo del impulso de haberla invitado. ¿Sería consciente de lo fuera de lugar que estaba?
Sí, se suponía que iba disfrazada de cortesana, pero en aquel momento lamentó no haber elegido una tela más cara o un color más sutil. Algo con clase, que no fuera tan obvio. Algo que mostrara al menos un poco de decencia y modestia. Pero Vittorio no la estaba mirando con desprecio ni como si la encontrara fuera de lugar. La miraba con algo en los ojos. Una chispa. Una llama. Calor.
Y de pronto sintió que aquella sensación en el vientre que había cobrado vida aquella noche le tiraba todavía más.
–¿Has dicho que te hiciste tú misma el vestido? –le preguntó Vittorio.
–Sí.
–Tienes mucho talento. Solo le falta