Trish Morey

Amor en carnaval


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mirarlo, pero tal vez era solo el calor que parecía irradiar del cuerpo del hombre en aquella noche fría y envuelta en niebla.

      –¿Puedo ayudarla? –le preguntó con voz profunda.

      Ella alzó la barbilla y trató de demostrar confianza.

      –¿Por qué me estaba usted mirando? –preguntó a su vez sin responder a su pregunta.

      –Sentía curiosidad.

      Rosa tragó saliva. Había visto a esas mujeres de pie esperando al otro lado de la carretera, y se hacía una idea de por qué podía sentir curiosidad por una mujer que estaba sola en una plaza.

      Se miró el vestido, y las medias a media pierna visibles bajo el dobladillo de la falda. Se suponía que iba disfrazada de cortesana, pero…

      –Esto es un disfraz. No soy… ya sabe.

      El hombre alzó las comisuras de los labios y formó casi una sonrisa, un cambio tan drástico que la pilló completamente por sorpresa.

      –Esta noche es carnaval. Nadie es quien parece ser.

      –¿Y usted quién es?

      –Me llamo Vittorio. ¿Y tú?

      –Rosa.

      –Rosa –repitió él inclinando ligeramente la cabeza.

      Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no tambalearse al escuchar su nombre con aquel tono de voz tan profundo y rico.

      –Encantando de conocerte –le tendió una mano y Rosa se la miró con recelo. Era una mano grande–. Te prometo que no muerde.

      Rosa alzó la vista y vio que la curva de sus labios había aumentado un centímetro y había en sus ojos azules un brillo de calor. Y no le importó que pareciera que estuviera riéndose de ella, porque aquel gesto había obrado una especie de milagro en su rostro, ofreciéndole un atisbo del hombre que había bajo el guerrero. Así que después de todo era mortal… no un dios salido de entre la niebla.

      Rosa le puso la mano en la suya y Vittorio se la estrechó. Ella sintió cómo le apretaba los dedos entre los suyos y sintió el calor. Era una sensación deliciosa que le recorrió seductoramente la sangre y provocó una respuesta en su vientre, una sensación tan inesperada que despertó todas las alarmas en su cerebro.

      –Tengo que irme –dijo retirando la mano de la suya y sintiendo la pérdida del calor de su cuerpo.

      –¿Dónde tienes que ir?

      Rosa miró hacia el puente. Ahora había menos gente, la mayoría había llegado a su destino, y solo los rezagados se apresuraban todavía.

      –Se supone que tengo que estar en una fiesta.

      –¿Y sabes dónde es esa fiesta?

      –La encontraré –afirmó con una convicción que no sentía. Porque no sabía dónde estaba ni dónde era la fiesta, y porque si conseguía milagrosamente encontrarla, tampoco tenía ya la entrada.

      –No tienes la menor idea de dónde es ni cómo llegar.

      Rosa lo miró y se preparó para negarlo, pero al mirarlo a los ojos se dio cuenta de que sabía que mentía.

      Rosa se arrebujó todavía más en la capa y alzó la barbilla.

      –¿Y a ti qué más te da?

      –No es un delito. Se dice que perderse en Venecia es casi obligatorio.

      Rosa se mordió la lengua y se estremeció bajo la capa.

      «Tal vez si no te hubieras gastado más dinero del que podías en una entrada, y si tuvieras un móvil con GPS, no te importaría estar perdida en Venecia».

      –Estás helada –dijo él.

      Y antes de que Rosa pudiera negarlo o protestar, Vittorio se desabrochó la cadena del cuello y le puso la capa por los hombros.

      El primer instinto de Rosa fue protestar. Tal vez fuera nueva en la ciudad, pero no era tan ingenua como para pensar que la ayuda de aquel hombre fuera desinteresada. Sin embargo, la capa era pesada y estaba deliciosamente calentita. Y despedía un aroma masculino. El aroma de Vittorio. Lo aspiró y disfrutó de aquella mezcla a cuero y hombre y su protesta murió en sus labios.

      –Gracias –dijo sintiendo cómo el calor la envolvía y se le extendía hasta las piernas, que llevaban una eternidad congeladas. Disfrutaría de aquel calor durante un minuto, lo usaría para descongelarse la sangre y volver a cargar de energía sus desinflados cuerpo y alma, y luego insistiría en que estaba bien, le devolvería la capa e intentaría encontrar el camino de regreso a casa.

      –¿Hay alguien a quien puedas llamar?

      –No tengo el teléfono conmigo –miró la máscara que tenía entre las manos sintiéndose una estúpida.

      –¿Puedo llamar a alguien en tu nombre? –preguntó Vittorio sacando un móvil de una bolsa pequeña del cinturón.

      Rosa experimentó durante un segundo un destello de esperanza. Pero solo le duró un instante. Porque el teléfono de Chiara estaba almacenado en la memoria de su teléfono. Sacudió la cabeza. Su carnaval había terminado antes siquiera de empezar.

      –No me sé el número. Lo tengo guardado en el teléfono, pero…

      Vittorio volvió a guardarse el móvil.

      –¿No sabes dónde es la fiesta?

      Rosa se sintió de pronto muy cansada, abrumada por una montaña rusa de emociones, cansada de preguntas que dejaban en evidencia lo tonta que había sido y lo mal que se había preparado. Tal vez aquel extranjero estaba intentando ayudarla, pero ella solo quería volver a su apartamento y meterse en la cama, taparse hasta la cabeza con las sábanas y olvidarse de aquella noche.

      –Mira, gracias por la ayuda, pero seguro que tienes algún sitio al que ir.

      –Sí.

      Ella alzó una ceja en gesto desafiante.

      –Bueno, ¿entonces?

      Una góndola se deslizó casi en silencio por el canal detrás de ella. La niebla los envolvía a ambos. La mujer debía estar helada con aquella vestimenta tan poco adecuada para el frío. Todavía le temblaban los brazos, pero seguía empeñada en aparentar que todo estaba bien y que no necesitaba ayuda.

      –Ven conmigo –le dijo Vittorio.

      Fue un impulso lo que le llevó a pronunciar aquellas palabras, pero una vez dichas se dio cuenta de que tenían todo el sentido. Estaba perdida, sola en Venecia y era preciosa… más hermosa todavía de lo que le pareció al principio cuando se quitó la máscara. Sus ojos color caramelo eran grandes y rasgados como los de un gato, y sus labios pintados eran como una invitación.

      –¿Perdona? –sus ojos de gata se abrieron de par en par.

      –Ven conmigo –repitió él. Las semillas de su plan habían empezado a germinar. Un plan que los beneficiaría a ambos.

      –No es necesario que digas eso. Ya has sido bastante amable conmigo.

      –No se trata de ser amable. Me harás un favor.

      –¿Cómo es posible, si hace un momento ni siquiera nos conocíamos?

      Vittorio le ofreció el brazo.

      –Llámalo casualidad si lo prefieres. Porque yo también tengo que ir a un baile de disfraces y no tengo pareja para la velada. ¿Me harías el honor de acompañarme?

      Ella se rio suavemente y luego sacudió la cabeza.

      –Ya te he dicho que esto es un disfraz. No esperaba que nadie me pidiera que me fuera con él.

      –No estoy pidiéndote que te vengas conmigo. Te estoy pidiendo que seas mi invitada esta noche. Pero depende de ti, Rosa. Está claro que tenías pensado ir a una fiesta esta noche.

      Vittorio