adorado apropiadamente; y, en segundo lugar, el origen de dónde se obtiene nuestra salvación. Cuando estas cosas no se consideran, aunque nos gloriemos con el nombre de cristianos, nuestra profesión es vacía y vana.
El reformador ginebrino menciona luego los sacramentos y el gobierno de la iglesia que fueron instituidos para la conservación de la doctrina.
Desafortunadamente, en muchas iglesias hoy en día, la fe reformada se identifica únicamente con los «cinco puntos del calvinismo», o con alguna otra representación mutilada de la teología del reformador. En este tratado de Calvino obtenemos una perspectiva más amplia.
Al exponer la necesidad de reforma, Calvino defiende a los protestantes contra la acusación de dividir la iglesia. Cada vez que los hombres alzan la voz para reformar, líderes religiosos corruptos difaman a los reformadores como cismáticos, y congregaciones corruptas se apropian para sí mismas el nombre de Iglesia. Calvino responde: «No basta, por lo tanto, tomar simplemente el nombre de Iglesia, sino que se debe usar discernimiento para cerciorarse de cuál es la verdadera iglesia y cuál es la naturaleza de su unidad.» Además, «cualquier hombre, que, por su conducta, muestra que él es un enemigo de la sana doctrina, cualquiera que sea el título del cual pueda mientras tanto vanagloriarse, ha perdido todo título de autoridad en la iglesia».
Calvino reprende el espíritu de tolerancia que se disfraza como «moderación». El reformador declara:
En una corrupción tan extrema de sana doctrina, en una corrupción de los sacramentos tan infame, en una condición de la Iglesia tan deplorable, aquellos que mantienen que no deberíamos haber actuado tan enérgicamente, quedarían satisfechos con nada menos que una tolerancia perversa por la cual deberíamos haber traicionado la adoración de Dios, la gloria de Cristo, la salvación de los hombres, la administración completa de los sacramentos y el gobierno de la Iglesia. Hay algo engañoso en el nombre de moderación, y la tolerancia es una cualidad que tiene una apariencia justa, y parece digna de elogio; pero la regla que debemos observar en todo lo que está en juego es ésta: nunca soportar con paciencia que el nombre sagrado de Dios sea atacado con blasfemias impías; que su verdad eterna sea suprimida por las mentiras del Diablo; que Cristo sea insultado, sus misterios sacrosantos contaminados, las infelices almas cruelmente destruidas y la Iglesia se retuerza en agonía bajo los efectos de una herida mortal. Esto sería no mansedumbre, sino indiferencia sobre cosas a las cuales todas las demás deberían posponerse.
El lector perceptivo verá muchas comparaciones entre el clima espiritual de los días de Calvino y el caos religioso en nuestra propia sociedad. Si las corrupciones religiosas demandaron reforma en ese tiempo, corrupciones semejantes demandan una reforma seria hoy en día. Presenciamos el espectáculo triste de iglesias protestantes fascinadas con ritos e innovaciones litúrgicas en la adoración. Líderes «evangélicos» prominentes han aprobado un pacto de paz con Roma.3 Muchas denominaciones «reformadas» toleran métodos evangelísticos, artimañas y manipulaciones sicológicas construidas sobre presuposiciones pelagianas. Si este tratado de Calvino demuestra algo, es cuán lejos los protestantes modernos se han alejado de las doctrinas y prácticas de la Reforma. La Necesidad de Reformar la Iglesia es más que un simple monumento histórico a la Reforma. Es un manifiesto que nos llama al arrepentimiento en una era de crasa corrupción religiosa.
Kevin Reed, EditorProtestant Heritage Press
Introducción
Al Potentísimo Emperador, Carlos V, y a los Príncipes más Ilustres y Otras Órdenes, Ahora Reunidos en una Dieta del Imperio en Spires,
Una Exhortación Humilde
Para Emprender Seriamente
la Tarea de
Restaurar la Iglesia
Presentado en el Nombre de Todos los
Que Desean que Cristo Reine
Augusto Emperador:
Ha convocado esta dieta, para que, en unanimidad con los Príncipes más ilustres y otras órdenes del Imperio, puedan determinar ampliamente y decidir sobre los medios para mejorar la condición presente de la Iglesia, que todos vemos que se halla en un estado tan miserable y desmoralizado. Ahora, por lo tanto, mientras que os halláis sentados en esta reunión, ruego humildemente y suplico, primero a vuestra Cesárea Majestad, y al mismo tiempo también a vosotros, ilustrísimos Príncipes y personajes distintivos, que no rehuséis leer, y que reflexionéis diligentemente lo que os presento. La magnitud y el peso de la causa pueden infundir deseo en vosotros para oír. Por tanto, pondré el asunto de la manera más sencilla ante vuestra consideración, de modo que no tengáis dificultad para determinar qué curso tomar.
