Sarah Morgan

Un amor arriesgado - El príncipe y la camarera


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la solución perfecta. Tú necesitas un inquilino y Sean necesita una habitación.

      Ally abrió la boca para negarse de nuevo, pero no se atrevió. El pobre Will había hecho demasiado por ella. Sin él, no habría podido sobrevivir. Si aceptaba alquilarle una habitación a Sean, quizá la dejaría tranquila durante unos meses. Y quizá así podría demostrarle que no estaba interesada en ningún hombre. No era justo para Charlie. La niña necesitaba una vida estable, no un montón de hombres que desaparecieran cuando las cosas se pusieran difíciles. No, un inquilino era lo único que Ally podía tener. Además, ni siquiera tendrían que compartir casa porque la habitación que alquilaba estaba en un ala separada.

      –¿Te importa dormir en un establo?

      –¿El caballo sigue dentro? –sonrió Sean.

      Will se levantó con la bandeja en la mano.

      –El establo de Ally es una casa preciosa. Se ha gastado mucho dinero en ella.

      –¿Y a tu marido no le importa que tengas inquilinos?

      –Ally no está casada, Sean.

      Ella levantó los ojos al cielo. No sabía si reírse o matar a Will.

      –Pero vive con alguien.

      –Sí, claro, con Charlie, pero… –empezó a decir el hombre, mirándola–. Bueno, yo tengo que irme, así que os dejo discutiendo los detalles.

      Después de eso, salió de la cafetería, dejando a Ally indignada.

      –No es muy sutil, ¿verdad? –sonrió Sean.

      –No sé qué le pasa últimamente.

      –Está intentando emparejarnos, cielo. Lo que no entiendo es por qué quiere hacerlo si tú ya tienes pareja.

      Ally se puso colorada.

      –Yo tampoco.

      –¿No?

      –No. Además, es irrelevante porque yo no tendría una relación contigo aunque fueras el último hombre en la tierra.

      Sean estiró las piernas por debajo de la mesa, divertido.

      –¿Por qué no?

      –Porque no. Eres el típico machista que opina que el sitio de una mujer está en casa. Supongo que ni siquiera sabrás lo que es «el nuevo hombre», ¿verdad?

      –¿A qué te refieres?

      –Al tipo de hombre que respeta a su pareja, que plancha y friega los platos a medias con su mujer y que no le impediría ir a dar un paseo por la montaña si eso es lo que quiero hacer.

      –¿No crees que yo sea ese tipo de hombre?

      –¿Tú? Tú eres un clónico del hombre de las cavernas –contestó Ally, sarcástica–. La única diferencia es que tú llevas ropa en lugar de taparrabos.

      Los ojos del hombre brillaron, irónicos.

      –Cuando quieras verme con un taparrabos, solo tienes que decirlo.

      La imagen de Sean Nicholson desnudo pasó por su mente en ese momento y Ally se puso colorada.

      –¡Qué original!

      –¿Por qué no estás casada, doctora McGuire?

      –No es asunto tuyo.

      –Entonces, Charlie no es tu hombre.

      –Vamos a dejar clara una cosa –dijo entonces Ally–. Puedes vivir en mi casa porque me viene bien y a Will le haría ilusión, pero no serás más que un inquilino. ¿De acuerdo?

      Sean levantó una ceja.

      –¿He pedido yo algo más?

      –No, pero…

      –Yo nunca tocaría a la mujer de otro hombre. Y tú tienes pareja, ¿no?

      –Sí, pero…

      –Pues ya está –la interrumpió él, levantándose–. Si no tuvieras pareja, la situación sería diferente, claro.

      Sean Nicholson la miró a los ojos durante unos segundos y Ally tuvo que tragar saliva, incómoda.

      ¿Qué ocurriría cuando descubriera que su pareja era Charlie? Nada. No pasaría nada, se dijo. Ella se encargaría de que fuera así. Se lo debía a su hija.

      Capítulo 3

      LA PRESENCIA del nuevo médico parecía haber despertado mucho interés entre los pacientes.

      –Me han dicho que hay un médico nuevo en urgencias –le dijo la señora Turner por la tarde.

      –Es cierto.

      –Espero que este se quede más tiempo que el anterior.

      Ally se obligó a sí misma a sonreír. Esperaba que no. Con un poco de suerte, Sean Nicholson se marcharía unos meses más tarde y ella podría volver a respirar tranquilamente.

      –El doctor Nicholson está aquí solo de forma temporal. ¿Qué le ocurre, señora Turner?

      –Pues… nada, es que…

      –¿Y para qué ha venido a la consulta?

      –Ah, claro, es verdad. Me duelen los oídos.

      Ally examinó los oídos de la mujer, sonriendo.

      –No le pasa nada en los oídos, señora Turner. Solo tiene un tapón de cera. Pida cita con la enfermera para que se lo quiten.

      –¿Solo es un tapón de cera? –preguntó la mujer, sorprendida–. ¿Me ha examinado bien?

      –Un tapón puede ser doloroso –sonrió Ally–. Si cuando se lo hayan quitado no mejora, vuelva a verme.

      Cuando la paciente salió de su consulta, Ally la observó, distraída. Seguía pensando en Sean Nicholson y en cómo iba a tratar con él. Una cosa era cierta, no era un hombre fácil. Cuando quería algo, lo conseguía. ¿La querría a ella?, se preguntó. Pero tenía que seguir atendiendo pacientes y lo mejor era concentrarse en el trabajo.

      Mary Thompson era una mujer de cincuenta años que llevaba un par de meses acudiendo a la clínica con problemas sin importancia. Ally sospechaba que le ocurría algo de lo que no quería hablar.

      –Hola, señora Thompson. ¿Cómo está?

      La mujer se sentó frente a ella, nerviosa.

      –Siento mucho molestarla, doctora McGuire, pero es que tengo mucha tos.

      –No me molesta en absoluto. ¿Desde cuándo la tiene? –preguntó Ally, tomando su estetoscopio.

      –Desde hace un par de semanas. No me deja dormir.

      Un par de semanas. Una rápida mirada a su ordenador le confirmó que, un par de semanas antes, Mary había ido a la consulta para que le curasen una indigestión. ¿Por qué no había mencionado la tos entonces?

      –Desabróchese la blusa, por favor –dijo, sonriendo. Los pulmones de la mujer estaban perfectamente sanos, como había supuesto–. ¿Usted fuma?

      –No. Pero mi marido sí.

      Su marido. Ally recordaba que era un hombre grueso de mucho carácter.

      –Sus pulmones parecen sanos, pero si sigue tosiendo me gustaría volver a echarle un vistazo dentro de una semana. ¿Alguna cosa más?

      –No –dijo la mujer.

      –¿Seguro que no hay nada más que quiera contarme?

      La señora Thompson apretó el bolso con fuerza.

      –Claro que no. Solo es la tos.

      –Tome esto dos veces al día y vuelva la semana que viene –dijo