David Antonio González Piña

Yo elegí Arquitectura


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y, por otro, el Politécnico, que operaba en el casco de Santo Tomás.

      Para una ciudad en desarrollo y de alto crecimiento poblacional, fue necesario ampliar la oferta con más planteles educativos. La Universidad instaló, en la periferia de la ciudad, las Escuelas Nacionales de Estudios Profesionales (ENEP), hoy facultades. Ahí se imparte la carrera de arquitectura. En el año 1975 abrió sus puertas el Plantel Acatlán y en 1976, el Plantel Aragón. El plantel Iztacala no incorporó esa carrera.

      En 1984, la ESIA (Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura) también se descentralizó en tres unidades: ESIA unidad Tecamachalco que inicia actividades en 1974, ESIA unidad Zacatenco en 1961 y ESIA unidad Ticomán poco tiempo después, en las que solo las dos primeras cuentan con la enseñanza de arquitectura.

      La Universidad Autónoma Metropolitana abrió sus puertas de forma totalmente independiente con dos unidades, las de Azcapotzalco y Xochimilco, la primera fundada en 1974 y la segunda en 1975.

      Para reforzar el sistema aparecieron las universidades privadas. Aparece la Universidad Iberoamericana, la Universidad La Salle, la Universidad del Valle de México, la Universidad de las Américas, el Tecnológico de Monterrey, la Universidad Tecnológica, y la Universidad Anáhuac, entre otras que ofertaban educación a los que la pudieran comprar. Este apoyo educativo se instrumentó para cubrir las necesidades de clases medias y altas de la sociedad. Se instaló con mucha fuerza y se acreditó para formar profesionales. El concepto se ha fortalecido con el tiempo. En la actualidad, es el negocio de grandes corporaciones que ofrecen al individuo opciones de estudio y preparación ante la insuficiente oferta educativa gubernamental.

      Los ochentas fueron tiempos de grandes desafíos. A muchos de nosotros nos impulsaba la sed del conocimiento. Nos proyectábamos hacia el futuro sin ningún miedo. Sabíamos que llegaría nuestro tiempo y nos imaginábamos convertidos en grandes artistas, futbolistas, ingenieros, médicos, licenciados, arquitectos, contadores, actuarios, economistas, etcétera. Nadie dudaba que, con la cobertura educativa suficiente, el país tendría otro rumbo.

      Pero a nadie le importó el futuro de los miles de estudiantes rechazados. Sin ninguna instrucción, muchos fueron reclutados por la violencia, el odio, el resentimiento y las drogas.

      A muchos de nosotros, el futuro se nos presentaba como ciencia ficción. Se hablaba del año 2020 de forma espectacular, con descubrimientos prodigiosos. Se decía que nos movilizaríamos en autos voladores y nos alimentaríamos con productos del tamaño de una pastilla. Definitivamente, para una juventud carente de los productos e insumos básicos, aquello sonaba maravilloso. Jamás nos asustó; al contrario, siempre mantuvimos el deseo vivo para enfrentar sin temor los nuevos retos. Esperábamos impacientes que nos alcanzara el futuro.

      Ya pasaron muchos años y las cosas no han sucedido como las imaginamos. Los avances tecnológicos no han llegado tan lejos, pero no se ha perdido la esperanza de seguir avanzando. Sin embargo, por otro lado, la corrupción y el narcotráfico han crecido.

      Nadie más que nosotros hemos hecho el presente y estamos ante otra realidad. Nuestro país necesita profesionales del más alto nivel, capacitados en todos los campos para ofrecer servicios de calidad y cobertura. En la medida en que la educación de nivel medio y superior se fortalezca, estoy seguro de que podríamos ser competitivos a nivel de los mejores países del mundo. Bueno, eso suena a utopía. Soñar no cuesta nada. México lo necesita.

      Siempre existirá una solución para quien quiera estudiar. Ante la carencia de recursos y herramientas no nos detengamos. Siempre hay salidas. Dicen que, cuando tienes juventud, tienes la belleza, las ganas, la energía y las agallas para enfrentar los retos. Cuando eres viejo, careces de todo aquello y solo te quedan los recursos económicos para lograrlo. Ojalá fuese cierto. El que lo dijo no explicó cómo comprar la salud ni la felicidad. Por eso, la mejor opción es aprovechar la juventud.

      Hay que vivir con intensidad cada etapa de la vida y cada momento. Las contrariedades y dificultades con el tiempo se van convirtiendo en anécdotas y chascarrillos. Lo que antes preocupaba después nos hace reír, quedando el recuerdo y las enseñanzas de aquellas peripecias y trabas superadas.

      Yo recuerdo la mesa del comedor de la casa de mis padres con costados redondeados. Ahí dibujé mis primeras láminas. Fabriqué decenas de maquetas y entinté cientos de planos. Muy difícil apoyar la regla T, pero no había para más.

      Aquella mesa se llenaba de puntos de goma del cojín limpiador esparcidos por la regla T, aflojada por el uso. El plano se fijaba con cinta en las puntas para que no se moviera de su posición. No faltaron los lápices de diferentes grosores e intensidades a lado para dibujar y aplicar la calidad de línea.

      Las escuadras de acrílico había que limpiarlas de vez en cuando para no ensuciar el papel después de horas de trabajo. Con desveladas infinitas, el tiempo nunca alcanzaba para concluir las tareas interminables que se interrumpían constantemente por el grito de la madre: “¡Por favor, quita esas cosas de la mesa porque ya vamos a cenar!”.

      Desvelada tras desvelada solía amanecer escuchando canciones de Chicago.

      Para mí, la década de los ochenta fue la mejor. De hecho, yo la considero como “mis tiempos”: los mejores, porque fueron mis tiempos de estudiante universitario, fueron tiempos en los que se produjeron excelentes canciones y películas que se volvieron clásicas. Fue una época de avances y descubrimientos.

      En ese tiempo apareció la computadora personal, el internet se comenzó a utilizar de forma precaria, apareció una nueva generación de jóvenes aspirantes a arquitectos sin celulares. ¡Qué problema la comunicación!, pero nada que un teléfono público con cabina de plástico color naranja transparente no pudiera resolver.

      Esos jóvenes aspirantes a arquitectos, en los ochentas, gran semillero de los profesionales de hoy. Fuimos los que soportamos muchas crisis económicas. Aquellas generaciones comenzamos a enfrentar problemas y cambios significativos como la inercia de la explosión demográfica, la consolidación y degradación de la vivienda, el nuevo paisaje urbano, los problemas de movilidad en sus inicios y aportaciones de nuevas ideas para el espacio público. La ciudad comenzaba a volverse un enorme bloque de piedra muy dura, aunque vulnerable a los fenómenos desafiantes como los sismos.

      A mi generación le tocó mirar cómo se deterioraba con mayor rapidez el medio ambiente. Las calles y las avenidas se llenaron de carros. Vimos con tristeza la proliferación del comercio informal. Nuestras televisiones tenían cinescopio pesado, escuchábamos música con el walkman, vimos Televisa con gran resignación al no haber otra cosa y asistíamos a las discotecas. Nuestra ropa comenzó llenarse de colores usando pantalones de mezclilla deslavados y tenis a la moda.

      Con el crecimiento de la mancha urbana de la ciudad aparecieron las grandes violaciones al uso del suelo. El Estado de México comenzó a crecer con anarquía en una relación de municipios conurbados. Fue la década de la proliferación de los edificios altos en la ciudad, la aparición de las universidades privadas y, desde luego, de los inicios que impulsaron el caos, la corrupción, la inseguridad y el narcotráfico.

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