Quienquiera que yo sea, he aquí imploro la defensa a favor de la sana doctrina y de la Iglesia. Con esta designación (sin importar los resultados) espero que no me negaréis audiencia hasta que el tiempo compruebe si usurpo falsamente, o si cumplo fielmente los deberes de lo que profeso. Pero aunque yo me sienta insuficiente para tan gran tarea, no me siento atemorizado en absoluto en que (después de que hayáis oído la naturaleza de mi oficio) seré acusado ya sea de locura o presunción por haberme aventurado en presentarme así ante vosotros. Hay dos circunstancias por las cuales los hombres por costumbre son recomendados, o por lo menos para justificar su conducta. Si una cosa es hecha honestamente y con un celo piadoso, lo tenemos digno de elogio; si se hace bajo la urgencia de una necesidad pública, por lo menos lo tenemos digno de disculpa. Ya que estas dos cosas se aplican aquí, confío en vuestra equidad, que obtendré fácilmente vuestra aprobación de mi objetivo. Pues ¿en dónde puedo yo ocuparme a mejor propósito (o más honestamente, dónde, también, en un asunto en este momento tan muy necesario) que procurar, según mi habilidad, socorrer la Iglesia de Cristo, cuyos reclamos es ilegítimo en cualquier caso negar, y que ahora se halla en amargas penas y en los más grandes peligros?
Pero no hay necesidad para una introducción larga con respecto a mí mismo. Recibid lo que digo como lo haríais si fuese pronunciado por la voz unida de todos los que, o ya han tomado el cuidado de restaurar la Iglesia, o que desean que sea restaurada a un orden verdadero. En esta situación hay varios príncipes de la clase no más humilde, y no unas pocas comunidades distintivas. A favor de todos estos hablo, aunque como un individuo—y sin embargo ellos con una boca hablan por mí más sincera que directamente. A éstos añado la innumerable multitud de hombres piadosos, que dispersos sobre las varias regiones del mundo cristiano, aun están de acuerdo unánimemente conmigo en estas súplicas. En resumen, considerad esto como la petición común de todos los que así lamentan con gran seriedad la corrupción presente de la Iglesia, que no pueden soportarlo más, y que están determinados en no descansar hasta que vean alguna enmienda. Estoy consciente de los nombres odiosos con que somos señalados; pero, entre tanto, cualquiera que sea el nombre por el que se considere apropiado designarnos, atended a nuestra causa, y después de que hayáis oído, juzgad del lugar que nos corresponde tener.
Primero, entonces, la pregunta no es si la Iglesia trabaja bajo enfermedades graves y numerosas (esto es admitido aún por cualquier juez moderado), sino si las enfermedades son de un tipo de curación que ya no admite ser más demorada, y en cuanto a que, por consiguiente, no es útil ni apropiado aguardar resultados de remedios lentos. Se nos acusa de innovaciones precipitadas e impías, por habernos aventurado a proponer por lo menos algún cambio en el estado anterior de la Iglesia. ¡Qué! ¿Incluso si no haya sido hecho sin causa o imperfectamente? Oigo que hay personas que, aún en este caso, no vacilan en condenarnos; su opinión es que ciertamente teníamos razón en desear cambios, pero no razón en procurarlos. De tales personas, todo lo que les preguntaría por ahora es, que por un momento suspendan su juicio hasta que yo haya mostrado de los hechos que en nada nos hemos precipitado—no hemos procurado nada temerariamente, nada ajeno a nuestro deber—de hecho, nada hemos emprendido hasta vernos obligados por la más suprema necesidad. Para demostrar esto, es necesario atender a los asuntos en debate.
Mantenemos, entonces, que en el principio—cuando Dios levantó a Lutero y a otros, quienes nos extendieron una antorcha para alumbrarnos en el camino de la salvación, y quienes, por su ministerio, fundaron y levantaron nuestras iglesias—aquellos